Autor: 12 julio 2009

Alejandro Bekes

Por la ventanilla del avión veo algo que sólo puede ser la costa de África. La playa blanca aparece y desaparece entre las nubes. África, cuna del hombre. Apenas un retazo lejano, desde once mil metros de altura. A lo lejos, unas montañas nevadas. ¿La cordillera del Atlas? Seguramente. Las montañas nevadas que sostienen el cielo. Sólo Hércules hubiera podido relevarlas de ese eterno trabajo, y solo por un instante. El peso del cielo es excesivo aun para un superhombre. El peso del cielo… Aquello parece una ciudad costera. La mítica Casablanca, quizá. Tócala de nuevo, Sam. Si ella puede soportarlo, yo también. Todo se difumina al fin y se borra bajo una capa densa de nubes. Por los desgarros de la capa, bien abajo, brillan al sol las olas del Atlántico.

Madrid. Por fin queda atrás el infinito fastidio del aeropuerto y de las estaciones del Metro, y llego, exhausto, a mi alojamiento en la calle de Chinchilla, un callejoncito a metros de la Gran Vía. Voy a comer (y ya está bien pasada la hora, han de ser casi las cuatro) a un comedor gallego que se llama Cabo Finisterre. El vino casero está bueno, es fresco y rojo. En una vitrina, frente a mi mesita, hay una ordenada, primorosa colección de botellas. Una reza: Cilantro. No tengo idea de lo que puede ser, pero el nombre me evoca algún borroso texto clásico. Otra, en mal latín: Peccatum venialis. Otra: Duque de Alba. Todo parece ser viejo aquí, en la calle de Chinchilla, incluida la pensión donde voy a dormir, incluida la dueña de la pensión, incluida mi inveterada nostalgia de todo y por todo.

Salgo a caminar un poco, antes que el cansancio del viaje me derrumbe en alguna cama, cualquiera sea ella. Por la Calle de la Victoria se llega a un rincón donde se reúnen, se apelmazan, las tabernas y los tugurios pintorescos, alegremente típicos, algunos hasta andaluces; pero ante su franca alegría los recuerdos me toman por asalto y me aturden hasta el desgarramiento. ¿El tiempo pasa, pues? ¡Cuántos amores vagan agónicos por estas calles de Madrid, por esta ciudad que una vez tuve tan metida en el alma! Ahora la veo casi ajena, la siento fría, levemente hostil incluso… O acaso sean mis fantasmas los que no me perdonan que haya vuelto solo. ¿Qué haces aquí?, me dicen. ¿Creíste que vendrías impunemente a visitarnos?

El pasado es un abismo insondable y de mirada hipnótica; el vértigo que produce se parece a un violento espasmo de tórax; los pulmones no saben qué garra los oprime, el diafragma se contrae y distiende, las lágrimas saltan por los ojos sin previo aviso y las ganas de morir de una vez nacen de los pies cansados del caminante, lo arrojan de cabeza al pánico de haber sido. Todo es un tango, amigo; basta salir de tu tierra para que te vuelvas un argentino irremediable. Madrid, capital de todas las ausencias, en este sábado de abril pordiosero que ni asomo tiene de su presunta primavera.

Domingo, luz ambigua de cielo entre nublado y un frío no muy abrileño. Me despiertan recuerdos más próximos, anhelos de una mujer que se ha quedado tan lejos y que está tan cerca. Pero aquí estoy, y el Prado me espera. Una multitud entra conmigo, aprovechando, como yo, las tres horas gratuitas. Me recibe a la entrada este Retrato de enano de Juan van der Hamen. Terrible criatura: ¿caricatura de un rey? ¿Caricatura de un ego monstruoso? El mío es así, sin duda: el reyezuelo contrahecho y patizambo, la vanagloria ataviada de este reino de pacotilla que lleva mi nombre. Su ropa elegante de terciopelo verde abona falsamente ese cuerpo triste, sobre el que se alza una cabeza soberbia, sórdida de petulancia, como la de quien fuese a gobernar un miserable rincón, una pocilga infame que él considerara sin más el mundo entero. Sostiene en su diestra un oscuro cilindro que acaso contenga decretos irrisorios; la siniestra se apoya en el pomo de una espada envainada, demasiado grande para él. Me hace mal esta perfecta imagen… Salgamos de aquí.

