Autor: 21 julio 2009

Paul Brito Ramos

Me llamó un amigo para levantar pesas en su casa. Me puse una pantaloneta y una camisilla, y salí. La noche estaba cayendo y ya la gente comenzaba a meter los mecedores. Creo que nadie pensaba en levantar pesas a esa hora.

Cuando llegué, mi amigo ya estaba sacándolas. Me saludó con un gruñido. Vestía solamente una pantaloneta amarillenta y un cinturón negro, de obrero de fábrica; calzaba unos apaches rotos, sin medias. Le ayudé a sacar las pesas y sacamos también la mesa de los ejercicios, que estaba remendada por todos lados. Puso música en una grabadora vieja y comenzamos a estirarnos y a calentar los músculos que parecían petrificados. Él acababa de llegar del trabajo. No comía hasta que no hiciera ejercicios; se dedicaba a ellos con una urgencia frenética. Era oficinista en una empresa de teléfonos. Aunque alto y fuerte, tenía el cuello largo, la cintura estrecha y unas pantorrillas infinitas. En el barrio decían que era un «esqueleto con músculos».

Llenamos la barra con los discos más pesados y comenzamos a hacer sentadillas. Luego siguió un ejercicio masoquista al que llamábamos «¡Dios mío, ayúdame!»; poníamos las piernas en forma de tijeras y, con la barra atravesada, flexionábamos la pierna delantera; era como si nos estuvieran extrayendo los riñones, pero lo creíamos necesario. A este ejercicio le sucedían unas cuantas flexiones de pantorrillas, pero no insistíamos mucho porque las teníamos atrofiadas. Luego ejercitábamos los hombros, que son los músculos más perezosos y vulnerables del cuerpo. Hay que trabajarlos cuando no se ejerciten otros músculos cercanos; si no, se cansan muy rápido; son unos músculos traicioneros. Y por último, los trapecios. Hicimos nada más un ejercicio al que llamábamos «Qué me importa».

Concluida la sesión, volvimos a meter las pesas. Las guardábamos en el patio. Samir ya estaba en toalla a punto de bañarse. Le pegó un manotazo en las nalgas a su abuela y, a cambio, recibió un cocotazo. Mientras se sobaba, me dijo que esa noche tenía una fiesta y quería que yo lo acompañara. Al igual que con las pesas, no opuse objeción.

Mientras recorría el corto trayecto hasta mi casa, el viento me secó el sudor del rostro. Sentía la cabeza limpia y clara, y todo me parecía nuevo: las casas con las puertas abiertas, los niños jugando en las terrazas. Había música, risas y grititos alegres: era viernes.

Entré a mi casa y escuché a mi mamá silbando en la cocina. La saludé y me mandó un beso con la mano. Me dijo que iba a salir. No le pregunté adónde. Pregunté mejor por mi hermana y me dijo que no había llegado aún. Quedó satisfecha por mi interés. Cogí la toalla y me metí en el baño. El chorro me dejó totalmente despejado. Me coloqué ropa limpia y salí.

Era temprano todavía, así que pasé por la tienda de la esquina y pedí una bebida energética. El sitio olía a refrigerador averiado, a carne cruda y a queso rancio. Detrás de los mostradores sucios se atiborraba el género hasta el techo. Había obreros hablando a gritos y bebiendo cervezas, muchachas de servicio haciendo la compra para el día siguiente y niños en chancletas comprando cocacolas en bolsas. La tienda la atendía un hombre seboso de más de cuarenta años con una cachucha mugrienta sobre una frondosa cabellera. Tenía los ojos siniestramente rasgados y la mejilla taladrada por unos pelos tiesos y dispersos que parecían púbicos.

Terminé la bebida y subí hasta la casa de Samir. Lo encontré molestando a su abuela, como de costumbre. Le gustaba molestarla, era su forma de quererla, y ella se quejaba, pero también le gustaba. A veces le robaba besos en la boca y ella lo perseguía por toda la casa para pegarle con un periódico. Parecían marido y mujer. Yo me quedaba a veces contemplándolos por la ventana hasta que uno de los dos me sorprendía.

A aquella señora de setenta y pico años de edad le gustaba mucho el ron. Samir me contaba que todos los días, apenas se levantaba, hacía buches con una botella que guardaba en su armario. «¡No sé cómo le puede gustar esta mierda a los hombres!», exclamaba arrugando el rostro y tragándose el buche. Samir era vulgar y descarado con ella; le gustaba incitarla, buscarle la lengua. Una vez le dijo: «Abuela, no te imaginas lo rico que es comerse un coñito». Y ella respondió impasible: «Y eso que no has probado la verga».

