Autor: 25 septiembre 2008

Inmaculada de la Fuente

Nombrar a Remedios Varo es adentrase en el misterio. Son diversos los enigmas que acompañan su pintura; extraña y extravagante fue su forma de vivir. Al menos eso se desprende de la parte de su vida que vislumbramos en las claves biográficas que recorren sus cuadros. Hasta hace unos años, una vida al abrigo de curiosos salvo para un puñado de críticos y estudiosos del surrealismo. En los últimos tiempos, la fascinación que suscita su obra, abocada a múltiples lecturas, ha alimentado nuevos interrogantes sobre los laberintos interiores que tuvo que sortear como creadora y como mujer. El tiempo de la penumbra ha pasado. Su figura emerge con fuerza desde hace años, en la doble vertiente de redescubrir su biografía y de ahondar en una obra marcada por una gran carga onírica y simbólica.

Maruja Mallo ha encarnado desde los años treinta a la pintora surrealista por excelencia: la gran creadora plástica de su generación en un mundo de hombres. Era la cuarta inteligencia a añadir al triángulo original que formaban Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí. O dicho de otro modo: fue durante un tiempo la surrealista oficial. Mientras que la Edad de Plata se asocia de forma automática a figuras masculinas de valor inequívoco y a la vez diverso, las mujeres han sido admitidas en este rico entramado generacional de una en una, como si con una sola representante bastara: María Zambrano como filósofa; Concha Méndez como poeta, Maruja Mallo como pintora… Ni siquiera se incluye en ocasiones en esta generación a Rosa Chacel, con la excusa de su individualismo, olvidando que fue en esos mismos años donde fraguó su rico universo literario esbozado en Estación. Ida y vuelta. Ni tampoco se cita por sí misma a María Teresa León, eclipsada por el cometa al que decía seguir, Rafael Alberti. Varas de medir desiguales que, siendo integradoras al aplicarse a los varones, se enredan en matices al referirse a las mujeres.

Dentro del surrealismo, se cita ya a Remedios Varo y Ángeles Santos, entre otras figuras femeninas. La evolución de Santos es más conocida. Por el contrario Varo es en estos momentos la figura a desentrañar. Su obra, llena de recovecos y sutilezas, y su vida, no menos seductora y desconcertante, ofrecen material de primera para ensayistas y narradores. No es extraño. Esta soñadora de la pintura cuenta con suficientes alicientes vitales y pictóricos para atraer a quien quiera dejarse cautivar. El surrealismo encontró en ella una interpretación y transformación hacia lo simbólico y lo esotérico, una vuelta de tuerca hacia la belleza y la verdad que solo deparan los sueños que se funden y confunden con la vida cotidiana. Sueños que no tienen valor solo por lo que dicen o anticipan, sino porque son soñados por personalidades que viven fuera de la norma, con un punto de excentricidad o desequilibrio nacidos del talento o de la genialidad.