¿Por qué me detengo siempre ante la Trinidad de Ribera? No creo que haya cuadro más patético. Un Dios vivo, un Hombre muerto y una Paloma imbécil. La tragedia de la Creación. Dios Padre está triste, como si supiera desde toda la eternidad que debía pasar esto y no hubiera hecho nada para impedirlo. Está triste, porque se sabe culpable… ¿O qué me dice ese rostro viejo y derrotado, estérilmente autoritario, fatigado de su vano e inapelable poder, de su cacareada omnipotencia que no sabe remediar ni una brizna de la desgracia del mundo? (Alguien dijo que los molinos de Dios muelen lentamente, pero hasta el último grano; si es así, no es el Dios de José Ribera el dueño de esos molinos.) Acaso este dice: «Mírenme, miren lo que le han hecho a mi Hijo». Pero fue Él quien se lo hizo. Él entregó a su Hijo a la tortura, al escarnio, a la humillación, a la crucifixión y a la muerte. ¿En esas manos estamos? ¿Ese ejemplo de padre se nos propone? Alrededor del trágico grupo, pululan rubias cabecitas de ángeles que no tienen ni idea.

De una sala a la otra, indolente, fatigado. Me duele un poco la cabeza, lo admito. Me quedo un largo rato y duramente lloro ante el retrato del bufón Sebastián de Morra. Luego camino unos pasos y sonrío ante la Bella Durmiente de Lord Leighton. No puede haber contraste mayor. Allá el enano triste, el deforme sirviente del Infante don Baltasar Carlos, del bello príncipe cuya imagen de niño a caballo alegraba mis días de niño. Acá, la muchacha dormida, el esplendor de la forma femenina apenas velada, el rubor de la siesta al sol de junio, el placer que anhela prodigarse y perpetuarse, y allá al fondo, como en el verso de García Martín, «el fulgor de las aguas de un perpetuo verano». El enano, un mudo, un elocuente grito mudo de angustia incomparable, lanzado desde el fondo de los siglos por el pincel brujo de Velázquez. La muchacha dormida, nada, nada más que la pura vida: sugestión y belleza de lo que el instante puede darnos… El espectador, por su parte, siente además el dolor de su cintura y la dualidad de su humano corazón.

Las inmediaciones del Palacio Real palpitan siempre música. En un escaparate —hace años me encontré en esta casa con una versión casi erótica de la Pasión según San Juan— leo estas frases que me alivian del peso de las calles y aun de los años. La primera, de intuitiva raíz platónica, dice: «La música es la mediadora entre los sentidos y el espíritu». Beethoven. La segunda: «La música es la forma de arte más perfecta porque no puede revelar nunca su último secreto». Oscar Wilde. La tercera afirma que un hombre, Richard Wagner, escuchó una vez una sinfonía de Beethoven, tras lo cual cayó enfermo, y cuando se curó de su enfermedad era músico. La cuarta… o la quinta, no sé, me parece la mejor de todas. «La música es universal. Solo a los necios o a los esteticistas se les ocurre hablar de música italiana, alemana o turca: ¡sólo existe la música!». Verdi.

En Madrid vive ahora mi amigo E., así que nos encontramos en un café. Nuestros caminos vuelven a cruzarse, como hace tantos años. Nuestras vidas (me asombra comprobarlo) se parecen en algunas de sus líneas maestras, aunque los detalles, la edad entre ellos, escondan la semejanza. Corazón repartido, ambiguo corazón de hombre. Cuéntame, amigo, qué ha sido de tu vida. Deberíamos decir: cuéntame qué te ha hecho, en qué te ha convertido la vida. Nuestra conversación gira en torno a un doloroso núcleo, ocupado por la palabra elegir. Sí, parece que uno debe elegir, aunque no quiera, aunque no pueda. Uno debe hacer algo que no puede hacer. Nunca sabremos quién elige en nosotros, en lugar de nosotros, lo que no sabemos cómo elegir. De elecciones obligatorias se compone lo que llamamos nuestro destino. Pero elección obligatoria es casi una contradictio in adiecto. Un destino se compone de adjetivos que contradicen al sustantivo, si es que algo lo es, en el centro de algo.

