Autor: 5 mayo 2009

Samuel Serrano

En un principio creo que es la luna colándose por una claraboya. La larga estela de luz atraviesa una especie de galpón enorme y va a estrellarse en una gran sábana blanca colocada en el fondo, en la que mis ojos y los de todos los que me rodean se encuentran fijos. En la improvisada pantalla aparecen las imágenes de una película de cine mudo, en ella los actores usan ropas anticuadas y se mueven a saltos caminando demasiado deprisa. La película está llena de manchas y rayones que cubren las imágenes con un velo de lluvia. La luz es defectuosa y mis débiles ojos tienen que esforzarse a cada cambio de imagen para seguir la secuencia y no perder el hilo del relato. Ahora sé que me encuentro en un teatro del Caribe de los que frecuenté en mi infancia, de esos en los que la ausencia de techo permite circular el aire atenuando el calor y, al mismo tiempo, refrescar los ojos del brillo de la pantalla mirando cada tanto al cielo en busca de las estrellas que en esa parte del mundo parecen encontrarse al alcance de la mano.

Es un sábado en la tarde y un hombre joven y delgado con camisa blanca almidonada, corbata negra, pantalón de paño oscuro y zapatos como espejos va a visitar a su novia caminando por las tranquilas calles de un pueblo empedrado de casas blancas, tejas rojas y puertas pintadas de color tabaco que haría pensar en cualquiera de los que agoniza de calor en el verano de Extremadura, a no ser porque al desembocar en la plaza la cámara enfoca una enorme ceiba de grandes hojas verdes y flores rojas que sumerge la estancia en una sombra refrescante y bienhechora, y me transmite a mí mismo la placidez de su presencia. Ahora me encuentro cómodo en la atmósfera de acuario del teatro y puedo concentrarme plenamente en las imágenes a pesar del ardor en los ojos que siempre me han producido los objetos brillantes.

El hombre joven, extrañamente parecido a mi padre, atraviesa la plaza adoquinada ocupada tan solo por unas cuantas ancianas que se dirigen a la iglesia y que llevan una mantilla oscura sobre la cabeza a pesar del calor. Sus recios pasos de soldado espantan a las palomas que levantan el vuelo aplaudiendo con sus alas mientras van a posarse en el campanario de la iglesia. Se detiene en la esquina y duda un momento hacia dónde seguir. Tiene las manos en los bolsillos y parece que jugara con monedas o con las llaves de algún almacén mientras piensa en las especiosas palabras que va a decir para llevar a cabo sus propósitos. Luego cruza la calle y bordea la manzana hasta que se detiene en la esquina ante una amplia casa enjalbegada de fachada colonial, techo a dos aguas de tejas rojas y grandes puertas de color caoba a donde llama con firmeza golpeando tres veces el pesado aldabón. Por la calle pasan dos hombres a caballo con sombrero de ala ancha y un pesado Chevrolet de color cardenillo que emprende con esfuerzo la pendiente como si se tratara de un enorme insecto con los élitros rotos.

El hombre se frota las manos pensando en su novia, en lo hermosa y elegante que es, en lo orgulloso que estará de presentársela a sus abuelos y en lo importante que puede resultar esta visita para su futuro. Todavía no está seguro de estar enamorado de ella, a pesar de las numerosas cartas y poemas que le ha dejado en el escritorio de esa oficina del banco donde tuvo la fortuna de verla por primera vez, así que mientras espera que abran la puerta se siente angustiado y tiene el impulso de huir. Pero la puerta se abre y no le queda más remedio que atravesar el umbral de la casa escoltado por la criada de delantal blanco y entrar en la amplia sala donde lo espera un hombre mayor, extrañamente parecido a mi abuelo, vestido pulcramente, con su misma calva brillante y sus gruesos anteojos de miope sentado en un enorme sillón de cuero oscuro. La criada, de rasgos aindiados, pregunta al visitante qué va a tomar y él responde que un café negro, aunque se muere de ganas por tomarse un whisky seco o un aguardiente doble que le aleje el miedo, pero conoce muy bien sus debilidades y prefiere permanecer sobrio en ese momento que puede ser crucial para su porvenir. Mi abuela aparece de pronto con su delgada silueta y su cabello castaño que ya casi es nevado y luego de saludar cordialmente al visitante abandona la sala para ir en busca de su hija mayor. Un par de niñas pequeñas, vagamente parecidas a mis hermanas, irrumpen gritando y se sientan sonriendo al lado del visitante que luce francamente confuso ante la presencia de la parentela infantil. Por fin una mujer joven y bella, a la que identifico inequívocamente como mi madre, aparece en la sala y les indica a mis tías que abandonen el lugar. Las niñas se resisten a obedecer hasta que aparece mi tío con el cabello alborotado y la mirada severa, que aferrándolas del brazo se las lleva casi a rastras del recinto sin dejarse conmover por sus pataletas.

