Autor: 5 julio 2009

Santiago Beruete

«Chamfort sintió de modo angustioso que la búsqueda del éxito envilece la naturaleza humana. Había conocido a casi todos los hombres famosos de su tiempo, los había visto infelices y se preguntaba el porqué. No tenía dudas. Se habían vuelto infelices a causa de su pasión por ser célebres y los había visto morir tras haber degradado su carácter y su vida moral».

Giovanni Macchia

Cómo salir del anonimato

En España no hay buenas novelas en los cajones. Laura Góngora se complacía en repetir esa frase cada vez que alguien se lamentaba de las dificultades que encuentran los nuevos autores para publicar. Si alguien podía hacer esa declaración, era precisamente ella, que tenía su mesa de despacho sepultada bajo una montaña de libros inéditos. Como una prestigiosa agente literaria que era, no pasaba un día sin recibir por correo el manuscrito de algún desconocido que anhelaba salir del anonimato. Unos originales se hacinaban encima de los otros esperando en vano que Laura Góngora se dignase hojearlos. Hay que decir en su descargo que, ni dedicando a esa tarea todas las horas del día, hubiera podido dar lectura a ese ingente caudal de narraciones.

Cada vez que su mirada tropezaba con esa pila de papeles, no podía evitar pensar con una mezcla de ironía y compasión en sus autores. Si esos aspirantes a la gloria literaria hubieran sospechado el destino que aguardaba a sus escritos, muy probablemente hubieran renunciado a su vocación en favor de una actividad más rentable. Como parece lógico pensar que, a la larga, sucedía en la mayoría de los casos. Solo uno entre varios miles de escritores conseguía hacerse un nombre, y aún eran menos los que vivían de la pluma.

Pese a ser tan poco esperanzadora, esa realidad no parecía desmoralizar a los jóvenes y no tan jóvenes aprendices de narrador que confiaban en poder salir del anonimato gracias a la ayuda de Laura Góngora. A esta le hubiera gustado quitarles esa pretensión de la cabeza, pero, lejos de ello, devolvía las obras a sus autores, acompañadas de una breve misiva en la que, tras destacar los indiscutibles méritos del texto en cuestión, lamentaba no poder acceder a su publicación. El hecho de que no leyese esos manuscritos no le impedía, sin embargo, seguir alimentando la esperanza de descubrir algún día a un verdadero talento.

Bajo el influjo de ese pensamiento, no era raro que cediese a la tentación de hojear alguno de los cientos de originales que atesoraban polvo encima de su mesa de despacho. Por lo común, le bastaba leer las primeras páginas para desistir de su propósito inicial y cerrar el libro con la conciencia tranquila. Las cuatro o cinco veces que esa situación se repetía cada año, le permitían no solo confirmar su idea de que en España no hay buenas novelas en los cajones, sino también mantener viva la ilusión de llegar a descubrir alguna vez una obra digna de darse a conocer.

Quiso la fortuna que uno de aquellos días, Laura Góngora escogiese un manuscrito que, a diferencia de otras veces, sostuvo su atención hasta el final. Esa narración, que hubiese deseado no acabase nunca, la conmovió como hacía mucho tiempo no conseguía ningún libro. Cuando dio término a su lectura, se dijo que aquella era la oportunidad que había estado esperando.

Si bien ya había resuelto publicar esa obra, todavía no se había molestado en mirar la carta de presentación que acompañaba al original. No es difícil imaginar su sorpresa cuando, al conocer su contenido, descubrió que la identidad de su autor era un completo misterio. Contrariamente a lo habitual, ese manuscrito no había sido remitido por el interesado, sino por la persona que lo había encontrado, una tal Rosa Cadalso. Si no mentía, el libro había caído en su jardín desde lo Alto. A sabiendas de lo difícil que resultaba aceptar su explicación, esa mujer aseguraba haber visto con sus propios ojos cómo aquel legajo llovido del cielo aplastaba sus brotes de petunias. Y aunque en un primer momento se enfadó mucho, pronto se olvidó de las flores y se entregó a la lectura de esas páginas, que, incluso reconociendo no ser quién para juzgar, se le antojaban extraordinarias. El deseo de que sus semejantes pudieran disfrutar de esa obra, era, según Rosa Cadalso, la única y verdadera razón que la había impulsado a enviarla a una editorial.

Sin poner en duda los méritos literarios de esa novela, a Laura Góngora le costaba creer los hechos descritos en la carta. Pero tal vez porque la historia del libro era tanto o más fascinante que su propio contenido, no quiso dejar pasar la ocasión de conocer a Rosa Cadalso. A tal propósito la llamó por teléfono y concertó con ella una entrevista para dos días más tarde.

