Autor: 25 septiembre 2008

Felipe Benítez Reyes

Ángel González era un melancólico vitalista, un desengañado con ilusiones, un desilusionado sin remedio que no se había desterrado por voluntad propia ni del presente ni del futuro, un ilusionado sin causa, un irónico con un sentido trágico de la existencia o acaso un trágico con un sentido irónico de la vida, porque es posible que, en este caso, el orden de los factores implique un matiz relevante.

Pero era el suyo un sentido irónico que no buscaba el efecto humorístico sino el rebaje de un estímulo bastante serio mediante una formulación imprevista.

En lo esencial, Ángel González fue un poeta grave, pero jamás un poeta solemne, precisamente porque su ironía de fondo le recomendaba no tomarse más en serio de la cuenta incluso los espejismos complicados del dolor y de la desolación, sin duda porque sabía que se trataba de eso: de trampas del sentimiento y del pensamiento, por mucho que el dolor duela, por mucho que la desolación aniquile.

Ángel González estaba aferrado a la vida. Lo estuvo hasta el día en que murió, ese día en que se despidió de unos amigos en el hospital con un «Hasta mañana» que quería ser tal, porque no tenía intención alguna de morirse, hasta el punto de que nos habíamos hecho a la idea de que, a pesar de su tos alarmante, había alcanzado la condición de ser etéreo, invulnerable, hecho ya de casi nada, tan delgado. Pensábamos, en fin, que Ángel era inmortal, pero se nos murió, y todavía, cuando el pensamiento baja un poco la guardia, tiene uno la sensación de que va a quedar con él para tomar algo por ahí, porque se le olvida a uno que Ángel, contra todo pronóstico, se murió tan de pronto precisamente porque la suya fue una muerte muy lenta, que venía desde muy atrás y desde muy hondo.

Creo que jamás he conocido a una persona tan atemperada de carácter como él. Una persona que podía estar deshecha por dentro y rota por fuera y que, sin embargo, mantenía una temperatura emocional estable ante los demás, quizá porque comprendía que a la amistad verdadera le conviene sustentarse en la buena educación, afianzarse en territorios neutrales, evitar la invasión de la conciencia del otro con las desazones propias. Ángel fue un amigo ejemplar, siempre reservado pero siempre cálido, taciturno pero jamás ausente, afectuoso sin necesidad de enfatizar el afecto.

No podía ser feliz, pero le bastaba muy poco para sentirse feliz: unos amigos alrededor de una mesa, hablando intrascendentemente de la vida o incluso de la nada, o de nada; un vaso de buen vino, o incluso de un vino regular, a lo largo de una noche sin relojes, y, si había suerte, una guitarra, para que él se arrancase a cantar algún bolero ultramarino o alguna copla asturiana, con media voz apenas, casi sin fuelle, pero con el corazón muy vivo, que es de lo que suele tratarse.

Hoy me dispongo a hablarles del último libro de Ángel González, titulado Nada grave. Un libro póstumo y sin duda inconcluso, porque era él poeta de ritmo muy lento, y cabe suponer que ese conjunto se hubiese visto aumentado y corregido si a su autor no le hubiera llegado la muerte, tan callando.

De todas formas, no puede considerársele un libro circunstancial, un manojo de textos deslavazados y en borrador. No. Estamos ante un libro en que algunas de sus piezas dan la impresión de estar esbozadas, sí, de ser apuntes sin trascendencia aún de poema, pero, a la vez, otras tantas ofrecen la rotundidad de poemas acabados y perfilados, como indica el hecho de que el autor publicara bastantes de ellos en periódicos y revistas.

Nada grave merece un elogio básico, a saber: se trata de un libro inconfundible del autor. Genuinamente suyo.

No estamos ante un poeta de facultades mermadas, sino ante un poeta que adelgaza al máximo los recursos estilísticos, que reduce al máximo su expresión porque no le interesa deslumbrar con ocurrencias verbales ni con golpes de efecto, aunque algunos de ellos hay; ante un poeta que, en el tramo último de su vida, se preocupapor decir lo que quiere decir, y por decirlo sin demasiados rodeos retóricos. Esto no significa, insito, que estemos ante poemas desaliñados ni descuidados, escritos a lo que salga, porque todo poeta lúcido sabe de sobra que a la sugestión de una verdad poética solo se llega a través de la efectividad del artificio, que tanta labor requiere, sino ante poemas que buscan una efectividad específica, ante poemas que persiguen un efecto muy concreto mediante una formulación muy concreta.