El visitante, que en ese momento empezaba a sostener una conversación interesante con mi abuelo, no sabe a quién atender hasta que al fin se pone de pie y saluda a mi madre con una sonrisa en la que se mezclan la suficiencia y la afabilidad. Mi abuelo se pasa la mano por la calva, como siempre que está pensando con atención en un asunto, y examina al visitante desde el fondo de sus gruesos anteojos de miope. Se encuentra, sin duda, un poco preocupado por el futuro de mi madre, pues sospecha que aquel joven arrogante y enérgico no será quizás el mejor marido para su dulce hija mayor. La irrupción de mi tío, al que solo he visto hasta ahora en fotografías y sobre el que pesa la leyenda de haberse extraviado para siempre en una de las tantas correrías sin rumbo que emprendió por el país aguijado por la esquizofrenia, me deja vagamente inquieto. En ese momento la película se llena de rayones y el público comienza a chiflar.

Ahora han vuelto las imágenes. Mi abuelo y aquel hombre, que cada vez más se parece a mi padre, se dan la mano como sellando un pacto y mi madre hace gestos de aprobación asomándose al fondo de la sala. La cámara abandona la casa y la pareja de enamorados torna a caminar por las calles tranquilas de la plaza. Parece que planean un viaje porque mi padre señala a un grupo de grandes automóviles detenidos en la estación y da la impresión de sacar cuentas con las manos. Es ya tarde y el sol es una llama roja que lucha por iluminar el banco de la plaza en que se encuentran sentados, asomándose apenas entre el tupido follaje de la ceiba oscura. Mi padre parece llenarse de coraje y toma la mano de mi madre como preparando el momento para decirle algo importante y esta imagen, sin saber por qué, hace que los ojos se me llenen de lágrimas y me ponga a llorar ruidosamente. Una anciana vestida de negro que está sentada a mi lado se irrita y me recrimina, mirándome con unos ojos enormes de lechuza que me llenan de miedo y me hacen callar. Cuando al fin alzo los ojos y miro a la pantalla sorbiéndome los mocos la película ha cambiado de escenario.

Mis padres descienden de un viejo Chevrolet cuatro puertas a orillas de un río de aguas cristalinas y grandes piedras acompañados de mi tío y de un grupo de amigos cargados con cajas, cestas y canastas de cerveza que parecen presagiar un festín. Luego aparece un jeep Willys descapotado de los que los norteamericanos usaron en la segunda guerra mundial y por último una vieja camioneta Ford cargada con ollas, canastos y varias gallinas y pavos amarrados de las patas que otro grupo de amigos que ha bajado de los carros se encarga de sacar y enseñar a los demás como un trofeo en medio de risas y gestos de aprobación. Las tareas se distribuyen rápidamente; unos reúnen leña, otros pelan las gallinas, otros despliegan las mesas y pronto los vemos sentados en torno a un par de enormes ollas que humean sobre un rústico fogón de piedras que mi tío y un grupo de amigos se encargan de atizar batiendo el aire con la tapa de la olla sobre la leña seca.

Mi madre emerge de pronto de detrás de un árbol vestida con un traje de baño oscuro que parece el hábito de las carmelitas, pues cubre su cuerpo desde el cuello hasta las rodillas y se une a mi padre, que luce bermuda y camiseta blanca, para caminar tomados de la mano hacia la orilla del río. Mi madre tiene miedo de entrar en el remanso sombreado por grandes árboles y mi padre la anima lanzándole puñados de agua que ella evita dando pequeños saltos en la orilla. Al fin dejan de jugar y mi padre, extendiendo su mano, la ayuda a adentrarse en el río saltando sobre las enormes piedras. Mi padre toma a mi madre en sus brazos con la excusa de llevarla al agua e intenta besarla mientras ella se defiende lanzándole puñados de agua con el cuenco de la mano y sin saber por qué esta imagen idílica hace que me llene de congoja y me ponga a llorar. La severa anciana que se halla a mi lado se molesta y vuelve a mirarme con sus ojos desmesurados de ave nocturna que me asustan y me hacen callar, saco mi pañuelo y me seco los ojos sintiendo en mi boca el sabor salobre de una lágrima que ha rodado hasta mis labios.