Logroño de la Rioja. Logroño ha sido para mí, hace años, la calle Portales, las cigüeñas describiendo anchos círculos descendentes sobre la cúpula vencida de la Iglesia Concatedral, el frío del Ebro bajo los puentes, el frío de aquel camino que hacíamos cada mañana, el querido Raúl Domínguez y yo, rumbo a la Universidad. Logroño era también por entonces una intensa nostalgia, o mejor aun, el descubrimiento lejano de mi tierra, del amor nostálgico de mi tierra. Amor insensato quizá, si es que hay alguno que no lo sea. Ha sido muchas cosas Logroño y también poesía y fascinación, ausencia y sangre, fuego en la nieve, una avenida de cerezos en flor, una intensidad de amor que no había sospechado. Pero han pasado ocho años desde mi última visita y ahora Logroño se simplifica. Ahora, Logroño son mis amigos. Logroño es Alfonso Martínez, que sin proponérselo, o más bien tratando de evitarlo, sigue siendo el centro de un grupo de poetas y de prosistas, de filósofos sin cátedra y de trovadores sin castillo; Logroño son Alfonso y Ane y su casa de la calle Bretón; Logroño es el Café Bretón, donde siempre hay gente dispuesta a decir poemas y a criticarlos, a cantar boleros a voz en cuello y a beber hasta la hora que sea, en la noche de los amigos. Logroño… Vamos, Paulino Lorenzo, no me pedirás que haga la lista completa de los amigos; esos nombres son nuestros, no del lector; además, si nos olvidáramos de alguno en la larga serie, ese no nos lo perdonaría nunca. Bástenos decir aquí que los queremos mucho a todos.

Los dos primeros días de las Jornadas de Poesía en Logroño están dedicados a los amigos cubanos. Rafael Alcides, junto a su bella Regina, ha venido para leer sus poemas. En su espacio vital se siente que serenamente reina Regina, pero en sus poemas —de preciso y claro lenguaje— el desencanto reina. El poeta es un soñador que ha despertado de su sueño, si es que se puede decir así; en ese sueño lo acompañó gran parte de su patria, lo acompañó medio continente, medio mundo. De nada valió que Ernesto Sábato dejara escrito, catorce años antes de 1959, que no hay peor conservatismo que el de una revolución triunfante. Pero también Sábato escribiría, en 1967, su «Homenaje a Ernesto Guevara». Qué distinta imagen del héroe de la revolución aparece, por ejemplo, en las páginas de Manuel Díaz, a quien también podré ver y oír en estos días en el Bretón, conversando sobre el eterno tema cubano. Y no se lea en esto el menor reproche; a quien su país atormenta, no se le puede pedir que hable de otra cosa. Ni tiene nada de raro que para los desencantados España vuelva a ser la Madre Patria. Un refugio y un lugar de reunión. Dios mío, más de cien años y Cuba les sigue doliendo a los españoles… Cuba es, pues, uno de los polos de estas Jornadas; no sé si hay otro, o si el otro se dispersa en colapsos de la aguja magnética; dejemos eso para la siguiente estampa. De a ratos me parece ver una sombra, una imagen dominante, debajo de los generosos ademanes y del amable tono sentencioso de Rafael, y esto tampoco puede asombrarme. Un hombre ha dominado la vida de ese pueblo durante cincuenta años. La Revolución Cubana tiene mi edad, y si yo hubiera nacido en la isla no habría conocido otra cosa. Acaso nadie, salvo la reina Victoria, pudo reinar por tanto tiempo y seguramente ni ella lo hizo de manera tan absoluta. Rafael Alcides nos lee una serie de conmovedores poemas que son cartas a Dios. Diferentes personas, en diferentes momentos de la historia, le escriben a Dios para rogarle que los escuche. Rafael confiesa su profunda fe en Dios. El oyente tiene, de a ratos, la incómoda, la herética sensación de que ese Dios pudiera arengar al pueblo desde una vasta tribuna, armado de micrófonos y de una larga barba, inapelable, imperioso, poco menos que eterno.

