Autor: 21 julio 2009

Javier Almuzara

LA CIUDAD DE LOS MILAGROS.

Dice Félix de Azúa que después de una semana en Nápoles, hasta Estambul le parecería sereno. Graham Green va más lejos, afirmando que Nápoles es la única ciudad oriental que carece de barrio europeo. Esa gran frase, como todas las de su especie, esconde al menos una pequeña mentira. Es verdad que los mercadillos tienen aire de zoco descabalado, que los napolitanos hacen vida de calle en indolentes corrillos, que los semáforos o no están o no se respetan, y que en algunas iglesias se practican cultos de rito bizantino, pero ese pintoresquismo orientalizante no se puede extender al muy burgués y europeo ambiente de ciertos barrios, como el que luce los lujosos escaparates de Via Toledo.

Supongo que esa impresión abigarrada de Félix de Azúa en La invención de Caín se debe sobre todo a la barahúnda del tráfico. Que en una calle de cuatro carriles quepan seis coches, alguna que otra moto y dos o tres peatones en fondo es un milagro digno de San Genaro. Pero los prodigios tienen sus límites, como la magia sus trucos. El patrono de Nápoles llega a licuar su sangre tres veces al año. Descongestionar el tráfico es algo que excede al parecer sus divinas potestades. Montesquieu sospechaba incluso de ellas, suponiendo que el relicario milagroso era una especie de termómetro. La licuefacción obedecería solo a un cambio de temperatura producido por el fervor ambiental, las innumerables velas encendidas y las crédulas manos sudorosas del sacerdote. Hombres de poca fe.

El caos circulatorio napolitano es desde luego proverbial y, como todo caos, tiene reglas no escritas. En este caso, la ley del más fuerte. Y el más fuerte es el más débil, valga la paradoja. Los peatones en Nápoles son como las vacas sagradas de la India. Todo el mundo los respeta porque nadie puede pasar por encima de ellos (literalmente). Solo así se explica el aire de retadora parsimonia con que se enfrentan a la selva del tráfico cotidiano.

En esa típica gestualidad italiana resuena a menudo el clásico griterío español, aunque desde luego resulte mucho menos molesta. Yo fui testigo de una discusión a gestos, y muy subida de tono. Excuso decir que no corrió peligro alguno la integridad física de los interlocutores. Era el cauto e inocuo «que me sujeten, que lo mato». Mientras contemplaba a los histriones de la escena, recordé aquel hipertrófico soneto de Cervantes que se despide con el inofensivo y teatral fanfarrón de turno: «Caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada».

Todo es espectáculo y exhibición. En Nápoles todo da a la calle; la ropa tendida a secar y la soleada conversación. Todo está expuesto al público. Como siempre estuvo, empezando por el remoto monarca que se hacía ver desde cualquier localidad del Teatro San Carlos. El milagro lo obraba un cortesano espejo orientado hacia el asiento real en todos los palcos. También en la república reina hoy la vanidad, y los jóvenes napolitanos, monarcas del tiempo que exhiben su casta motorizada por los teatros de las plazas, parecen reflejarse en el mismo espejo de presunción. Incluso nosotros, monarcas coronados por la gracia de la música que resuena en la caja armónica del San Carlos desde 1737, sentimos la orgullosa plenitud del arte que nos regala un simulacro de eternidad por unas horas.

Bien mirado, todo es eterno mientras dura. También el amor, ese reino donde estar y en torno al cual se borran los caminos. Lo dijo memorablemente la inolvidable Gloria Fuertes. Las farolas del Lungomare tienen su base trenzada de cadenas. El hábito es reciente, y se inspira en la novela de Federico Moccia Ho voglia di te. Las parejas graban su nombre en un candado y arrojan al mar la llave. Cuántas ilusiones ahogadas con el sello de su unión definitiva. Paseo taciturno y libre de cadenas recordando unos versos de Antonio Botto: «Dicen que la vida es breve. / Cabe en ella un amor eterno, / y aún sobra tanta vida…» Me entretengo en ojear las señas de los esposados mientras me pregunto si seguirán presos en un nombre que aún ilumina su cárcel de amor. Cuando llego a Antonella y Mario la farola se enciende. Los milagros más hermosos suceden aquí, y saben cuándo entrar en escena. Me alejo pensando en los que ya hicieron mutis por el foro y rumio disconforme mi propio consuelo: Haber sido feliz no es una escasa renta para seguir viviendo.