Remedios Varo (María de los Remedios Varo Uranga) soñaba. Dormida y despierta. Tenía una sutil facilidad para la ensoñación, el placer, y quizás el desdoblamiento. La futura pintora nació en Anglés (Gerona), en 1908. No deja de ser curioso que el centenario de su nacimiento coincida con los años de su revelación de cara al público. Su madre era una devota católica, su padre un ingeniero hidráulico librepensador. Una mezcla explosiva entonces, pero a la vez un signo de eclecticismo y modernidad. La profesión del padre obligó a la familia a desplazarse por diferentes lugares de España y Marruecos. La niña dio pronto muestras de su inclinación hacia el dibujo, y para mantenerla entretenida, el padre la sentaba a su lado mientras trazaba los planos y diseñaba los aparatos mecánicos de sus proyectos. Cuando la familia se instaló definitivamente en Madrid, en 1924, el padre incitó a la hija a que se matriculara en la Academia de San Fernando. A pesar de que la madre desaprobaba tal decisión, Remedios Varo se convirtió así en una de las primeras chicas en estudiar arte. En San Fernando crecieron sus alas de eterno pájaro libre. Además de las corrientes pictóricas se nutrió de las filosofías vitales del primer tercio del siglo xx. El surrealismo, el amor libre, el pacifismo… En sus aulas conoció a Salvador Dalí, de quien fue condiscípula; en las noches, se adentró con libertad en el aprendizaje del erotismo y del sexo. Tenaz, consiguió que sus padres le permitieran ampliar su formación en París, aunque si de día deambulaba por Montmartre, por la noche debía recluirse en una residencia de monjas. Para escapar a tales restricciones se casó muy joven con uno de sus compañeros, Gerardo Lizárraga, y juntos compartieron la aventura de conquistar París. Constituían una pareja de compañeros más que de amantes. Su destino era volar juntos hasta que cada uno encontrara una compañía más armónica o apasionada. En su cuadro Ruptura, Varo alude al cambio que supuso la separación de sus padres y de la casa familiar al contraer matrimonio. Era la conquista de la libertad de una joven que en el cuadro aparece enclaustrada tras un muro, símbolo de la vigilancia a la que había sido sometida en la residencia religiosa parisina.

Al morir su padre, Varo dejó de recibir ayuda económica. Carentes de ingresos, Varo y Lizárraga tuvieron que interrumpir su aventura francesa. Se instalaron en Barcelona, capital del modernismo, donde además de sobrevivir con pequeños trabajos, seguían ce cerca la vanguardia parisina. Poco a poco, la pareja Varo y Lizárraga se fragmentaba. Surgían otros amores, aunque la amistad perdurara. El joven pintor Esteban Francés constituyó uno de los vértices de los sucesivos triángulos que fue tejiendo Varo. Por lo general la pintora no rompía con sus compañeros o amigos. Los tabúes y prohibiciones eran retos a derribar. El amor libre no solo era una teoría, sino una conquista.

MALDITA GUERRA

En 1936, unos meses antes de los fatídicos 17 y 18 julio que llevarían a España a la tragedia, Varo expuso en Barcelona con Maruja Mallo y otros pintores surrealistas. Formaba parte del movimiento logicofobista, un alegato contra el orden y la opresión de la lógica. La pura realidad no les bastaba y su mirada buscaba subvertirla. Varo, como Mallo, se encontraba próxima al ojo transgresor de Buñuel y la estética que emanaba de El perro andaluz. Con lo que no contaban era con que otras gentes en las antípodas de sus ideales artísticos iban a dar la vuelta completa a su realidad de una forma brutal y sin subterfugios. En su afán por acabar por las armas con la República los insurgentes redujeron a la nada esa pesada lógica que Varo y sus compañeros trataban de traspasar de un modo febril. A pesar de sentir esa nada y de sus convicciones republicanas, la primera actitud de Varo frente a la maldita guerra fue adentrarse en su mundo privado y pictórico, sin defender de modo activo sus ideas. Su pacifismo y su temprano exilio explican su repulsión por la sangre y la confrontación. Por si fuera poco, su hermano Luis, al que de niña estuvo muy unida, decidió unirse a los sublevados. Qué desconcierto. ¿Qué habría llevado a Luis a tomar tan inexplicable opción? Una decisión fatal, porque murió en el frente. Si cabe, este hecho levó a Remedios Varo a aborrecer aún más las guerras. Su falta de protagonismo en los escenarios bélicos directos favorecería posteriormente que su figura no fuera reivindicada por los derrotados y que cayera en cierto olvido.