Un mediodía comemos en casa de José Ignacio Foronda. Sol en la ventana, hospitalidad en la mesa, la honda felicidad que se siente como al tacto en esta casa. Bajo esta luz se ve que puede un poeta ser feliz en este mundo, con su esposa y sus hijos. Somos cinco o seis amigos reunidos en torno a la tabla amistosa y sabrosa. La conversación parece dispersa, casual, pero acaso rodea un centro invisible. O acaso la vida, la felicidad pura y simple de vivir, carezca de centro, se parezca a un paseo por las afueras, donde poco importa el rumbo y mucho el sol y los aromas del camino, el goce de las formas que los sentidos captan y que la memoria intenta atesorar. ¿Cuánto vale esta hora de amistad compartida en torno de la mesa del querido poeta español? La pregunta es retórica, porque todo el mundo sabe que una hora como esta, que una amistad como esta no tiene precio.

El miércoles lee Andrés Trapiello y el local no da abasto; hay gente en las escaleras, gente sentada en el suelo, gente poco menos que colgada de las barandillas del entrepiso. La introducción de Eduardo Halfon es muy amena; la del propio Trapiello, acogedora, intimista. Los poemas que nos lee tienen encanto y belleza. Trapiello representa bien a una generación que ha ganado en España la batalla que en la Argentina hemos perdido. La batalla por el derecho de escribir poemas al hilo de la tradición. No, no nos andemos con subterfugios. Existe una tradición poética de la lengua española. Es claro que tiene sus matices, sus variantes, sus conceptistas y culteranos, sus románticos y sus clásicos; pero ella es una, y todo poeta sabe que tiene dos caminos fundamentales: asumirla o negarla. Andrés Trapiello ha logrado escribir bella poesía, sin abjurar de su herencia. Lo contrario es absurdo, pero es hoy lo habitual en casi todas partes. Es más fácil ser vanguardistas, ser ignorantes, jugar a los eternos adolescentes, que tratar de decir algo propio sin desdeñar mil años de poesía en castellano. Y esto quiere decir: sin ignorar lo que nuestra lengua dice por sí sola. Lo que nuestra lengua dice, queramos o no, por debajo de lo que queremos decir. O tal vez el poeta no dice nada; sólo pone a sonar el inmenso órgano de la lengua, cuya resonancia llena los oídos, sorprende siempre al espíritu y conforta el alma.

Pero ¡oh! el jueves. El jueves todo se revoluciona y se pone patas arriba. Un juglar aparece en la pantalla. Se llama Jaime Jaramillo Escobar y lo han traído a Logroño en un círculo de plástico con huellas de láser. Lo presenta su tocayo de apellido, el también poeta antioqueño Darío Jaramillo. Jaime ha venido de Colombia en un círculo de láser y en la pantalla nos muestran su imagen de seráfico mago, de poeta en estado de gracia, de recitador impenitente de locas maravillas. Acaso Jaime en cierta medida ponga en jaque lo que hemos sostenido en el párrafo anterior, pero es imposible enojarse con él, porque nos arrebata su voz sonora y nos desnuda de prejuicios su dicción obsesiva de profeta espontáneo, que tiene algo de payaso de circo y algo de maestro oriental y algo de magia súbita de vendedor callejero. Su verso es desmadrado y nunca aprendió a contar las sílabas, pero eso no le importa ni nos importa. Le importa jugar con el mundo y hacernos olvidar de todo lo que no sea su juego. Le importa traer a la gente un mensaje mientras la distrae de sus angustias cotidianas y le saca una sonrisa natural. Hace todo lo que dicen que en la Edad Media hacían los juglares. Él pertenece también a esa vieja raza de hombres serios y alegres. No nos sorprendería mucho que en medio de su recitación se pusiera a lanzar llamas o a tragarse un sable. No nos sorprende que en medio de su poesía se dedique a adivinarnos la suerte. Tal vigor tiene su palabra que nos redime de todo, nos permite por un ratito olvidarnos de lo que somos, y cuando no tenemos más remedio que volver a ello, nos parece verlo de otro modo. Un niño grande, un sabio, un santo acaso. Sin otra santidad que la de mirar el mundo sin dar nada por sentado, sin que nada le parezca obvio.

«En la pista lateral los elefantes hacen maromas en un solo pie, barritan para agradecer los aplausos, un niño llora. No debieran traer niños al circo».

«A vosotros, los que en este momento estáis agonizando en todo el mundo: Os aviso que mañana no habrá desayuno para vosotros…»

«Dame una palabra antigua para ir a Angbala / Con mi atado de ideas sobre la cabeza».