Entretanto he perdido parte de la película, pues el escenario ha cambiado de decorado y el río de aguas cristalinas se ha esfumado de la pantalla. La pareja de enamorados, en compañía de mis tíos, se encuentran en una explanada rodeada de colinas iluminadas por el verdor esmeralda de los sembrados de cafetos en cuyo fondo, y flanqueada por copeyes gigantes de flores amarillas y rojas que parecen de cera, se alza una hacienda campestre austera y, sin embargo, señorial, construida enteramente de madera y circuida por un corredor de piedra a cuyas barandas se asoman mis abuelos en compañía de un grupo de músicos con tiples, maracas y guitarras que parecen estar esperándolos para iniciar el jolgorio. Mi padre es recibido con un trago de aguardiente que ilumina su rostro como una llamarada y lo convierte de inmediato en una persona ingeniosa y locuaz.

Ahora se encuentra acompañado por el tío y por un grupo de amigos en el corredor en donde, al parecer, está contando chistes porque todos ríen y levantan las copas celebrando sus ocurrencias, mientras grandes fuentes con humeantes trozos de carne y guarnición empiezan a llenar las mesas colocadas en la terraza y las copas parece que nunca se acaban de vaciar. Los músicos de pronto aparecen en primer plano y mi padre está entre ellos usurpando sin duda el papel del cantante, como suele ocurrir cuando está achispado. En realidad no canta mal, pues siempre ha tenido una voz muy fuerte y el aguardiente le permite creer que alcanza el tono y el afinamiento que le faltan. Mi padre le regala una rosa roja a mi madre que un amigo le ha pasado disimuladamente envuelta en un cucurucho de papel y la invita a inaugurar el baile. Ella acepta tratando de ocultar el bochorno que ha subido a su cara mientras el grupo de amigos los secundan levantándose y formando pareja.

Mi padre y mi madre comienzan a dar vueltas y vueltas mientras los amigos y músicos van perdiéndose de vista hasta que quedan solos en una terraza que mira hacia los cafetales y es entonces cuando mi padre se llena de audacia y tomando a mi madre de las manos le pide que se casen, mientras mira a derecha e izquierda como para cerciorarse de que nadie los escucha. Mi madre entonces lo abraza y rompe a llorar de la emoción mientras mi padre permanece perplejo pensando que las cosas han resultado muy distintas a como él las había imaginado en sus largas semanas de cavilación. Es entonces cuando no puedo contenerme y me levanto en el teatro gritando: «¡No, no lo hagas mamá, no lo hagas!, nada bueno va a salir de eso, solo remordimientos, odios y unos hijos con caracteres monstruosos».

El teatro entero se da la vuelta entonces para mirarme con ira y la anciana tenebrosa, que se encuentra a mi lado, me enfoca nuevamente con sus desmesurados ojos amarillos y me dice imperativamente: «¡Estese quieto!, lo van a echar del cine y recuerde que ha pagado un peso para entrar». Me dejo arrastrar de su mano que tiene algo de garra hasta la silla e incapaz de soportar los besos y achuchones que se está dando la pareja en la pantalla decido cerrar los ojos y quedarme inmóvil escuchando cómo la ira de la gente se va calmando a mi alrededor, pero al cabo de un rato torno a abrir los párpados y vuelvo a concentrarme poco a poco en las imágenes, luchando contra un malestar semejante a la resaca que se ha apoderado de mí y me ha dejado los sentidos embotados como si hubiera dormido mal.

Entretanto debe haber pasado mucho tiempo, pues el decorado ha cambiado por completo; mis padres se están sacando una foto junto a un lienzo en el que se encuentra pintado un castillo medieval que parece resaltar el aspecto castellano del pueblo adoquinado de casas blancas en que se encuentran. No entiendo por qué prefieren posar junto a esa imagen de pacotilla cuando en el pueblo hay hermosas casas enjalbegadas con tejas rojas suspendidas de la montaña que forman un espléndido contraste con la exuberante naturaleza del lugar, pero ellos parecen avergonzados de que en el pueblo no existan castillos con almenas y torres como en Europa y prefieren aparecer junto a aquel icono tradicional.

