Autor: 1 julio 2009

Junichiro Tanizaki
Retrato de Shunkin
Traducción de 
María Luisa Balseiro
Siruela, Madrid, 2009

El período que va de 1868 a 1912 en Japón, el reinado del emperardor Meijí, supone la revolución más importante que ha vivido una sociedad para reformar su estilo de vida en los últimos siglos. El esfuerzo de todo un país por salir de siglos de aislamiento, marcados por una economía primaria y un sistema social feudal, y colocarse a la cabeza del continente asiático, como primera economía y gigante técnológico a escala mundial. Y esta revolución es tan importante no sólo por «a donde llegó», sino, y muy especialmente, por «de dónde venía». Japón se tenía por una primerísimo potencia en lo espiritual y en su forma de ver la vida, su organización, sus leyes, su sentido del honor, aún hoy están presentes en muchos aspectos de la vida de sus ciudadanos. Imagínense un país que en 40 años crea un sistema moderno de escuela y universidades, una red ferroviaria que atravesaba cada una de las principales islas, un sistema judicial próximo a los derechos humanos, hospitales, fábricas, barcos… cuando antes no existían ni las palabras ni los conceptos de universidad, tren, derechos humanos o tecnología. Pero lo que a nosotros nos interesa más es el lado espiritual y el hecho literario, que también sufrió una enorme renovación.

Últimamente se están traduciendo al castellano obras de dos de los narradores más importantes de aquel momento: Natsume Soseki y Junichiro Tanizaki. Y en ambos se da este afán innovador matizado por cierta desconfianza. En la introducción a Kokoro, la gran novela de Soseki, Carlos Arribas cita al autor que ya en 1892 escribía: «A menos que desechemos todo lo viejo y adoptemos lo nuevo, será difícil que alcancemos igualdad con los países de Occidente. Aunque hacerlo así va a debilitar el espíritu vital que hemos heredado de nuestros antepasados y nos podrá dejar inválidos». Soseki está considerado unánimemente el padre de la novela moderna en Japón. Últimamente se han editado Botchan y Sanshiro (ambas en Impedimenta) y se reedita con éxito Kokoro (Gredos, 1.ª ed. en bolsillo y 8.ª, en rústica).

No solo Soseki piensa así, Tanizaki, en su precioso ensayo El elogio de la sombra (Siruela), publicado originalmente en 1933, tras elogiar el esfuerzo de su país por alcanzar en pocos años a las principales potencias occidentales, escribe: «Pero esto no es todo: nuestro pensamiento y nuestra propia literatura no habrían imitado tan servilmente a Occidente y, ¿quién sabe?, probablemente nos habríamos encaminado a otro mundo nuevo completamente original». Sin embargo, nosotros creemos que cuando un lector occidental se acerca a los libros de Junichiro Tanizaki (1886-1965) se abre ante sí mismo un universo original y diferente al que está acostumbrado. La percepción del mundo y del amor, de un hombre a caballo entre las grandes tradiciones morales, entre dos mundos, lo tradicional y lo moderno, francamente opuestos, entre dos épocas cruciales para la vida de Japón.

La novela que más nos ha gustado de Junichiro Tanizaki es Hay quien prefiere las ortigas, editada en castellano por Seix Barral en 1963, aunque manejamos la edición de 2004. En ella un hombre se debate entre la vida occidental que va tomando fuerza entre los de su generación y la sociedad más tradicional, encarnada por su suegro y su joven y sumisa concubina. Para Tanizaki el debate, aunque tenga miras más elevadas, se centra en las relaciones amorosas que desea. En esta novela el protagonista está a punto de separarse de su mujer, a la que le permite tener una relación con otro hombre, aun viviendo en su misma casa. Frente a su mujer está la joven concubina de su suegro. Lo moderno frente a lo más tradicional. Esta permisividad del protagonista se encuentra también en el personaje de La llave (El Aleph, 2007), que originalmente se editó en Japón en 1956, donde es él mismo quien empuja a su mujer hacia su amante. Aquí es diferente porque el protagonista consigue placer de ello. Siempre se ha dicho que los personajes masculinos de Tanizaki son pasivos y muy tolerantes en las relaciones con sus mujeres, algo que no estaba bien visto en la sociedad japonesa. Sin embargo en este período de transformaciones había un concepto pro-occidental del amor, «rabu», según el cual los hombres son mortales que se enamoran perdidamente de diosas o musas. No hay ejemplo más claro de este tipo de relación que el que se nos ofrece en Retrato de Shunkin.