«La pregunta es siempre igual pero todas las respuestas son distintas. / La clave no está ni en la pregunta ni en las respuestas, sino en nosotros mismos».

Hoy, viernes 20 de abril de 2009, me toca leer mis versos en Logroño. Por la mañana me dispongo a concluir mis notas introductorias. Estoy viviendo, durante estos días, en un piso muy tranquilo y acogedor, gracias a la generosidad de Javier Alonso, y en este espacio de quietud trato de reencontrarme con lo que sin jactancia puedo llamar mi literatura, es decir, aquello que escribo porque sí, desde siempre y sin ulteriores propósitos. Reparo en el hecho de que mi primera juventud encontró su único lugar propio en la literatura, y allí ha permanecido siempre, de algún modo, como en lo más íntimo. No es de extrañar entonces que ahora, a diez mil kilómetros de mi casa, me sienta como en casa frente a la pantalla donde puedo leer casi todo lo que llevo escrito en cuarenta años de borradores. No es de extrañar tampoco, ay, que todo eso no me satisfaga, que todo eso siga buscando sin éxito su forma, que me devuelva fatalmente un rostro que conozco demasiado como para seguir queriéndolo.

Me preparo mi mate mañanero y reanudo el antiguo diálogo con ese otro mundo que late en la palabra escrita. Y anoto algunas cosas que me propongo decir esta tarde, frente a los logroñeses que tengan la cortesía de escucharme, como prólogo a la lectura de mis versos. Veamos:

1. La poesía, como la religión, como el amor, como la infancia, tiene muchas formas. La poesía se parece a aquello que dice Eurípides, en el coro final de Alcestes:

Muchas son las figuras de lo divino,
y los dioses conciben siempre lo inesperado,
mientras que lo esperado no se cumple,
y a lo imposible un dios le abre la puerta.

2. La poesía está siempre ligada a un ritmo; ritmo y poesía sono una cosa. Para distinguir lo que ha de ser verso de lo que es prosa, el poeta está atento al ritmo; si este prevalece por sobre la necesidad de explicarse o de explicar algo, sabe que está dentro del ámbito del verso. Luego vendrá, de la mano de ese impulso rítmico, y si es que el asunto camina, una antigua sugestión que nos remonta a tiempos pasados, que nos hace sentir en lo íntimo eso que expresa el verso de Shakespeare: I summon up remembrance of things past. No porque el tema de la poesía deba ser un suceso pasado, sino porque el pasado (así sea sólo supuesto o dado por supuesto) le da peso y resonancia a la palabra poética, o, si se quiere, hace que la palabra, exenta de todo fin práctico, recobre su esencia primera, que es la de nombrar. Nombrar la experiencia. Experiencia que, desde luego, también puede inventarse, con tal que sea verdadera: con tal que el poeta la haya sentido con intensidad y en plenitud.

3. Este retorno a la intimidad del lenguaje, la poesía, requiere también cierta dosis de inocencia. Aunque sean muchas las formas de la poesía, creo que la ironía es enemiga del principio poético. Eso no significa que el poeta deje todo como está, que deba resignarse a lo primero que ha escrito. Bien dijo Lope: «Ríete de poeta que no borra». Y también él acuñó la máxima: «Oscuro el borrador y el verso claro». Pero la crítica de lo escrito es un momento posterior, o al menos idealmente posterior, al de la escritura; y esa crítica debe ser fiel al latido profundo del poema, aunque fatalmente llevemos dentro la voz de nuestro tiempo y de nuestra experiencia de lectores, que nos desaconsejarán tal o cual adjetivo, tal o cual giro sintáctico que suenen a cosa ya usada. Buscamos, sin duda, la «luz no usada» de Fray Luis de León. No lo nuevo, sino lo exento. No lo divertido, sino lo que aun es libre en nuestro lenguaje y en nosotros.