En este punto, conviene tener en cuenta que en la trayectoria de la mayoría de los poetas de relieve se percibe un proceso paulatino o repentino de descreimiento. Pero no necesariamente descreimiento de la poesía, sino descreimiento del propio sujeto como poeta y de sus recursos poéticos en particular. Como regla general, puede sospecharse que todo poeta que no le pierda el respeto a la poesía acaba fatalmente desconfiando del poeta que es. (Curiosamente, a los poetas muy confiados con respecto a ellos mismos es la poesía la que acaba perdiéndoles el respeto.)

A propósito de ese descreimiento, digamos que es posible que llegue un momento en que el poeta deje de reconocerse en su propio personaje poético, que se produzca un desencuentro esencial entre entelequias, por así decirlo. Incluso que llegue el momento en que, en los casos más graves, el poeta se sienta ridículo o extraño como tal, cosa que suele ocurrir cuando la materia de sus poemas es la vida, porque la vida misma sobrepasa, a su entender, la necesidad de expresarla mediante la elaboración del mecanismo estilístico que es siempre un poema. Es la incredulidad hacia el artefacto estético, la desconfianza moral hacia la construcción de un texto con afanes artístico.

En esto llevan ventaja, desde luego, los poetas verbalistas, los que encuentran recompensa suficiente en el hecho de buscar la belleza y ese tipo de cosas. Pero el poeta, ya digo, que tiene la propia vida, la reflexión sobre la propia existencia, como materia esencial de sus poemas, se mueve en un territorio más resbaladizo: hay veces en que la poesía se queda pequeña ante la vida misma, frágil ante ella, inútil. Y ahí comienza el desánimo, y la poesía, que, al fin y al cabo, es un modo de pensar, deja de ser efectiva, precisamente porque deja de ser pensada: la necesidad de someter la propia conciencia al molde de un poema se desvanece.

Es lo que decía la pintora norteamericana Joan Mitchell: «En cuanto cobro conciencia de mí, dejo de pintar». Aunque también se produce el fenómeno contrario, por supuesto y por suerte: los movimientos de conciencia como estimulantes de la creación artística.

Por eso me parece importante este libro póstumo de Ángel González. Porque es un libro de acabamiento vital, de intuición del límite. Un libro que cierra coherentemente su obra y que da fe del cierre coherente de su vida. El libro de alguien que descree de la poesía y que, sin embargo, escribe poemas. El libro de alguien que descree de sí mismo y que, sin embargo, confía desesperadamente en el poema. El libro de alguien que ha cobrado conciencia de sí y que sin embargo pacta verbalmente con esa conciencia. El libro de alguien, en fin, que sabe que está muriéndose y que, sin embargo, se dedica a conversar con su vida.

El poema-dedicatoria que abre Nada grave creo que corrobora esto que digo. Dice así:

Sin ti la poesía

no me dice nada,

y nada tengo que decirle a ella.

La única palabra

que entiendo y que pronuncio

es esta

que con todo mi amor hoy te dedico:

nada.

El lector queda avisado: se encuentra ante un libro de alguien que mantiene un diálogo vacío consigo mismo y con la poesía. Y, sin embargo, y ahí la feliz paradoja, esa nada, ese vacío, ese descreimiento, ese sentirse fantasmagoría, va a transformarlo en poemas desde el menosprecio por la poesía misma

La fotógrafa Tina Modotti le escribió a Edward Weston: «No puedo, como alguna vez me insinuaste, resolver el problema de la vida entregándome al problema del arte». Una insinuación que implicaba el reconocimiento de una cualidad redentora a la actividad artística, una capacidad de trasladar la conflictividad de la existencia a la conflictividad del ámbito estético. Creo, no sé, que, ante una insinuación parecida, Ángel González hubiese dado una respuesta ligeramente distinta a la que Tina Modotti dio a su colega y ex amante. Y no porque alimentase él la expectativa de que el arte fuese un alivio sustitutorio del problema de la vida, sino porque tenía conciencia de que, aunque el problema de la vida no se resuelva en la poesía, se expresa de modo más comprensible en ella, y algo es algo. La poesía no soluciona nada. El poema expone, el poeta reflexiona, el lector asiente o disiente. Pero su misión no consiste en resolver nada. En contra de lo que creen algunos, la poesía no es una disciplina de autoayuda. En el mejor de los casos, acompaña y revela complicidades de pensamiento y de sentimiento cuando se crea una simetría entre las motivaciones del autor y los intereses íntimos del lector.

