Autor: 23 septiembre 2009

Quentin Tarantino
Malditos bastardos
Random House Mondadori, Barcelona, 2009

El novelista David L. Robbins, autor de la War of the Rats que dio lugar al filme Enemigo a las puertas, escribe en su prólogo al guión de Malditos bastardos que, aun tratándose de un largometraje acerca de la II Guerra Mundial, el cómputo de muertes es curiosamente menor que en otras obras previas de Quentin Tarantino. Porque, continúa Robbins, «aunque no escasean las escenas de caos y de carnicería, parece que el marco de violencia histórica real ha constreñido la tendencia natural del director a emplearla con generosidad».

En efecto, Malditos bastardos cuenta con restallantes latigazos de desquiciada violencia y sanguinolenta devastación, si bien no son precisamente su principal moneda de cambio narrativa para ganarse la atención del espectador. Nada más lejos de la realidad. En esta película, como buena pieza tarantiniana que es, se habla mucho y bien, a dos o más bandas, en conversaciones cocidas a fuego lento. Conforme los diálogos se desarrollan, las palabras adquieren valores añadidos, desencadenado giros narrativos o dotando de varios niveles de sentido a las situaciones.

Véase, por ejemplo, la secuencia inicial: «Érase una vez… en la Francia ocupada por los nazis». Cazador de judíos metódico y políglota, el coronel de las SS Hans Landa llega a la granja lechera de los LaPadite, perdida en medio de la campiña francesa, con la convicción de que sus dueños ocultan allí a los Dreyfus, única familia judía de la zona en paradero desconocido. El oficial nazi, ejemplo perfecto del monstruo con buenas maneras, conversa largamente con el granjero, hablando al principio en un francés impecable. Después de alabar la belleza de su mujer e hijas, así como las bondades de su leche, Landa conviene con monsieur Lapadite en proseguir la charla en inglés, para tratar ciertos asuntos en privado. Qué cosas tiene Tarantino, pensamos de entrada. Pero no, en realidad se trata de una estratagema pertinente. La conversación, un interrogatorio aparentemente formulario, vira en sus rodeos y digresiones hacia la tortura psicológica, con miras a que el granjero traicione a los Dreyfus a cambio de la salvación de su propia familia.

Otra muestra. La joven judía Shoshana, única superviviente de la matanza nazi que exterminó a todos sus parientes, es abordada, a la entrada del cine parisino donde trabaja, por un soldado alemán que se siente atraído por ella. El soldado sólo quiere entablar una conversación amable que le permita conocerla; la joven, a causa de su situación de judía camuflada, se muestra esquiva, temiendo hallarse ante un interrogatorio disimulado de la Gestapo.

Malditos bastardos se inscribe dentro de una lógica de espectáculo en escalada con efecto dominó, construida esencialmente sobre magnéticos combates oratorios y ajedrezísticas competiciones verbales (hasta el campo/contracampo más banal está preñado de interés y trufado de intriga), eclosionando del todo en la secuencia final de la gala cinematográfica, a la vez hermosa, apocalíptica y farsesca. Esto último, la ironía burlesca, siempre dentro de la tensión insoportable —tampoco nos confundamos— de un conflicto bélico, tiene que ver con la circunscripción del relato a un pequeño argumento de serie B: hacia el final de la II Guerra Mundial, como avanzadilla de las fuerzas aliadas desembarcadas en Normandía, un comando de mercenarios judíos americanos, conocido como «los bastardos», siembra el horror entre sus adversarios nazis de la Francia ocupada, por medio de masacres y la mutilaciones humillantes (arrancan el cuero cabelludo al modo apache, tatúan esvásticas faciales a machete). Algo primitivo, sanguinario, mas eficaz.Desde su delirio, Malditos bastardos se erige en una ucronía aplicada en el dibujo de una Historia paralela que se sacude casi todo principio de realidad histórica, instaurando un universo no menos fantasmático que el rostro gigante a lo Gran Hermano que, entre llamas, brama en la traca final del Cinéma Le Gamaar. No es mero fuego de artificio que el relato tenga su clímax en una sala cinematográfica. En esta obra de Tarantino el cine supone mucho más que una red de influencias asumidas y un juego de citas, ya sea de modo diegético, ya extradiegético. El cine, uno de los temas de la película, es también arte y parte del entramado de la narración, como espacio clave de la acción, literal arma de combate o ámbito del que participan diversos personajes: Shoshana se esconde de los nazis regentando un cine de barrio; el soldado alemán que la pretende es un popular héroe de guerra transformado en actor; crítico de cine era antes de la guerra el teniente inglés Hicox, «un joven del tipo de George Sanders (el de los años de El Santo y Los asuntos privados de Bel Ami)»; mientras que el agente doble de los aliados entre los nazis no es otra que la idolatrada estrella cinematográfica alemana Bridget von Hammersmark, a la que Diane Kruger interpreta en el filme a partir de referentes reales como Brigitte Helm o Marlene Dietrich… Todo un canto al cine con forma de reescritura burlesca de la Historia, porque la ficción tiene el poder de cambiar el curso de esta, en el que Quentin Tarantino sigue fiel a sí mismo, pero dando un salto de calidad, a través del cambio dentro de la continuidad. El cineasta norteamericano firma esa obra maestra característica de la definitiva madurez creativa. Por si todo esto fuera poco, la lectura del guión, ya de por sí apasionante, aporta jugoso material extra: escenas inéditas y resoluciones argumentales diferentes a las de la versión filmada.

José Havel


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