No obstante, conforme la contienda se extendía y adquiría un cariz insoportable, aceptó implicarse. Después de todo, su mundo personal se tambaleaba. ¿Se puede pintar algo distinto de la guerra en plena lucha fratricida? ¿Se puede dejar de hacer la guerra cuando está en juego la libertad y esa misma confrontación impide al pintor ser quien es y crear? Colaboró con pequeños servicios, en ocasiones cediendo alguna habitación de su vivienda para que pernoctasen miembros de las Brigadas Internacionales. Separada ya de Lizárraga, se unió en 1937 al poeta surrealista y activista francés Benjamín Péret. La guerra civil iba a embrollar sus vidas y, paradójicamente, a clarificar sus sentimientos. Péret llegó a Barcelona con la misión de planificar diversas acciones y se encontró muy pronto en los brazos de la pintora. Difícilmente podría Varo mantenerse ya al margen ni permanecer agazapada en los pliegues de sus sueños locos y a menudo desbocados. Si los sueños habían iluminado su camino, la barbarie de la guerra, su impostura incluso desde las posiciones más idealistas y leales, alteraron para siempre su sensibilidad. Ella no era mujer de opciones de blanco o negro. Marcharse era la única salida.

Las simpatías trotskistas de Péret, su afiliación al P.O.U.M., y el clima de desunión que se respiraba en Barcelona aceleraron su partida. Péret sabía que si los republicanos continuaban desunidos perderían la guerra, pero no pudo convencer a unos y a otros de que aparcaran sus rencillas. El enemigo estaba en todas partes, la realidad a subvertir en ninguna. En Francia, Péret introdujo a Remedios Varo en el círculo de André Breton, Eluard y otros surrealistas. Varo experimentó enseguida afinidades con el surrealismo más bohemio. Óscar Domínguez era el centro de otra de las tertulias a las que la pintora asistía, al igual que Esteban Francés, que había seguido los pasos de su antigua amante y recalaba también en París. Una época de poco dinero y un exceso de imaginación. Varo logró que sus dos principales amantes, Péret y Esteban Francés, aceptaran su voluntad de cohabitar con ambos, aunque en ciertos ámbitos pasara por pareja oficial del primero.

La guerra estaba lejos y París era una fiesta, aunque a veces Péret y ella no tuvieran dinero ni para café. La pintora se fotografiaba en ocasiones vestida de torero, vendía pasteles en la calle o incluso mandaba cartas a desconocidos cuyos nombres obtenía al azar en la guía telefónica, uno de sus «actos surrealistas» predilectos. Sintiéndose cómplice de las teorías de Freud y Jung sobre el inconsciente, volcó estas simpatías en el cuadro Mujer saliendo del psicoanalista, en el que una mujer lleva la cabeza de su padre como si se tratara de un bolso. Otras veces pintaba ruedas en vez de pies, o bien añadía elementos absurdos a sus personajes para subrayar su extravagancia.

EL FIN DE LA AVENTURA

Aquel mundo pleno de libertad y de despreocupadas transgresiones, en el que las únicas brumas las constituían un puñado de presagios y sueños suicidas que al mismo tiempo que le hacían vivir le ayudaban a crear, acabó pronto. De nuevo la guerra… París cayó bajo la cruz gamada, y Péret y Varo no pudieron librarse de los nazis tan fácilmente como lo hicieron de los bombardeos franquistas. Péret se alistó y fue encarcelado; Varo colaboró tímidamente con la Resistencia y puso su empeño en sacar a Gerardo Lizárraga del campo de concentración en que el había sido recluido tras la derrota republicana. Según algunos biógrafos, ella misma fue detenida o molestada por el gobierno de Vichy para recabar información sobre los círculos surrealistas. Con la ayuda de diversas organizaciones humanitarias Péret y Varo abandonaron Francia vía Orán y más tarde llegaron a México, donde se afincaron. En poco tiempo, volvieron a converger en el exilio amigos o amantes del pasado como Gerardo Lizárraga o Esteban Francés. Los amores solo los clausura la muerte, pensaba en cierto modo Varo, no sin cierta razón.