En una ocasión que cumplía años y la casa estaba repleta de familiares y amigos apareció un señor de pueblo con sombrero y vestimenta fúnebre. Traía un gesto severo y llevaba un sobre en la mano. Buscaba a la abuela de Samir. Ella lo llevó aparte y lo escuchó atentamente mientras abría el sobre. Terminó de ojear el papel y despidió al hombre con unas palmaditas en la espalda. Todo el mundo quedó intrigado, pero la abuela de Samir despachó el asunto rompiendo el papel. «¡Que siga la fiesta!», gritó y volvió a empinar la botella de ron. Al día siguiente se supo qué decía el papel: una de sus hermanas había muerto.

Me fui con Samir. Cogimos el autobús unas cuantas calles abajo. Samir estaba más alegre que de costumbre. Me dijo que me iba a presentar a varias mujeres; conocía a muchas y siempre estaba enredado con dos al mismo tiempo. A mí me gustaba estar con él, pues era diferente a mí y era el único amigo que tenía.

Me preguntó por Claudia. Siempre me preguntaba por ella. Lo hacía para auscultarme, para medir mi despecho. Le dije que no la veía hacía varias semanas.

Íbamos en un autobús destartalado que parecía que se fuera a desbaratar en cualquier momento. Teníamos que levantar demasiado la voz para escucharnos. Por dentro, el bus parecía una casa de citas con luces de colores y cortinas rojas colgando de las ventanillas. Corría a toda velocidad y no se detenía en las paradas. El chófer constantemente nos escudriñaba por el espejo retrovisor con una mirada dura y cansada.

Samir me dijo que había visto a Claudia la otra noche: «Iba abrazada con un tipo. Olvida ya esa mujer, no te conviene». Le dije que en cierto modo ya la había olvidado, que me hastiaba su imagen repetida, viciada, pero que al mismo tiempo era una referencia obligada en los momentos de aburrimiento y apetencia.

—Lo que necesitas es otra mujer.

—El otro día estuve con una, no sé si sea eso lo que necesite.

—Cuidado te vas a volver marica.

Me reí. Creo que hacía días no me reía, porque se me crisparon los músculos del rostro.

Llegamos a nuestro destino. El autobús pegó una frenada repentina y nos escupió al andén. Se fue solo, sin ningún pasajero. No creo que recogiera a ninguno más. Entramos a una casa enrejada, precedida por­ un vestíbulo largo que parecía un túnel. «Hubiéramos traído una patineta», bromeó Samir. La cumplimentada se llamaba Luci. Samir le entregó un CD de regalo. Atravesamos toda la casa para llegar al patio. Ya estaban dispuestas las sillas plásticas y un equipo de sonido chillando a todo pulmón. No había mucha gente, pero se esperaban más.

Al poco tiempo no cabía un alma. Samir sacó a bailar a una morena maciza de ojos verdes.

—¿Y tú por qué no bailas? —me preguntó.

—Estoy frío —le dije—, no hubiéramos hecho pesas hoy.

—Empieza con las maluquitas para calentar.

Yo empiné mi vaso de ron. Me sentía tranquilo; no sentía la necesidad de bailar enseguida. Tampoco me acuciaban las ganas de conocer mujeres. Vi que Samir ya no estaba bailando con la morena; ahora estaba al lado de los músicos con una guacharaca en las manos. Sabía tocarla muy bien y se estaba luciendo; la gente lo aplaudía.

Al poco tiempo pensé que tampoco era bueno quedarme sentado bebiendo indefinidamente, pues iba a terminar mareado. Así que me levanté para ir al baño, aunque todavía no tuviera ganas de ir. Había una pequeña cola detrás de una puerta. Detrás de mí se plantó una mujer que no había contabilizado antes. Vestía de negro, tenía una mirada fría y desprendía un aroma a tierra húmeda. Me llegó el turno para entrar al baño. Derramé unas cuantas gotas de orín y me miré en el espejo. Ya comenzaba a caérseme el ojo derecho. Salí pero ya no estaba la mujer. Recorrí el vestíbulo y luego la sala revisando detenidamente los rostros de las mujeres, pero no la veía por ningún lado. La busqué también en el patio: había desaparecido.