La cámara está situada a pocos metros y el fotógrafo, que se encuentra en su interior como bajo el mantel oscuro de una mesa, parece un alienígena que quisiera atrapar el mundo con su lente. Mi padre coloca un brazo sobre el hombro de mi madre y ambos sonríen de forma tan postiza que el fotógrafo se ve obligado a salir en reiteradas ocasiones de su escondite e indicarles la mejor manera de posar, pero sus instrucciones sólo sirven para empeorar la situación y producir la impaciencia de mi padre que desea marcharse cuanto antes. El fotógrafo intenta calmarlo diciéndole que él es un profesional y desea en todo momento hacer bien su trabajo, pero mi padre no lo escucha y le exige que se dé prisa, pues no pueden perder toda la tarde por culpa de sus tonterías. Me siento conmovido por el esfuerzo del fotógrafo que titubea con su cámara dando explicaciones estéticas incomprensibles para mis padres, pues sé muy bien la frustración que produce no ser apreciado en el arte. Pero entonces mi padre deja oír uno de sus mandatos imperativos que suena como un trallazo y el fotógrafo tiene que regresar como un perro regañado a esconderse debajo de su paño negro y disparar la cámara que atrapa la imagen de mi padre con ese gesto autoritario tan conocido por mí; las cejas fruncidas y un rictus de fastidio en los labios al tiempo que me deja ciego con su fosforescente resplandor.

Cuando por fin puedo abrir nuevamente los ojos y adaptarme a la luz ha pasado mucho tiempo. Mi padre y mi madre viajan en una avioneta que parece de juguete por un cielo purísimo en cuyo fondo se observa un ancho río de color ocre en el que aparecen a trechos viviendas palafíticas de bambú que se sostienen prodigiosamente en la ribera sobre zancos de madera. Ambos se encuentran absortos en la belleza del paisaje tropical y, al igual que el piloto, parecen concentrados en seguir el curso del río que sirve de referencia al desplazamiento del avión hasta que al fin aterrizan en el aeropuerto de una ciudad costera incendiada de sol que se encuentra en el vértice donde el río se junta con el mar.

Ahora caminan por el camellón de un luminoso puerto caribeño rodeado de barcos con banderas de todos los países que ondean con la brisa. Mi padre, tocado con un hermoso sombrero de jipijapa y un humeante habano en los labios, explica a mi madre, que se protege del sol con una hermosa sombrilla de colores, los espléndidos negocios que piensa realizar aprovechando las ventajas de la ciudad que ha sido declarada puerto libre mientras ella lo escucha atentamente observándolo con sus hermosos ojos negros radiantes de emoción. Mi padre señala un restaurante con una hermosa terraza junto a la playa donde propone que entren a almorzar, pero mi madre, posesionándose desde muy temprano de su austero papel de ama de casa, lo rechaza por considerarlo demasiado costoso y le pide que sigan caminando en busca de un lugar más sencillo, pero luego de deambular sin suerte por el paseo marítimo terminan por entrar al sitio que habían visto primero.

Mi padre se siente todopoderoso cuando entran al lugar y al tiempo que entrega el sombrero y el paraguas al mozo le pide que le busque una mesa. El ambiente del lugar está amenizado por una rondalla que pronto se acerca con los instrumentos en la mano a ofrecer su música. Mi padre escoge una canción susurrando el nombre de la pieza al oído del cantante y cuando este se aleja hace señas al mozo para que se acerque a recoger el pedido de los platos que han seleccionado mientras mi madre lo observa embelesada por el dominio de la situación que posee y por lo dueño y seguro de sí mismo que luce cuando se trata de dar órdenes.

El mozo descorcha una botella de vino tinto de color sangre y llena las copas de los enamorados que las chocan entrecerrando los ojos. Los platos empiezan a llenar la mesa y mi padre habla de sus planes para el futuro, mientras mi madre refleja en las expresiones de su rostro lo interesada e impresionada que se encuentra con su talento organizativo. Mi padre se emociona con la pieza que la rondalla está tocando y su radiante porvenir empieza a intoxicarlo. Ahora seguramente habla de sus planes para ensanchar sus negocios porque hace gestos con las manos trazando un imaginario círculo que parece abarcar el mundo. Dice que va a separarse de la sociedad que hasta ahora ha formado con mis tíos y va a establecerse solo porque esta ciudad ofrece muchas oportunidades para ganar dinero y una persona con su talento necesita que lo dejen actuar por su cuenta. Después de todo ya tiene veintitrés años y desde que culminó el servicio militar a la edad de veintiún años en el páramo lluvioso y frío de la capital y se vino al Caribe a trabajar al lado de sus hermanos ha ganado la experiencia necesaria para afrontar los grandes riesgos del comercio por su cuenta. Además mis tíos son unos lerdos y unos timoratos que no se atreven a emprender grandes empresas y lo tienen maniatado.