Remedios Varo se hizo mexicana por elección. Como Constancia de la Mora, Concha Méndez o Carlota O’Neill, sucumbió al hechizo del Popocatepetl. Hay viajes que ya no tienen retorno y en México Varo se hizo más surrealista que nunca, tal vez porque no contaba con la presencia directa de sus mentores franceses. Por fin encontró el tiempo oportuno para crear. Las guerras quedaban atrás, al igual que las fugas provisionales. En México encontró una vertiente más inquietante del surrealismo, alentada por espíritus tan refinados y tortuosos como Frida Khalo y Leonora Carrington. Con esta última, a la que consideraba «hermana gemela del alma» Varo exploró nuevos caminos pictóricos y espirituales, fueran estéticas arriesgadas o filosofías herméticas u orientales.

Péret decidió regresar a París en 1947, pero a la pintora volver a la sombría Europa ya no le interesaba. A pesar de que era consciente de que el poeta francés había sido el gran amor de su vida, optó por realizar una breve incursión a Venezuela con un amante temporal. La nostalgia de México fue tan fuerte que pidió ayuda a sus amigos para regresar. La respuesta no se dejó esperar: enseguida le enviaron el billete de vuelta. México sería desde entonces el lugar de la magia y de la estabilidad. No obstante, y a pesar de la distancia, no se desentendió de Péret. Pobre y enfermo en los años previos a su muerte, en 1959, Remedios Varo sufragó algunos de los gastos del hospital. A pesar de la carga pasional que ponía en todas sus relaciones amorosas, con casi todos sus compañeros o amantes ejerció de madre. Aunque con Péret y en parte con su último marido, Walter Gruen, ejerciera ocasionalmente de hermana o de hija.

UN UNIVERSO FANTASMAGÓRICO

El universo pictórico de Varo arranca de los miniaturistas medievales, y bebe en Giotto y Lorenzetti y en la pintura del primer Renacimiento italiano, especialmente Fra Angélico, y sobre todo en Pieter y Jan Breughel y Lucas de Leiden. Y desde luego en el arte surrealista. A menudo pintará dolor, locura, personajes descolocados. Creará cuadros con su rostro, repetido, insistente… Elementos fantasmagóricos, cuadros con un lenguaje o una interpelación que el observador tendrá que traducir. En algunos de sus cuadros, como Los amantes, los enamorados están tocados de una aureola fantasmal. El paisaje de lluvia y mar les da un trasfondo de fragilidad y estupor. Sus caras, sin embargo, son espejos, como si solo ellos pudieran mirarse a fondo y ver lo que a otros se les niega, una idea que se repite en Reflejo lunar y en otras obras.

Los trabajos de supervivencia le acompañaron gran parte de su vida. Algunos muy versátiles. Además de trabajar como ilustradora y diseñadora publicitaria, realizó el decorado de La aldea maldita, de Florián Rey, diseñó trajes y tocados para teatro y ballet con Leonora Carrington y pintó instrumentos musicales y muebles. Incluso falsificó por encargo cuadros de Giorgio de Chirico. Solo al final de su vida logró vivir de la pintura.

En 1952 se casó con el refugiado austriaco Walter Gruen, un enamorado de su obra que trató de persuadirla para que se dedicara solo a pintar. De este modo paradójico, a través del matrimonio con un hombre al que inicialmente no amaba, nació el periodo más fructífero. Este tiempo de gracia se truncó con su muerte, en 1963, víctima de un ataque cardiaco. Una muerte repentina y prematura, a los 55 años. Unas semanas antes pintó Naturaleza muerta, tal vez una premonición de su propia muerte. En vez de representarse esta vez con su rostro, aparece como una llama que parece levitar sobre el mantel, como movida por fuerzas ocultas.

En la obra de esta gran hechicera del arte y el surrealismo, como la definió Breton, se funden los sueños, los recuerdos de la infancia, la memoria personal englobando vivencias y temores. Sus pinturas muestran subversión, conocimiento, intuición. Todo ello pasado por el tamiz del psicoanálisis, en especial de Jung. Pero también cuenta en su obra el misticismo, el Apocalipsis de San Juan, el orfismo, la alquimia, el tantrismo, los tratados gnósticos… Un universo ecléctico que fascinaba a Octavio Paz y del que queda aún mucho por explorar. ■ ■


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