Samir comenzó a azuzarme para que sacara a bailar a una mujer que estaba sola al otro lado del patio. Algunos amigos se dieron cuenta de su insistencia y se le unieron. De pronto estaba rodeado por cinco o seis tipos azuzándome para que bailara. Yo me negué rotundamente, cruzándome de brazos. En eso la morena maciza de ojos verdes se me acercó y me invitó a bailar. Seguramente Samir la había enviado. Bailaba suavecito, como si tuviera ruedas en los pies. Me excité entre roce y roce, y ella seguramente sintió mi turgencia, pero no se incomodó.

Más tarde, cuando la fiesta estaba saldada, Samir me pidió que nos fuéramos. Por la forma ladeada como me miraba, deduje que estaba borracho. Buscamos a la cumplimentada y nos despedimos. Una vez fuera nos quedamos mirando la calle vacía. No pasaba ningún taxi. El aire denso de la noche me sofocó. Caminamos hasta una calle principal bajo el brillo nervioso de las estrellas y tomamos el primer taxi libre que vimos. Lo conducía una mujer de cejas espesas y oscuras. Samir estaba tan ebrio que ni siquiera se dio cuenta de que era una mujer. «Muy amable, señor», le dijo cuando nos bajamos.

Lo llevé hasta su casa para cerciorarme de que entrara a la correcta y encontramos las luces de la sala encendida. A la abuela de Samir nunca se le olvidaba apagarlas. A Samir se le quitó la borrachera enseguida. La buscamos en su cuarto y en los otros cuartos, pero no la vimos. Tampoco estaba en el baño. Finalmente la encontramos en el suelo de la cocina, despatarrada, con los ojos abiertos. Samir se arrodilló y levantó su cabeza algodonada. Le puso el oído en el pecho y comenzó a llorar convulsivamente. Le besaba la boca pálida y abierta, y le olisqueaba obsesivamente las manos y los dedos.

Yo me senté en la mesa de la cocina y me serví un vaso de agua. Le pregunté si quería que llamara a alguien, «a la policía, a una ambulancia, no sé a quién se llama en estos casos». Me contestó que no llamara a nadie, que quería quedarse un rato más con ella. Se dedicó a acariciarla y a besarla meticulosamente, como se besa o se mima a un recién nacido.

Me pidió que la cargáramos hasta su cuarto. Él iba delante como cuando cargábamos la mesa de los ejercicios. La acostamos en su cama y Samir me pidió que saliera un momento. Cuando volví a entrar, la anciana estaba peinada cuidadosamente, tenía la cara empolvada, los labios pintados y el cuerpo enfundado en un atuendo de fiesta, el mismo que usaba cuando cumplía años. Pero seguía con los ojos abiertos.

—¿No le vas a cerrar los ojos, Samir?

—No, todavía no.

Examiné el traje festivo y de repente me acordé de todas las mujeres que había visto en la fiesta, en especial la que estaba vestida de negro, pues en ese momento casi podía oler su perfume de tierra húmeda. Me acordé también del chófer del autobús y su mirada dura y cansada, pues era la misma mirada que tenía ahora la abuela de Samir.

—¿Por qué no le cierras los ojos a la vieja? —insistí.

—No, todavía no —repitió.

Se había acostado a su lado y la abrazaba. Cogí la silla del tocador y me senté para seguir observando. «De eso se trata la vida —pensé—, de ir observando… Pero la abuela de Samir está muerta —me dije—. Hay que cerrarle los ojos cuanto antes». Y esperé que Samir se durmiera. Cuando estuve seguro de que lo había vencido el cansancio, me acerqué a la cabecera de la cama y realicé ese sencillo acto de compasión que es cerrarle los ojos a un cadáver. Los dos quedaron con los ojos cerrados como si estuvieran dormidos, como si estuvieran muertos. Sólo entonces salí y fui a llamar a la casa de al lado, porque no sabía a quién llamar en estos casos.

El aire puro de la mañana me encandiló. No había en el cielo un solo grumo de nube, una sola mancha, un solo residuo de la noche anterior. Llegué hasta la casa vecina y llamé, pero nadie acudió. En las otras casas los viejos comenzaban a sacar los primeros mecedores de la mañana. Me saludaron con mucha cordialidad, como si me acabara de levantar y fuese al trabajo. No tuve ánimos de informarles sobre la muerte de la vieja.

Caminé hasta mi casa y me encerré en mi cuarto. Me costó cerrar los ojos. ■ ■


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