Al fondo se yergue bifronte la mole del volcán más famoso. Y yo evoco a Víctor Botas, envuelto en el humo pensativo de su pipa, dando forma a los relatos de El humo del Vesubio al tiempo que deambula por las calles de Pompeya, esa ciudad literalmente renacida de sus propias cenizas. Como ella, el autor de Historia antigua murió una vez para ser definitivamente inmortal. Es un milagro digno del arte irónico y prosaico de Víctor Botas que la gris ceniza del volcán ya dormido preservara los vivos colores de la Villa de los Misterios. Qué lección de arte natural. El Vesubio no pretendió destruir este lugar (de hecho no lo hizo), sino arropar con su manto de lava el sueño eterno de Pompeya. Y ahora paseo mi asombro de siglos por las mismas calles de la ciudad donde Plinio el Viejo quiso dar fe del prodigio.

AMOR A ROMA.

La eternidad se hizo añicos en Roma. Qué mejor símbolo de nuestros sueños rotos, del inútil combate contra el tiempo, que las huellas a flor de piel de su heroica resistencia en la vencedora del mundo. ¿Y qué excepción cabe entonces a la unánime derrota? Pero ese demorado asesino prolonga el espectáculo de la agonía y a menudo concede, en su indolencia destructora, la ilusión de la inmortalidad. Roma se sucede a sí misma en la mismísima Roma. No a la manera de Pompeya, cuyo reloj detuvo el súbito despertar de la tierra. Todavía conmueve intuir el estruendo que dio vida a ese silencio. Roma no murió de una vez para vivir siempre en ruinas, sino que se fue sobreviviendo. Para vivir miles de años es necesario morir muchas veces mucho, y enterrar el pasado, y alzarse sobre sus propias huellas. Toda ciudad con historia es una huida hacia arriba, sobreviviendo naufragios, con la cabeza a flote; una muda continua que renueva la superficie al gusto de cada época y guarda como un tesoro las joyas heredadas. A Roma siempre le sentaron bien los afeites de cualquier tiempo pasado, pero nunca fue mejor que cuando fue aquella loba nutricia, la noble matrona del Lacio.

Las ruinas humanizan a la ciudad eterna y endiosan al fugaz viajero que, como la princesa del guisante, pierde el sueño por los mínimos vestigios de las capas más remotas. A Quevedo le impresionó, con la misma emocionada lucidez que a Ronsard y Joachim du Bellay, el contraste entre la dureza resquebrajada del remoto Imperio y la huidiza permanencia del dominio natural: «¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura, / huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura». A Miguel d’Ors la vista de Roma le abrió los ojos a la caducidad: «Esto es vivir: un porvenir de polvo, / la chispa que sucumbe en el oscuro / reino de la ceniza».

En el espejo de Roma todos vemos nuestras propias cicatrices, ennoblecidas por la presencia de un tiempo casi inconcebible y el arte de la ausencia que solo el tiempo puede concebir. Víctor Botas lo recordó en el Museo Vaticano contemplando aquella estatuilla de Venus tan ajustada en todo a los antiguos cánones de la Hélade: «Era / muy hermosa, en verdad. / De cualquier modo / no estoy nada seguro de si habría / hablado de ella aquí / de no haber sido / por sus dedos ausentes / y su rodilla rota».

Ni el tiempo es el vencedor de Roma (por ahora), ni Roma la vencedora del mundo (desde hace tiempo). Otro más alto dios, simbolizado en aquella imagen quebradiza, impone su ley (para siempre). Goethe lo conoció allí, e hizo inolvidable su deslumbramiento: «Roma es el mundo entero; pero sin el amor / el mundo no sería el mundo, y Roma no sería Roma». Fausto entregó su alma por un oscuro y romántico anhelo de absoluto. El cuerpo de la misteriosa Faustina le entregó a Goethe el amor del clasicismo en la luz de Roma.