4. Yo identifico la poesía con una cierta textura verbal. No se trata de una definición, claro está. No me siento en condiciones de definir algo que tiene tantas y tan diversas formas. Al hablar de textura pienso en una trama sonora, en un espesor audible, en un entramado de resonancias. El oído, y no la conciencia cívica o algún precepto escolar o de cenáculo, tiene que ser el primer juez del verso. Esa textura debe tener un poder de evocación inusitado; cuando esto sucede, estamos a las puertas de la poesía. Estamos, en efecto, ante la inminencia de una revelación. La palabra inminencia en latín significa amenaza. La poesía es una constante amenaza, que desbarata los planes útiles del hombre, que altera su vida y le anuncia un porvenir de aventura y peligro, pero que también libera a los cautivos, deja oír la voz que teníamos secuestrada, le quita la mordaza, como los sueños, a nuestra vida profunda. La poesía se parece a los sueños, pero, a diferencia de ellos, está despierta y se deja ver, examinar, recorrer y visitar una y otra vez. La poesía es como ese otro que llevamos dentro y ahí aparece. Nada hay acaso más vital ni más incómodo; y en esto se parece también a la infancia, a la religión, al amor.

5. La poesía es verdad. No, es claro, una verdad de la misma índole que la matemática o que aquella de la realidad sensible. Es una verdad como la de los sueños, una verdad que corresponde a otra lógica, o a otra mítica, si es que lógica y mítica son cosas tan distintas con generalmente se piensa. En todo caso, la verdad de la poesía siempre resulta contextual, provisoria y quizá metafórica. Cuando Pericles tuvo que hablar ante los padres de los caídos (cuenta Aristóteles) dijo que la juventud muerta en la guerra había desaparecido de la ciudad como si al año le hubiesen quitado la primavera. La imagen es a la vez sobrecogedoramente cierta y literalmente falsa. Para los meteorólogos la primavera volvería aquel año, pero no su alegría para quienes habían perdido en la guerra a sus hijos y hermanos. Podemos pedir esta clase de asentimiento para las verdades que encuentra el poeta: palabras que son emblemas de una realidad tan cierta como el pan, el vino y la roca, pero que no se deja nombrar con esas frases abusadas por el comercio cotidiano.

En las noches de Logroño, la ruidosa vida de los bares cubre las apasionadas conversaciones sobre lo humano y lo divino, es decir, sobre la cosa literaria. Juan Manuel González Zapatero me recita una versión local del Romance de la Misa de Amor. Pepe Ramo, con paciencia infinita, me escucha soltar, en mal francés adobado con Rioja, algunos versos de Samain o de Mallarmé. La mesa es grande; allá Manuel Borrás conversa con Halfon, con Javier Alonso, con Paulino Lorenzo. Acá Alfonso Martínez, fumando y riendo, planea futuras ediciones de poetas inhallables. Algún otro intenta enamorar a una chica. Javier de la Iglesia, casi pegado a mi oído, se queja airadamente de la maldad de Borges: es que ha leído el volumen póstumo de sus conversaciones con Bioy. Le recuerdo, en vano, que aquello no fue dicho para ser publicado. Acaso Javier tenga razón: deberíamos ser piadosos con el prójimo aun en la intimidad. Pero ya se sabe, debajo de mi manto al rey mato. De pronto me invade una inquietud, quiero saber algo de mi gente; César Sánchez me presta su móvil interoceánico. Llamo, me atienden, me sereno, aquí estoy, bien, ¿y vos?, hasta pronto mi amor, aquí tienes, no sé cómo agradecértelo, quedo en deuda contigo para siempre. De pronto se interrumpe la charla porque en la mesa de al lado están todos cantando Sabor a mí. Nos sumamos, es claro, porque esta es la verdadera gloria literaria. Españoles, cubanos, un guatemalteco, un argentino… ¿quién que hable la lengua de Cervantes puede ignorar esta canción? Y a decir verdad, no sé quién la compuso, no lo supe nunca, pero sé que me moriré con esas notas y esas palabras en el oído. Pasarán más de mil años, muchos más…

(El mexicano Álvaro Carrillo es su autor, según me informa Darío Jaramillo en su reciente libro Poesía en la canción popular latinoamericana. Allí me entero también que el bolero es del año 1959, el de mi nacimiento. Sabor a mí no es más viejo que yo, no es más viejo que la Revolución Cubana. Pero «a mí se me hace cuento» que tuvo una fecha de composición; lo juzgo tan eterno como el agua y el aire, quizá. Yo no sé si tenga amor la eternidad.)