Ya son tres los títulos que Libros del Tiempo, de la editorial Siruela, nos ofrece de Tanizaki: La madre del capitán Shigemoto y El cortador de cañas (2008) y Retrato de Shunkin (2009). Las tres son nouvelles o historias breves en las que el narrador introduce sus digresiones, a veces con las fuentes, a veces con las opiniones sobre lo que nos va a contar o ya ha contado. El tema siempre es el amor y las formas diferentes de manifestarse. La última de ellas, la que nos ocupa, cuenta la historia de la instrumentista Shunkin, que tocaba el koro y el samizen, dos de los instrumentos más tradicionales del Japón, y del también músico Sasuke, su discípulo aventajado en el arte del samizen. El narrador, trasunto del propio autor, visita en un cementerio las tumbas de ambos, la de ella más alta y en mejor disposición que la de él: «Mirándola recordé cuán fielmente había servido Sasuke a su maestra, siguiéndola como una sombra y atendiendo a todas sus necesidades». A partir de ahí empieza una serie de disquisiciones con las que irá relatándonos sus vidas. La más tierna infancia de Shunkin, mujer de belleza excepcional, de talentos excepcionales para el baile (que muy pronto tendrá que abandonar por quedar ciega) y para la música. Sasuke, que había entrado de aprendiz en la droguería de los padres de ella, se queda maravillado con ella desde que la ve. Él tenía catorce años, ella diez; y desde entonces le dedica en cuerpo y alma todos y cada uno de los días de su vida. Para el resto de la sociedad serán criado y señora, o maestra y discípulo. Para los más íntimos, para ellos mismos: una hermosa y extraña historia de amor.

El autor aventura un par

de veces un cierto instinto sádico en ella: «Hay quien ha sugerido que tuviera inclinaciones sádicas, y que la enseñanza fuera sólo un pretexto para gozar de un placer sexual perverso». Lo cierto es que es obvio que desde el inicio ella era la señora y él se ocupaba en exclusiva de todas sus necesidades, incluso las más íntimas. También lo es que ambos gozaban con ello y que cuando, al final de la historia, las circunstancias económicas cambiaron y quizás él hubiera podido cambiar la situación a su favor, no sólo no lo hizo, sino que lo dio todo por ella, aún con más intensidad que antes.

Con 36 años, ella sufre una agresión que le deja su hermosísimo rostro deformado y no quiere que nadie, y menos que nadie Sasuke, se lo vea. Él ante la posibilidad de tener que dejar de servirla se quita a sí mismo la vista. A partir de ahí él tendría la dicha de compartir el sufrimiento de su maestra y de poder seguir sirviéndola. Ella, abatida por el gesto del que era su amante, se lo agradecería hasta su muerte, veinte años después. Él la sobrevivió unos años.

El otro personaje principal del texto es el narrador, que concluye así la historia: «Parece ser que cuando el sacerdote Gazan del Templo de Tenryu oyó contar la historia de la autoinmolación de Sasuke, elogió el espíritu zen con que había mudado su vida entera en un instante, convirtiendo lo feo en hermoso, y dijo que era casi la acción de un santo. Yo me pregunto cuántos de nosotros estarían de acuerdo con él». Un momento clave en la historia de un país. Lo moderno o la tradición. En todo caso, esta historia qué sería ¿moderna o tradicional?

Rafael Suárez Placido


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