Otro romántico de hechuras clásicas vino a morir al amor de esa luz. Aquel poeta, que a los veinticinco años ya había hecho lo suficiente para que la muerte no tuviera la última palabra, afirmó a ciencia cierta que algo bello es una alegría para siempre. El rincón que ocupan los restos de John Keats en el Cementerio Acatólico, junto a la pirámide de Cestio, era para Oscar Wilde el lugar más sagrado de Roma. Esa mínima pizca de polvo inestimable seguirá cantando como el ruiseñor que oyó en las altas ramas de sus versos. Siempre queda algo donde la belleza lo fue todo.

La primera vez que fui a Roma creía estar de vuelta de Roma, y la ciudad le dio la vuelta a mis expectativas. Literalmente. Vi su nombre reflejado en una cristalera del aeropuerto. El amor constante de la poesía por la ciudad eterna me había mostrado antes la imagen de Roma, y ahora la ciudad era la imagen del amor. «Dale la vuelta / a la palabra Roma. / Saldrá un dios loco», advertía, no sin cierto reverencial temor divino, un haiku de Víctor Botas. Con ingenuo deslumbramiento vi en ese palíndromo una lección vital. Si las ruinas humanizan a Roma, el amor ennoblece a las ruinas; las hace habitables, y le da sentido a la belleza hueca del pasado. Una belleza tan abrumadora que embota los sentidos y no deja ver lo que se ve. Ese es uno de los peligros que acechan al caminante en Roma (y no el menos grave) a los ojos de Alberti: «Si tanta admiración por tanto arte / le sirve a Roma para devorarte, / pasa por Roma como pasa el viento».

Nunca paso de largo sin rendir visita a la casa de todos los dioses, cuyo único inquilino actual pasa desapercibido entre los turistas. Con la mirada fija en el luminoso asombro de la cúpula, vuelvo a Alberti: «Confiésalo, Señor. Sólo tus fieles / hoy son esos anónimos tropeles / que en todo ven una lección de arte. / Miran acá, miran allá, asombrados, / ángeles, puertas, cúpulas, dorados… / y no te encuentran por ninguna parte».

Roma es la vida impura que se confunde con el arte destilado. En un puesto de la Plaza de San Cosimato, Martín López-Vega encontró y perdió una fruta sin fecha de caducidad: «Pasarán los años y no faltarán sus colores, / la felicidad traducida por la luz / —aunque un día faltarás tú, / único fruto imperecedero de esta mañana».

Los mitos inmortales encarnan el triunfo del amor, y en el amor siempre se encarnan los mitos inmortales. El de Apolo y Dafne le sirvió a Víctor Botas para contar la más hermosa historia de amor vivida en Roma. Una historia sin final porque no tuvo principio. Entre glorias vencidas e indistintas miradas, la eternidad en Roma es el amor que pasa.

El inagotable espectáculo de Roma me ofrece también a mí la más hermosa ilusión de eternidad. «El amor y su radiante rosa hiriente», que diría Abelardo Linares. Una pareja se demora degustando la fruta de su felicidad. Y yo me alejo conmovido por esa otra Roma que me saludó con una sonrisa la primera vez y ahora me dice adiós con un beso. A cambio le dejo estos versos que cantan con disimulada emoción lo único que importa, lo que se pierde.

amour de loin

Yo conocí ese cielo de dos plazas
cuando estábamos solos en el mundo
y sin embargo no faltaba nada.
El fruto de la ciencia más sabrosa
fue amargo, y hoy, pie a tierra del exilio,
los veo en la distancia de su gloria.
Viven como si fuesen inmortales.
Se aman y confunden. Se hacen uno
en apariencia solo invulnerable.
Toman su plenitud por una suerte
de inmunidad perpetua. Están seguros
a ciencia cierta (el corazón no miente).
Su destino es la dicha compartida.
Se aman y confunden. Con el tiempo
todos los besos son de despedida. ■ ■


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