El domingo a mediodía parto rumbo a Oviedo. Alfonso Martínez, Ane Sancha y Eduardo Halfon van a despedirme a la estación. Me voy con la imagen de los tres regresando lentamente a casa, bajo la fría llovizna. Quién sabe cuándo los volveré a ver. Pero el viajero es un ser dispuesto a despedirse y a seguir viaje. Oviedo me espera.

El autobús pasa por Burgos y allí se detiene cuarenta minutos; me bajo para tomar algunas fotografías. Son las cuatro de la tarde, hace frío y las calles están casi desiertas. Una claridad ambigua, deliciosa, se espeja en el Arlanzón que corre infinitamente ahí abajo, bordeado de sauces. Paso la gran puerta de la muralla y busco la Catedral, el Mesón del Cid, la viejísima iglesia (siempre cerrada para mí) de Santa Gadea de Burgos, do juran los hijosdalgo. De vuelta, camino y camino, alameda arriba, estoy empeñado en retratar al Cid Campeador; advierto que la aguja del reloj no se detiene un segundo y que los metros se me alargan a cada paso; mi esqueleto pesa un poco más que en mi último viaje. Siento que no puedo seguir, pero no hay remedio, ni taxi, ni siquiera un monopatín. ¡Ay, acá estamos!… Un poco más y pierdo el autobús. Llego jadeante, bañado en sudor, con las piernas al borde del colapso. Al derrumbarme en el asiento advierto que mis fotos son inútiles: es seguro que en la web hallaré doscientas imágenes mejores del Cid y de todo lo que haya para ver en la antigua Burgos… O tempora!

En Oviedo me espera un amigo. Me lleva a cenar a un restaurante donde nos encontramos con Javier Almuzara. Javier me regala un ejemplar de su libro Títere con cabeza. El libro —lo sabré después— es excelente. Temprano me levanto, desayuno y salgo a recorrer mi nuevo espacio. Lo primero que veo es un hermoso parque, el de San Francisco. Aquí hay una alta arboleda, un resto de muralla antigua rodeado de verdores, un recinto donde campea un pavo real. Recuerdo, o trato de recordar, unos versos que escribí hace poco, acerca de estas aves espléndidas:

Cuando ven a la hembra se les yergue
esa cola divina, ebria de lujos,
que parece atisbar entre pestañas
de oro filial, con ojos de esmeralda,
su razón de vivir. Sobre los flancos
de zafiro frutal se tornasola
la pulsión de la luz, y en el copete
de brócolis azules tiembla y tiembla
la inminencia de un grito alucinado.

Después del mediodía, mi amigo me muestra la ciudad, que mucho me agrada; de a ratos me pierdo en ella, sin su ayuda. (Soy perfectamente capaz de perderme solo.) Mi amigo me acompaña, escucha mis confidencias, me explica lo que hay que ver en Oviedo, me indica dónde está la mejor librería, a cuyo subsuelo habré de bajar tres veces, ritualmente, en busca de Ovidio y de Tibulo; me muestra su despacho en la Universidad y su monstruosa biblioteca personal. No recuerdo haber visto nunca igual cantidad de libros en una casa. Hacia el atardecer, nos encontramos con Inés Illán. Ella ha escrito una tesis sobre el tejido y la literatura. La trama de la vida, la urdimbre del sentido… Me dice que su familia proviene de Toledo. Sin duda, un remoto antepasado suyo será aquel don Illán de Toledo, de quien nos trae noticias el Infante don Juan Manuel. Ya nada me asombra en este país: no parece difícil saltearse así como así unos siete siglos. Alzo mi vaso de refresco en honor del «brujo postergado» y de su encantadora descendiente.

Una mañana visitamos Gijón. Subiendo la cuesta, hacia la zona vieja, al barrio de los pescadores, y luego al cerro donde se alza el monumento llamado Elogio del Horizonte. Es un abrazo pétreo, altar de Poseidón o acaso de algún dios aun más antiguo y ya carente de nombre. Debajo de él se oye el mugido del viento, acaso —dice mi guía— el canto de las sirenas. También conozco yo a otra sirena que ha quedado anclada, o mejor, varada en un puerto. En un puerto de río. Ella me llama quizá también dentro de este voraz mugido de las voces del mar. El mar de muchos sonidos, el mar de vinosa espuma, el mar que se sabe tantas historias y que no quiere contarnos ninguna, a fin de que podamos soñar de cada una el inicio y el término, su cruel sabor de lejanías, el horizonte despiadado. Salud, genio Horizonte.