La remitente del manuscrito resultó ser una viuda, cercana ya a la cincuentena, de trato afable y un temperamento tan sensato como pragmático. Bastaba cruzar unas frases con esa vivaracha mujer para descartar la posibilidad de que la novela hubiera salido de sus manos. Por lo mismo, parecía más que improbable que fuera una embaucadora o una farsante. Ahora bien, el hecho de que Rosa Cadalso no encubriera aparentemente otras intenciones, lejos de esclarecer el misterio, contribuía si cabe aún más a aumentarlo.

Después de varias horas de conversación, Laura Góngora ya casi había desistido de conocer la verdad. Y si todavía no se había despedido de su interlocutora, no era tanto porque confiase en descubrir algún dato revelador sobre la identidad de ese anónimo escritor, como porque le agradaba la compañía de Rosa Cadalso. Aprovechando el clima de amistad que se había creado entre ellas, esta le hizo un relato de su vida, en el que no faltaron alusiones a su difunto marido y a las penurias económicas vividas tras su prematura muerte. Para salir adelante se había visto obligada, según le explicó en el curso del diálogo, a recibir huéspedes en su casa. Oyéndole hablar de sus tiempos como patrona, Laura Góngora se preguntó si alguno de sus alojados no sería el autor de la novela. Cuando la agente literaria le hizo saber sus conjeturas, Rosa Cadalso declaró que hacía más de diez años que había cerrado esa pensión y había abierto un pequeño negocio. Y, como si desvelara un secreto largamente acallado, comentó que había tomado esa decisión después de que uno de los inquilinos se hubiese quitado la vida.

Tal vez porque se trataba de la única nota disonante en una conversación que había discurrido sin sorpresas ni revelaciones, o porque presintió una oculta relación entre ese personaje de triste recuerdo y el misterio del libro, Laura Góngora se mostró interesada en conocer con más detalle el caso. A preguntas suyas, Rosa Cadalso describió al infortunado como un taciturno maestro de escuela, que pasaba las horas muertas encerrado en su cuarto y que solo muy de tarde en tarde recibía visitas. A medida que perfilaba el retrato de ese oscuro huésped, más plausible se hacía la sospecha de que se tratara del autor de la novela. Esa hipótesis pareció confirmarse cuando Rosa Cadalso comentó la honda impresión que causó, no tanto por su amargura como por su cuidada expresión, la nota dejada por el suicida.

En aquellos precisos momentos, el mismo pensamiento debió de cruzar por la cabeza de ambas mujeres, que, tras intercambiar una mirada de complicidad, interrumpieron su animada charla para subir hasta el aposento que antaño ocupara ese desdichado en el ático. Sin saber muy bien qué habían ido a buscar allí, pasearon la mirada por las paredes de aquella habitación con el techo abuhardillado y el piso de madera. Laura Góngora ya casi había renunciado a encontrar una prueba que confirmara sus suposiciones cuando, atraída por la vista que se tenía del jardín, se acercó a la ventana. Desde allí se veía con toda claridad el lugar donde se había estrellado el manuscrito. Fue precisamente al seguir la trayectoria vertical de la caída cuando sus ojos tropezaron con lo que parecía el vano de un antiguo balcón tapiado con ladrillos. Pero nada de esto le hubiera llamado la atención si no fuera porque, a esa altura de la fachada, parte del revoque se había desprendido y una cavidad del tamaño de un libro había quedado al descubierto.

Basándose en esos indicios, Laura Góngora supuso que, bien para preservar el manuscrito de la curiosidad ajena, bien con la intención de que alcanzara la posteridad, el furtivo autor de la novela se había servido de aquel escondrijo para ocultarla. Asimismo, no parecía exagerado pensar que, por cualquier motivo, ese legajo se había precipitado al suelo ante la atónita mirada de Rosa Cadalso. En ese punto de su razonamiento, la dueña de la casa comentó que había decidido condenar esa ventana después que el bueno de Emilio se arrojase al vacío. Casi más sorprendente que su revelación, fue la inesperada ternura con que pronunció su nombre. Laura Góngora no necesitó preguntarle para darse cuenta de que ese malogrado escritor había sido algo más que un huésped. Esto mismo le llevó a pensar que Rosa Cadalso había representado aquella comedia con el fin de ganarla para su causa y conseguir editar la novela de quien, según todas las pruebas, había sido su compañero sentimental.

Laura Góngora estaba demasiado abrumada por ese descubrimiento para pedir cuentas a Rosa Cadalso, quien se ahorró una larga explicación con solo decir: «Es una lástima que no vea su obra publicada». La agente literaria iba a quitarle esa idea de la cabeza cuando oyó una voz en su interior que decía: «En España no hay buenas novelas en los cajones».

