Autor: 21 junio 2008

Michel Lefebvre Kessel-Moral. Dos reporteros enla guerra civil española

Traducción de Glòria Roset Arissó. Inédita Editores, Barcelona, 2008

Si escribo Belle de Tour es probable que el lector asocie al título de la novela los nombres de Luis Buñuel o Catherine Deneuve antes que el del autor de la misma, Joseph Kessel (1898-1979). Y sin embargo, en el periodo de entreguerras del pasado siglo, este hombre —hijo de un médico judío de origen lituano, que pasó su infancia en los Urales y estudió en París— se ganó prestigio y fama a una edad muy joven, tanto en el ámbito de la crónica periodística o el reportaje de actualidad como en el terreno narrativo, cosechando amplio éxito con su primera novela L’èquipage (La tripulación), de 1923, a la que seguirían Les coeurs purs, La Rose de Java, Uneballe perdue, Le Tour du malheur y unos cuantos más.

Pero no es del Kessel novelista de quien quiero hablar sino del periodista o reportero que inicia su trayectoria en la Irlanda de 1920 con una crónica de los insurgentes católicos. A lo largo de los años daría testimonio de los acontecimientos más destacados del siglo xx: la subida del nazismo, la guerra civil española, la II Guerra Mundial los procesos de Nuremberg. De esa obra, que abarca seis gruesos volúmenes, se publican ahora los 14 reportajes que en noviembre de 1938 y en febrero de 1939 envió desde España Kessel a las revistas Paris-Match y Paris-Soir, durante dos viajes distintos a Barcelona, Valencia y Madrid, realizados en compañía del fotógrafo Jean Moral, cuya obra —espléndida y originalísima— ilustra este maravilloso volumen. Además, se incluye en él un texto inédito —«Reflexiones sobre la guerra civil»— que ilumina el sentido y la razón de la materia de estos relatos y el punto de vista adoptado.

En este breve ensayo, Kessel comienza con una reflexión crítica sobre la voracidad de los medios de comunicación (la prensa, entonces) y la necesidad de buscar incesantemente titulares llamativos que satisfagan el apetito de lectores y ahuyenten la competencia: «Los ojeadores de información y los cazadores de exclusivas que se encuentran repartidos por todo el mundo se ven obligados a renovar incansablemente el alimento de su imaginación hastiada». Hasta tal punto que esa velocidad en la producción de noticias (en su sentido elemental de «novedades») lleva a descuidar aquellos temas que supuestamente ya no interesan. A finales de 1938, nuestra guerra civil era uno de ellos, después de la inflación de los primeros meses y de la forja de una imagen que quedó como foto fija: la del resistencialismo heroico pintoresco y multicolor, para entendernos. Sin embargo —como escribe Kessel— la revolución o la guerra en cuestión habían proseguido su curso y sus componentes se habían modificado. Y ya poco o nada quedaba de aquel movimiento apasionado y cruel, épico y romántico de las gentes enardecidas y armadas o del terror y el caos. Ninguno de aquellos intensos frescos y aquellas escenas de fuerza tan característicos de los primeros meses podía apreciarse. En su lugar aparecía la imagen de las ciudades de la España republicana inmersas en la ruina, el frío y el hambre. Kessel es especialmente severo cuando denuncia el sacrificio al que se sometió a la población civil, privada de todo lo más elemental para poder sostener en condiciones a los combatientes y todo el aparato bélico. Y también, por ejemplo, con el empleo de según qué recursos: la gasolina que se negaba a las gentes pero se empleaba en «salvar obras maestras del arte» o la protección de las estatuas —la Cibeles, Neptuno— con un armazón de hormigón armado «mientras los obuses caían día tras día encima de viviendas desamparadas que carecían por completo de defensa».

Es esa otra cara de la guerra la que él testimonia en unas crónicas que relatan las difíciles condiciones del viaje, la tenacidad para olvidar, el estoico orgullo de las gentes, la psicosis colectiva del tabaco y numerosas escenas de la vida cotidiana que ilustran el ingenio y el instinto de supervivencia o revelan el doble rostro, el doble sentido que todo tenía durante la guerra. Veamos una pequeña anécdota: «Dos chiquillos se retaron a una carrera y, cuando estaban a punto de echar a correr, su madre les reprendió. «Si se mueven demasiado, enseguida les entra apetito», comentó a su vecina». Hay también cuadros amplios de situaciones cotidianas poco conocidas: las amplias colas en el Servicio de Telegramas organizado por la Cruz Roja Internacional para que, vía Ginebra, pudieran enviarse cartas o noticias aquellos que habían quedado separados en una u otra de las dos España. Hay asimismo una visita al frente de la Ciudad Universitaria o la crónica íntima de la despedida de las Brigadas Internacionales, muy alejada de la perorata oficial.

Ya al final, en la última de las crónicas, el presagio del salvaje ajuste de cuentas que sobrevendría en un breve diálogo con «un hombre maduro, de una vastísima cultura», a quien Kessel conoció en el Hotel Ritz: «si Franco aún vacila en entrar en Madrid empuñando las armas no es tanto porque tema nuestra resistencia como por evitar que se produzca una matanza de todos los seguidores que tiene en nuestras cárceles. Tal como están las cosas, ya no se trata de una cuestión de ideas ni siquiera de fuerza, sino de un simple mercado de cabezas».

Ana Rodríguez Fischer


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