Autor: 3 mayo 2009

Alfonso López Alfonso

Lugares pequeños, dice el refrán, infiernos grandes. Puede. Uno, sin embargo, es aldeano de nacimiento y suele desconfiar de los lugares grandes, de las ciudades, de todos los sitios en los que la gente no se conoce personalmente. La aldea proporciona como una capa de seguro confort, el agradable reconocimiento de quien se mueve por terreno conocido. Es en la aldea donde puede sobrevivir la colmena, donde las abejas de Sylvia Plath vuelan y notan el sabor de la primavera. Cuando uno era muy joven, en la aldea solían pelearse por las cosas que realmente merecen la pena: por el agua o por la tierra. En la aldea, si alguien amanece muerto en extrañas circunstancias es probable que el asesino se encuentre en la casa de al lado. Las aldeas proporcionan esa clase de intimidad. Si te aprietan el gañote hasta asfixiarte se puede tener al menos la certeza de que lo hará una mano conocida. En la ciudad, en cambio, se puede matar por matar, sin ningún móvil, sencillamente porque no dejar rastro es lo importante para que no te pillen, como en Henry, retrato de un asesino. En la ciudad, como en el campo, la belleza a menudo se encuentra en cualquier parte; y en la ciudad, como en el campo, puede estar también en cualquier parte el horror. Así que está uno tentado a decir que, en el fondo, lo único que diferencia la ciudad del campo es el grado de intimidad con que se hacen las cosas. Está uno tentado a decirlo y no lo dice porque sabe, quizá porque lo ha leído en alguna parte, que en las grandes ciudades se puede llorar por la calle en perfecta intimidad.

Christa Wolf se quejaba en Un día del año de con cuánta rapidez somos capaces de olvidarlo todo si no lo escribimos. Uno, mientras viaja —y mientras vive— no lleva cuaderno ni bolígrafo, no toma notas, se deja arrastrar de un lado a otro por el instinto, permite que se suelten los sentidos, que disfruten por sí mismos, que hagan suyo algo que sabe muy bien que ni puede atrapar ni será capaz de reproducir después, porque no tiene buena memoria y porque si fuera capaz de hacerlo sería muchas veces el mejor escritor del mundo. Así que uno entiende muy bien a Christa Wolf y sabe desde hace tiempo que cuando habla de memoria hay siempre algo de sueño en sus palabras.

Las grandes ciudades, lo dejó escrito Orhan Pamuk a propósito de Estambul, producen un sentimiento de introversión que ahonda en la herida de la derrota de todos aquellos que han sido vencidos por la vida. Quizá por eso uno prefiere las ciudades pequeñas, porque son capaces de curar del mismo modo que lo hacen las madres protectoras, son como un consuelo. No conoce uno demasiadas grandes ciudades y lo que le gusta de estas es precisamente lo que conservan de pueblo. De Madrid se quedaría con Lavapiés, que hace años tenía mucho de gran poblachón de provincias y se le ha quedado ahora un aire de cosmopolitismo canalla sin haber perdido del todo el casticismo. Se queda uno también con la plaza de Santa Ana, una especie de maqueta de plaza mayor para un hermoso villorrio. Nada de esa grandilocuencia arquitectónica de Alcalá o Gran Vía, poco del pastiche del barrio de Salamanca, que a uno lo aplasta; mucho de Argüelles, algo de Chamberí y Tetuán y mucho de los descampados que había más allá de la plaza de Castilla, donde se extendía un Madrid más pobre, más amante del barrio y menos amigo de la especulación urbanística, un Madrid cuyos retales nos dejaron ver por última vez Lorenzo Silva y Manuel Martín Cuenca en La flaqueza del bolchevique con ese descampado final en el que deslumbra la naturalidad de una diosa hermosa y lolitesca: María Valverde. Pero de Madrid uno se quedaría sobre todo con el cielo, que es tanto como decir que uno se quedaría con Velázquez, con su cielo tan azul que da un poco de miedo ensuciarlo con la mirada. Con sus nubes de plomo algodonoso. Inmutables. Como capaces de detener el tiempo.

De Nueva York uno se quedaría con lo que más ha visto en el cine y en la televisión, con Times Square, que es algo así como el lugar donde se reúne todo el pueblo los días de fiesta, que allí deben ser todos. El Nueva York que a uno le cautiva se vislumbra desde una ventana que aparece en un libro y que está en un edificio entre la cincuenta y tres y la octava. Fascina todo lo que José María Conget ve desde esa ventana: unos cuantos atardeceres sobre el Hudson, una nevada portentosa que para la ciudad y la sume en el silencio, las versiones de Gershwin que el músico callejero George Jackson reproduce en su carrito con altavoces, el edificio World Trade Center y algunas escenas de películas como The French Connection o Teniente corrupto, rodadas por allí. Fascina incluso el sótano de ese edificio entre la cincuenta y tres y la octava, porque en su interior se encuentra el actor Jerry Orbach —era el hermano mafioso de Martin Landau en Delitos y faltas, de Woody Allen— haciendo la colada. Hay otro Nueva York igualmente cautivador, el de El Padrino, esas azoteas por las que el Vito joven se desplaza después de cometer su primer crimen. Cuando llega a la escalera de la puerta de su casa, se sienta a ver pasar la procesión junto a su mujer y sus hijos. Enternece esa escena que tiene tanto de pueblo. Una vez acomodado coge un bebé de los brazos de su esposa y le susurra algo así como: «Michael, Michael, tu padre te quiere mucho». Cuando llevamos vista la trilogía entera nos damos cuenta de que ese acto es en realidad como una marca, como un estigma que impedirá que Michael pueda huir de su destino mafioso. Aun así sigue conmoviendo. Nueva York es Vito Corleone y también los Gambino, los Colombo, los Genovese, los Luchese y los Bonanno. Nueva York es muchas cosas, para bien y para mal. Todas las grandes cosas. Es Shadows, de John Casavettes; Gina Rowlands en Gloria, desmadejada y hermosa; es Ben Kingsley en un apartamento mirando por la ventana cómo cae la lluvia y soltando aquello de que «cuando haces el amor con una mujer te vengas de todas las cosas que te han derrotado en la vida»; es un dinner cercano a las vías del tren con muy pocos parroquianos, un hombre con sombrero, una mujer que fuma, el barman, todos en silencio, es Hopper y también el James Gray de La otra cara del crimen. Y sobre todo es una esquina en la parte alta de Manhattan, en el campus de la Universidad de Columbia, donde Juan Ramón pasaba frío; es una fotografía con una bola terráquea que ya no está, y Federico, que tan pronto no estuvo; y es el método de construcción de los Guastavino, que José Muñoz Millanes explica tan minuciosa, magistral y admirablemente; es una calle y un restaurante en Brooklyn, una sobremesa en agradable conversación con Hilario Barrero; un recorrido en metro en el que se pasa el puente de Manhattan con Hilario J. Rodríguez y un guía excepcional: Sami. Nueva York no sería nada sin esos pequeños detalles, sin esa gente, uno a uno, personalmente.