Voy viajando ahora en el autobús que costea el Cantábrico, rumbo a Galicia. Me abruma la belleza del paisaje. Entre colinas y valles, el camino parece por momentos alzar el vuelo; allá abajo se recorta una aldea, se abisma una hondonada con su río al fondo serpenteando, a lo lejos una grieta entre acantilados muestra la rompiente de un mar color esmeralda. Escribo:

Combatida ribera del Cantábrico,
tierra de tan dramáticos verdores
por donde vuela audaz mi senda nueva
viva de sol, y al fondo el mar violento,
¿qué le querrás decir a los antiguos,
concentrados silencios de mi vida?

Al llegar a Santiago de Compostela me invade una sensación increíble. Siento que he llegado a casa. Nunca estuve antes aquí, no conozco Galicia, no tengo familiares ni amigos en esta tierra. Repito que es una sensación increíble. Ya al ver entre los tejados las torres de la Catedral me parece que algo raro circula entreverado con mi sangre. En una plazoleta, bajo la llovizna fría, un muchacho canta algo melancólico con su guitarra. Llego a la Praza do Obradoiro, apoyo la frente en la piedra centenaria y me echo a llorar. Mejor dicho, me derrumbo. No sé qué hay aquí. Supongo que las miles de manos que se alzaron para tocar estas piedras habrán dejado aquí alguna huella. Miles de frentes llegaron como la mía a este lugar, a lo largo de mil años. Como yo, habrán venido hasta aquí traídas por su pecado. No como yo, habrán venido hasta aquí atraídas por su fe.

Día tras día, me acostumbro al clima lluvioso y al ámbito medieval de Santiago. Cuando la llovizna me da una tregua, hago excursiones, sobre todo a la hermosa Alameda, donde me aguarda el mármol de Rosalía de Castro junto a un banco de plaza arrullado por toda clase de pájaros. Me hago tomar una foto junto a la efigie de Valle Inclán. Escribo en mi libreta negra. Contemplo desde la altura la Catedral magnífica.

Una mañana viajo a La Coruña. Me dedico a andar por ella, por su extensa costa. No creo haber visto nunca un mar tan verde ni tan azul. El mar rejuvenece las retinas del hombre. Las limpia de recuerdos y las deja absortas en un vaivén perpetuo y divino. Después visito un lugar que me asombra. Se llama Domus, la Casa del Hombre. Se hace allí un recorrido viviente por la biología humana. Mido mi verdadera altura y mi peso, me veo en espejos que me deforman, estudio mi esqueleto, siento y veo palpitar atrozmente mi propio corazón. Yo no sabía que el corazón es, lejos, el músculo más vigoroso del cuerpo; tiene más fuerza, mucha más fuerza que mi mano derecha. Aquí hay un sencillo aparato que me lo demuestra. En una hora aprendo sobre mí mismo más de lo que aprendí en años: yo soy esto, un cuerpo humano, un corazón que todavía palpita y que puede pararse en cualquier momento. Más arriba están mis abuelos: el Homo habilis, el Homo erectus, el Homo ergaster, el Homo neanderthalensis… Entre ellos hay una silla vacía, la que me corresponde, para sacarme con ellos una fotografía de familia.

A la tarde vuelvo a Santiago, como quien vuelve a casa.

Compostela

Si me muero en Santiago no me añores,
mi amor, único amor de mis amores.
Esta es al fin la casa en el camino.
Peregrinando al fin aquí he llegado.
¿No ves la antigua piedra de estas calles,
las torres centenarias que buscaron
miles de pasos de incontables gentes,
los santos que las manos desgastaron?
La llovizna es el llanto de los mártires
y los bares abiertos me recuerdan
a la abuela gallega que no tuve
o tal vez un rincón de Buenos Aires.
Los portales que amparan al viajero
cuando llega de noche, las estrellas
que forman el Camiño de Santiago
son mi norte, y el Santo que aquí duerme.
Si me muero en Santiago no me llores,
único amor, amor de mis amores.
Y no estés triste cuando me haya ido.
Si me muero en Santiago habré vivido. ■ ■


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