La novela de una vida

«Nosotros tenemos, todos y cada uno, una narración interna, cuya continuidad, cuyo sentido, es nuestra vida. Podría decirse que cada uno de nosotros edifica y vive «una narración» y que esta narración es nosotros, nuestra identidad».

Oliver Sacks

Hay cosas peores que ser un escritor sin talento, tener una historia que contar y no hacerlo. Es necesario conocer la enorme dificultad que supone escribir algo original para apreciar al gran narrador que muere con David Ferrer. Si hubiera que buscar un título para el libro que hubiera podido escribir, cabría pensar en La novela de una vida. No en vano se complacía en repetir esa expresión cada vez que alguien le interrogaba acerca de los motivos que le habían impulsado a pasar buena parte de su vida conviviendo con algunas de las tribus más primitivas del planeta en un recóndito país conocido como Vanuatu.

La primera vez que oí ese nombre yo tenía dieciséis años y él acababa de regresar de una larga estancia en los Mares del Sur para reponerse de unas fiebres perniciosas. Su profesión de antropólogo le llevaba a realizar aquellos fabulosos viajes, que, a mis ojos casi adolescentes, le convertían en un personaje de novela. Tal vez porque le envolvía ese halo romántico, su figura ejerció un magisterio decisivo sobre mí. Oyéndole referir sus andanzas por aquellos apartados parajes, no solo descubrí la vocación de escritor, sino también que me faltaba audacia para seguir sus pasos.

Aun siendo consciente de que carezco de su espíritu aventurero, me alegra pensar que existen lugares sobre la faz de la tierra de los que todavía nadie ha oído hablar. Uno tiene la sensación de que, llegado el caso, siempre podría refugiarse allí. Impulsado por ese deseo de desaparecer del mapa, que todos hemos sentido alguna vez, y una insaciable curiosidad científica, el tío David regresó a Vanuatu tras una convalecencia de cuatro o cinco meses.

Si bien no le volveríamos a ver hasta pasados varios años, recibimos en distintas ocasiones cartas suyas. Aún hoy me basta con cerrar los ojos para admirar los sellos con extraños tótemes y máscaras que adornaban aquellas misivas. Recuerdo en especial una en que hablaba de los sanguinarios piratas malayos que asolaban las costas del archipiélago. Durante una de sus periódicas incursiones hicieron prisionero al tío David, que se salvó de una muerte segura gracias a un amuleto. Si hemos de creer sus palabras, ese objeto, además de protegerle de las amenazas de los enemigos, le permitía doblegar su voluntad. Aunque esa mentalidad supersticiosa no correspondía con la imagen que teníamos de él, tampoco nos hizo sospechar nada extraño.

Hubo que esperar a que, convertido ya en un famoso antropólogo, volviera a visitarnos para apreciar el cambio obrado en su personalidad. Costaba reconocer en aquel hombre cercano ya a los cincuenta años, de aspecto montaraz y larga barba canosa, con un hablar entrecortado y una inusual viveza en la mirada, al tío David. No solo parecía otra persona, sino que también lo era. Aun cuando su figura seguía ejerciendo una enorme fascinación sobre mí, ya no era posible reconocer en la expresión de su rostro la franca inocencia que yo recordaba. Su sonrisa fatigada y su mirada llena de recovecos contrastaban vivamente con el tono de cordial ironía que todavía caracterizaba su conversación. No hacía falta haberlo tratado mucho para darse cuenta que algo le preocupaba por dentro.

Igual que la otra vez, su visita apenas duró unos pocos meses, en los que, tanto en conferencias públicas como en conversaciones privadas, no cesó de denunciar la amenaza que suponía para los aborígenes de esas tierras, todavía vírgenes, la explotación indiscriminada de los recursos forestales. En no pocas ocasiones me hizo partícipe de su propósito de organizar a los jefes de las tribus en contra de las compañías madereras niponas. Pero, tal vez porque ofrecía un aire más propio de un sabio despistado que de un guerrero, siempre nos resistimos a creer que llevaría a cabo sus amenazas. Desde entonces, muchas veces he lamentado que no supiéramos, o no quisiéramos, darnos cuenta de la firme determinación que latía bajo sus palabras. No iba a ser poca nuestra sorpresa cuando, pasados algunos meses, leyésemos en la prensa que los primitivos habitantes del archipiélago de Vanuatu habían declarado la guerra al Japón.