El conjunto empieza a tocar una pieza en la que el cantante se acompaña con un potente zapateo que semeja el trote alborozado de un caballo y los comensales de las mesas cercanas siguen el ritmo con las palmas. La música va in crescendo y cuando el ritmo alcanza su clímax veo que mi padre acerca el rostro a mi madre como si quisiera recibir una recompensa por su brillante exposición. Cuando ella está a punto de darle un beso rompo a llorar con más fuerza que nunca y a patalear en el piso como si quisiera apagar el sonido del cantante que zapatea en la pantalla, pero la insufrible anciana que se halla a mi lado me aferra de la manga con su mano que parece una garra de buitre y me dice, encegueciéndome con sus ojos desmesurados y brillantes, «vamos, vamos no olvide que es tan solo una película, una película sin mayor importancia». Pero yo no soporto más a aquella odiosa anciana que pretende controlar mis sentimientos y sin poder reprimir mis lágrimas salgo hacia el baño tropezando con los pies de las personas sentadas en la fila que me miran inquisidores y parecen señalarme con el dedo desde la inescrutable oscuridad de sus butacas.

Cuando al fin regreso sintiéndome con la mente embotada, como si hubiera dormido mal o bebido demasiado la noche anterior, ha pasado mucho tiempo, pues el escenario ha vuelto a cambiar de nuevo. Mis padres, vestidos gravemente, ascienden por el sendero empinado de un jardín de arriates verdes y grandes flores blancas en el que entre pinos y cipreses se alzan a trechos algunas estatuas de ángeles decapitados y seres monstruosos que me llenan de temor. De repente veo una lápida con las iniciales S. S. y junto a ella, sentada como una estatua más, aparece una gitana con una larga toga negra que observa a mis padres con un par de grandes y brillantes ojos de lechuza demasiado parecidos a los de la admonitoria anciana que ha permanecido sentada todo el tiempo a mi lado durante la película.

Mis padres se acercan lentamente y la gitana se levanta de un salto y entrega un ramito de romero a mi madre que lo recibe sorprendida. Mi padre da unos pasos hacia la embaucadora tratando de alejarla con un gesto de rechazo, pero ya es demasiado tarde porque la gitana, aprovechando que mi madre ha abierto la mano para recibir el romero, aferra sus dedos como un pájaro de cetrería y antes de que pueda cerrar la mano empieza a leerle la suerte con palabras enigmáticas y un acento foráneo que llenan a mi madre de fascinación. Mi padre se impacienta nuevamente y toma a mi madre del brazo para seguir caminando, pero ella se ha quedado inmóvil, como las estatuas que la rodean, escuchando a la adivina que no cesa de parlotear como el agua de un arroyo entre las piedras.

Mi padre entonces se enfurece y dando media vuelta echa a andar a toda prisa cuesta abajo seguido por una bandada de cuervos que irrumpen graznando de pronto en el lugar. Mi madre hace un débil intento por seguirlo, pero la adivina la detiene en el acto con un ademán y prosigue inclinada sobre su mano parloteando admoniciones incomprensibles y abriendo cada vez más sus ojos de lechuza que van cubriendo toda la pantalla hasta que se quedan completamente fijos sobre mí. El terror me recorre como un reptil untuoso que trepa por mi vientre y cuando está a punto de llegar a mi garganta y estrangularme la voz empiezo a gritar las primeras palabras que se me ocurren para expresar mi terror; «no mamá no escuches a esa bruja embustera, no lo hagas, no permitas que te abandone papá».

El público irritado se vuelve entonces a mirarme y veo en cada uno de sus rostros multiplicados como setas los ojos alucinados de la hechicera que, de repente, ha pasado a ser la vieja que ha estado toda la película sentada a mi lado y que ahora, sacudiéndome del brazo con su zarpa de lechuza, me recrimina diciéndome con furia: «¿Se da cuenta de lo que está haciendo, imbécil, interrumpiendo cada dos por tres la película?, ¿es que no entiende que usted no existiría sin esta filmación?, ¿es que no entiende que en la vida hasta los sueños merecen atención?», y cuando trato de liberarme de su garra tenaz, me despierto de golpe en la fría madrugada de mi primer invierno en Madrid. No canta un solo pájaro que me ayude a espantar el miedo como aquellos que en mi lejano trópico saludaban con júbilo el amanecer y mi anciana madre está muy lejos, al otro lado del océano, pasando a esta hora las cuentas del rosario quizás para que yo pueda encontrar a este lado del mundo los sueños del porvenir. ■ ■


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