De Madrid, de Nueva York, de París, de Lisboa, de Venecia, de Londres, de Roma, de Barcelona y Los Ángeles, de Las Vegas y Tokio y Praga y Berlín y hasta de Jerusalén y Teherán habla En las ciudades, un libro colectivo editado por Notorious en el que se funden la escritura y, por extensión, puesto que la escritura brota de lo vivido, la experiencia de diversos escritores —José María Conget, Lorenzo Silva, Juan Bonilla, Cristina Grande, Manuel Hidalgo, Care Santos, Eduardo Jordá, Esther García Llovet y Fernando Sanmartín entre otros— con la personal iconografía fotográfica de Hilario J. Rodríguez. A uno le gustan los libros colectivos porque en ellos, aunque no dejará de haber mucho malo, raro es no encontrar algo bueno. Hay libros que los lectores no buscan. Hay libros espabilados, despiertos, vibrantes, con la suficiente iniciativa como para ser ellos los que encuentran al lector. Uno, por ejemplo, estaba aquí desmochándose por recordar algo de las pocas ciudades por las que ha pasado y de repente se encuentra con este libro que es precisamente una colección de ciudades y le permite pasear sus ensoñaciones por calles y experiencias que no son suyas. ¿No son suyas? Bueno, seguramente no lo eran antes de abrir el libro, pero ¿quién puede negárselas después? «De noche, bajo la lluvia, todas las ciudades son la misma ciudad. Una galería de sombras y de fuegos fatuos», comenta Julio José Ordovás en alguna página de este libro. Será cierto, y sin embargo, qué diferencia entre Las Vegas de Hunter S. Thompson que aquí se evoca y esa silueta en la noche que fue al principio Lisboa para Fernando Sanmartín en días en que la tristeza lo acosaba. Y sobre todo qué diferencia entre todas ellas a la clara luz del día, a la clara luz de los días. Qué diferencia entre la Praga inventada por un impostor que con cierta guasa nos regala Miguel Sanfeliu y la Barcelona presente como una cicatriz de la que sentirse orgullosa en las páginas de Care Santos o el San Francisco en que José Luis de Juan intenta renunciar, aunque sabe que es imposible, a volver la mirada atrás, a la senda tenebrosa que dejaron sus pasos, porque no sabría qué decirle al que fue.

Cierra uno el libro y se esfuerza en seguir vadeando las orillas que separan el recuerdo de la ensoñación para pasear un rato más. Intenta pensar en alguna ciudad que no esté entre las ciudades del libro. Uno, cree haberlo dicho, se siente más cómodo en los lugares pequeños, abarcables. Uno es pueblerino, qué le vamos a hacer, y prefiere la aldea a la ciudad, pero si se trata de ciudades también tiene sus gustos, y por eso prefiere la íntima monumentalidad a la fastuosidad ostentosa. Preferiría, por ejemplo, escribir sobre Florencia a hacerlo sobre Roma. Escribir, le viene como un latigazo a la cabeza, era el modo que tenía Carson McCullers de buscar a Dios. Filmar, piensa mientras ve pasar la Florencia de Paisà en el televisor, era el modo que tenía Roberto Rossellini de sentirse más cerca de Dios. Desde Antes de la revolución, de Bernardo Bertolucci, todo el mundo sabe que no se puede vivir sin Rossellini. Y todo el mundo sabe también que no se puede vivir sin Carson McCullers. No me pregunten a cuento de qué viene esto.

El caso es que uno siempre acaba volviendo a lo mismo, a la montaña, a la aldea, a Moncóu, a todas aquellas palabras que tiene que esforzarse por recordar y nunca se perdonará que no fluyan de él naturalmente, como lo hacían de su abuelo, como lo hacen de su madre: l.leirón, formigueiro, l.lavaza, teixera, tarriel.lu, cul.lada, fonte, val.le, l.lugar, mata queimada… Al final, a solas, uno siempre vuelve a las palabras matadas por el tiempo y la mala memoria. En soledad, uno acaba intentando rescatar del olvido, un poco con la memoria, un poco con el ensueño, las formas, las costumbres, las palabras de un mundo que se ha tragado el tiempo. ■ ■


Una respuesta to “En soledad”

  1. Benilde G Fernandez:

    Quisiera contactar con Alfonso Lopes Alfonso, soy descendiente de Ixto Fernandez Garcia, » Con Ternura te escribo» saludos

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