Autor: 21 abril 2008

Mercedes Castro Y Punto

Alfaguara, Madrid, 2008

En este tiempo de paridad, en el que los desvaríos de la corrección política degradan más que dignifican el «mérito» de ser mujer, nos topamos con una radiante excepción, una novela notable que sí parece pertinente abordar considerando el cariz del cromosoma.

Nadie discute la perspicacia con que la mujer cultiva el género policiaco. Agatha Christie tumbó hace décadas cualquier reticencia al respecto. Pero, si es obvio que a ambos lados del charco encontramos afianzados referentes —PD James, Patricia Cornwell, Donna Leon, Ruth Rendell, Fred Vargas, Patricia Hihgsmith—, hay que admitir que en España la nómina femenina ensombrece bajo el neón de nombres como Vázquez Montalbán, Andreu Martín, Lorenzo Silva, Martínez Laínez, Juan Madrid o González Ledesma. Apenas Alicia Giménez-Bartlett. Por eso festejamos la llegada de esta primera novela de Mercedes Castro, Y Punto, que instalamos en lo negro con todas las reservas, conscientes de que la evolución del género hace inviable una única adscripción. Lo que antaño conocimos como negro, hogaño es un tornasol donde convergen la crítica social, el retrato psicológico y el thriller.

Una doble virtud destacamos sin vacilar en esta novela. Por una parte, se aprecia —en las dos acepciones del verbo— el tiempo que se le ha dedicado. Tras los nueve años que la escritora gallega ha tardado en escribirla, se adivinan un alto listón de autoexigencia y un exhaustivo trabajo de tijera, por más que el resultado final sean 629 páginas. Todo ello, sin duda, lecciones que Mercedes Castro aprendió en sus muchos años de editora.

Nadie diría, por otra parte, que estamos ante una primera novela. Por el contrario, se presumirían muchas páginas de rodaje tras la potente voz narrativa que, de improviso y sin provocar confusión, alterna primera y tercera persona; tras ese ritmo celosamente protegido a lo largo de una lectura tan larga; tras ese personaje rotundo, casi de carne y hueso en su impúdica introspección, que es la subinspectora Deza.

El asesinato de un confidente, apodado el Culebra, precipita a la desabrida y lenguaraz Clara Deza por el tobogán de una trama criminal que conecta al Madrid residencial con los suburbios, dos caras de una misma casta corrupta donde lobos y corderos intercambian pellejos. Clara pelea, siempre malhumorada, por hacerse respetar en un mundo machistamente suspicaz, donde su piedad hacia los débiles se interpreta como un claro síntoma de la incapacidad del sexo rosa para enfrentar situaciones solo aptas para el desafecto de la testosterona. Precisamente es la empatía de la subinspectora Deza, que la aproxima al ser humano y la aleja del verdugo, su mayor baza como profesional y el gran acierto de la autora con el personaje. Resaltamos en este sentido un episodio, allá por la página 141, que se prolonga durante unas diez páginas, que constituye por sí solo, un relato de admirable plasticidad: la policía se persona en el lugar de un crimen y encuentra a una prostituta colgada del techo. La sensibilidad de Clara se abre paso entre los comentarios rijosos de sus compañeros; se detiene ante la víctima humanizándola, recuperando a la joven que debió ser antes de que la vida le diera un portazo y acabase de este modo, reducida a un simple caso más de la brigada.

Clara Deza aparca su lado visceral en la comisaría para transformarse en vulnerable mujer de a pie, que enfrenta lo que la perturba como sólo cabe esperar de su inteligencia: con ironía y humor. No es un personaje contradictorio sino dual, como pareceríamos todos si nuestros pensamientos más recónditos fuesen expuestos.

Para el resto de personajes se ha seguido idéntico criterio: fuera estereotipos o psicologías tajantes que posicionen al lector a favor o en contra. En cuanto nos indisponemos con el ex de Clara por su arrogancia, nos conquista mostrando un átomo de flaqueza; nos encariñamos con Ramón, marido de Clara, por su calidez y, de pronto, nos enoja con un gesto de agresividad. Así sucesivamente.

Una novela, en suma, muy recomendable y una autora a la que, en vista del resultado, estamos dispuestos a esperar otros nueve años.

Lale González-Cotta


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