Si bien solo se trataba de un despacho de agencia incluido a modo de relleno en la sección de Breves, todo hacía sospechar que el tío David se encontraba detrás de ese conflicto. A la luz de lo que sucedió después, no puedo menos que avergonzarme del aire entre divertido y orgulloso con que acogimos la noticia. Una vez más el nombre de Vanuatu producía el efecto de estimular la imaginación y hacernos olvidar la cruda realidad. Tal vez merezca la pena mencionar que varios millares de personas perdieron la vida durante los casi siete años que se prolongó ese conflicto. Desde que se declararon las hostilidades hasta pasados seis meses de la humillante paz que puso fin a los enfrentamientos armados, no volvimos a saber nada de mi tío David. No es preciso decir que, en ese tiempo, los medios de comunicación apenas se hicieron eco de la contienda y, salvo contadas fotografías, no se pudieron ver imágenes de lo ocurrido. Si a esto añadimos que nuestro país carecía de representación diplomática en los territorios de Vanuatu y la dificultad de contactar con alguien que poseyera información de primera mano sobre la marcha de los acontecimientos, se entiende que, pese a nuestros esfuerzos, no lográsemos dar con su paradero. Tampoco puede extrañar a nadie que, cuanto más tiempo pasaba, decrecieran nuestras esperanzas de volver a verle.

Durante ese largo paréntesis había tenido ocasión de licenciarme en la facultad de Derecho, entrar a trabajar en una fábrica, casarme y ayudar a traer un hijo al mundo, al que, en recuerdo de mi tío, bauticé con su nombre. El pequeño David había comenzado a dar sus primeros pasos cuando alguien, que se identificó como funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, nos comunicó por teléfono la grata noticia de que el antropólogo Ferrer se encontraba vivo. La alegría suscitada entre los parientes y amigos hubiera podido ser completa de no ser porque, por boca del mismo informante, supimos que se hallaba internado en un sanatorio para enfermos mentales del barrio londinense de Chelsea.

Después de las pertinentes comprobaciones y no pocos trámites, conseguimos que las autoridades competentes consintieran su traslado a nuestro país. Elegido para este cometido por mi familia, me desplacé sin pérdida de tiempo hasta Inglaterra a fin de sacar a mi tío David de ese sanatorio de mala muerte y traerlo de vuelta a casa, junto a los suyos.

Me gustaría decir que me alegró cumplir esta tarea, pero si lo hiciera faltaría a la verdad. Nadie que hubiera conocido a David Ferrer en sus buenos tiempos podía dejar de sentir una honda amargura al verle convertido en un viejo chocho, de aspecto desastrado y mirada perdida, que acentuaba si cabe aún más su desamparo. Solo entonces me di clara cuenta de lo que el susodicho funcionario había querido decir cuando, para aliviar la preocupación generada por su noticia, declaró que el señor Ferrer ni sentía ni padecía.

Claro estaba que, si ofrecía un aire impasible, no era tanto por desapego hacia el mundo, como porque había sacrificado su mente para sobrevivir al infierno de la guerra. Ignoro si participó activamente en la contienda, pero no cabe duda de que quedó marcado por sus horrores para siempre. En nada se advertía mejor el cambio obrado en su interior que en su impenetrable mutismo. Parecía encerrado en una urna de cristal, tan ajeno al mundo que le rodeaba como indiferente a su propio destino. Aunque la vida le hubiera ido en ello, no hubiera movido un solo dedo o pronunciado la más mínima palabra. Tanto era así que ni se inmutó cuando le anuncié mi intención de acompañarle de vuelta a España.

Eso fue a finales del año pasado. Desde entonces y hasta el día de su muerte dejó transcurrir la mayor parte del tiempo sentado en una butaca, sin mudar de semblante ni compartir sus pensamientos. Cuesta imaginar un final más triste para alguien que había sabido granjearse tanto la confianza de las últimas tribus de caníbales como el reconocimiento de la comunidad científica. No acababa tampoco de acostumbrarme a la idea de que la persona que había dejado una huella más profunda en mi memoria vegetase en un rincón del cuarto de estar. Únicamente el pequeño David conseguía sacarle de su estado de ensimismamiento y arrancarle algunas palabras, por lo general en una lengua que escapaba a nuestra comprensión.

En las raras ocasiones que oía el sonido de su voz, acudían a mi mente recuerdos de infancia. Y por un momento me parecía que estaba viendo al tío David con treinta años menos mientras me contaba las proezas de los hombres pájaros o las raras costumbres de los monos aulladores. Me apenaba pensar que aquellas historias que habían hecho las delicias de mi niñez, se pudieran perder para siempre. No pocas veces me tentó la idea de verterlas al papel antes de que se borraran de mi memoria. Pero, por pudor o respeto, nunca osé intentarlo en vida de mi tío, quien todavía iba a demorar dos años más su marcha definitiva de este mundo. Ahora que ya ha muerto, tal vez sea el momento de sentarse a escribir su historia. ■ ■


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