Autor: 12 marzo 2009

Richard Yates
Las hermanas Grimes
Alfaguara, Madrid, 2009

Los cinéfilos agraciados con el don de almacenar información inútil —lo que incluye a muchos o a casi todos— quizá recuerden una escena de Hannah y sus hermanas en que Barbara Hershey agradece a Michael Caine que le haya prestado un libro de Richard Yates titulado Desfile de Pascua. Bien, pues Desfile de Pascua y Las hermanas Grimes —novela objeto de la presente reseña— son el mismo libro. El motivo del cambio de título puede ser, quizá, que la novela está protagonizada por dos hermanas que se apellidan Grimes. Otro motivo puede ser que de esta forma el título suena más femenino, y como las mujeres son las principales clientas de las librerías…

Las tripas de la novela, eso sí, siguen siendo las mismas. Y es una suerte, porque se trata de una obra más que notable. Es comprensible que Barbara le agradezca a Michael el habérsela prestado.

Nueva York, años treinta. Sarah y Emily Grimes son hijas de un reportero frustrado que trabaja como copista en un panfleto reaccionario y de Pookie, como le gusta que la llamen, una mujer parlanchina, que hace gala de unas injustificadas aspiraciones de clase y cuyos adjetivos preferidos, repetidos hasta el extremo de perder todo su sentido, son «maravilloso» y «delicioso». Tras la separación del matrimonio, las niñas se quedan con Pookie, que empieza una peregrinación por distintos empleos y domicilios. Sarah, la mayor, hace suyas las aspiraciones de su madre: encontrar un marido maravilloso, vivir en una casa deliciosa y tener hijos que sean ambas cosas. Emily, por su parte, es la independiente, la liberal, la que aspira a ir a la universidad y tener una carrera. Ambas consiguen lo que quieren. Sarah se casa con un hombre que se parece a Laurence Olivier, se muda al campo y se reproduce en tres ocasiones. Emily consigue una beca universitaria, estudia literatura y entra en una agencia publicitaria; por el camino conoce a buen número de hombres. Si las Grimes deben considerarse afortunadas o no por lograr sus aspiraciones es decisión del lector.

Si en Vía Revolucionaria, su novela más conocida, Richard Yates presentaba un drama de tono intenso, concentrado en un puñado de personajes y en un tiempo y un decorado muy limitados, el drama de Las hermanas Grimes es sordo y extensivo. Afecta a Sarah y Emily, a sus padres, a la familia que forma Sarah y a las sucesivas parejas de Emily, además de prolongarse durante décadas. Vía Revolucionaria dispone de un clímax trágico que, a nivel narrativo, permite que la tensión acumulada se libere. Eso no sucede en este caso. Las hermanas pasan por una serie de malos tragos en nada ajenos a lo que cualquier persona puede experimentar: el envejecimiento y muerte de los padres, la mudanza de carácter de las parejas, los trabajos que se revelan infructuosos, la continua postergación de ciertos sueños… La familiaridad de los baches que sufren las Grimes, el modo natural como se suceden —no por previsible menos sobrecogedor— y la forma en que es mostrado el paso del tiempo —como agua sucia que corre entre los dedos dejándolos cubiertos por una película desagradable— hacen que esta novela se lea con un nudo en el estómago. Un nudo que nunca se destensa. Pero gracias al buen oficio de Yates no dejamos de pasar las páginas.

Lo que mayor desasosiego produce es el discurrir del tiempo. En poco más de doscientas páginas, Yates concentra la vida de varias personas, y en particular la de Emily, la hermana pequeña y personaje central de la novela. Pero lo peor no es la rapidez con que se suceden los acontecimientos, sino su carácter infructuoso. O aparentemente infructuoso.

A pesar de todos sus deseos de independencia Emily no es tan impermeable como piensa a los adoctrinamientos de su madre. Sin ser plenamente consciente de ello busca una vida tan perfecta y ordenada, tan de color de rosa como la que (aparentemente) disfruta su hermana. Nada le parece lo bastante bueno, ningún trabajo, ningún hombre, ninguno de sus intentos por convertirse en escritora… Al principio todo parece «maravilloso» y «delicioso» para revelarse a la postre como descorazonador, feo y perecedero.

Cada vez que Emily se encuentra en una situación que la incomoda, la confunde o la frustra, o cada vez que la vida la deja en la cuneta, siempre dice lo mismo: «Ya veo». Pero no es cierto. En realidad no ve nada. No ve que sus sucesivas parejas llevan los defectos expuestos en la solapa: el universitario impotente, el poeta atormentado por su declive creativo, el ejecutivo que sigue enamorado de su primera mujer… Ella solo ve idealizaciones de lo que podría llegar a ser. Quiere que todo sea perfecto, como aquella foto que su hermana tiene colgada en el salón, en la que una Sarah adolescente y su marido igualito a Laurence Olivier, vestidos de gala, se sonríen uno al otro en la Quinta Avenida, bajo un sol primaveral, durante el desfile de Pascua. Una fotografía «maravillosa» y «deliciosa».

Al final, a fuerza de equivocarse, Emily abandona sus sueños de perfección. Se carga de tristeza y rencor contra todo y todos los que la rodean. Y una vez más vuelve a equivocarse. Vuelve a no ver. Porque es cierto que la perfección resulta inalcanzable, pero hay personas y objetivos en los que confiar, y están ahí, presentes, desde siempre, solo hay que enfocar la mirada para verlos.

Jon Bilbao


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