En uno de los poemas de Nada grave, el titulado «Leo poemas», Ángel González corrobora esto de la siguiente manera:

Leo poemas al azar,

leo casi sin pensar en lo que leo.

Cuando me encuentro un verso triste,

siento en mi alma como una caricia.

No es que me alivie la tristeza ajena;

es que me siento menos solo.

De ahí, insisto, uno de los grandes méritos de este libro póstumo: ser el testimonio de fe en la poesía y en la vida de una persona que descree ya de su poesía y de su vida. En la índole de esa fe va a insistir en el poema titulado «La verdad de la mentira»:

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,

y una voz cariñosa le susurró al oído:

«¿Por qué lloras, si todo

en ese libro es de mentira?».

Y él le respondió: «Lo sé,

pero lo que yo siento es de verdad».

Este escueto poema sirve tanto como toda una teoría de la ficción: no importa la verdad en origen, sino la veracidad en destino.

El lector, en fin, transforma el artificio en vida, y la asume. Se reconoce en otra voz y en otra conciencia. Y ese es tal vez el milagro básico de la literatura: practicar una aproximación radical a la vida mediante la retórica, precisamente porque la función básica de la retórica consiste en convencer, y todo buen poema ha de ser convincente.

La esperanza en la capacidad de renovación de las ilusiones aparece en varios poemas de este libro. Se trata de una esperanza modesta, bajo mínimos; de una esperanza que se sabe sin futuro, que es a fin de cuentas el territorio lógico de la esperanza, aunque, por esa misma razón, se conforma con anclarse no ya en el presente, sino incluso en el pasado, que es el territorio de la elegía: la esperanza en que el pasado vuelva, en que el pasado defectuoso venga a enmendar un presente caótico.

El poema titulado «Siempre la esperanza» dice así:

Esperar la desdicha,

¿es una forma de esperanza?

La menos peligrosa, en cualquier caso.

La que no puede defraudarnos nunca.

Fijémonos en que el poema es un breve juego irónico, y lo es desde el título mismo. Y vuelvo a lo que decía antes: con el empleo de un registro levemente irónico, Ángel González nos habla de un asunto desolador. El poeta parece decirnos que demasiado grave y terrible es ya su reflexión sobre la esperanza como para expresarla en un tono grave y terrible. Esa fue una de las marcas estilísticas y morales más persistentes —y más poéticamente efectivas— de Ángel González: tener la templanza suficiente para no caer en el patetismo al hablar de asuntos patéticos, tener la inteligencia de no hablar del dolor desde la representación previsible del dolor, establecer una especie de fractura inesperada entre lo que se dice y cómo se dice.

En un poemilla que es más bien un mero apunte, casi una nadería, titulado «Por raro que parezca», leemos:

Me hice ilusiones.

No sé con qué, pero las hice a mi medida.

Debió de haber sido con materiales muy poco consistentes.

El poeta nos está hablando de unas ilusiones —creadas desde la desesperación— que al final se ven desengañadas. Y tenemos que fijarnos en que lo expresa sin ningún tipo de énfasis, como quien enuncia una frase rutinaria en una conversación. De ahí, precisamente, su efectividad, su fuerza emocional. Porque en la poesía se da un fenómeno de apariencia paradójica que se da también en el teatro: cuanto más se gesticula, cuantos más aspavientos y muecas practica, menos convincente resulta el actor, y más grotesco, precisamente porque está quebrantando un código básico: el arte no es un artificio que busca la artificiosidad, sino un artificio que pretende ocultar su condición de artificio.

Volviendo al asunto de la esperanza, leemos este otro poemilla —tan escueto, tan despojado—, cuyo título, como en tantos otros poemas de Ángel González, hay que leer más como un primer verso que como tal título:

De todas formas

Lo que queda

—tan poco y—

sería suficiente

si durase.

No sé si puede decir tanto con tan poco, no sé si con exactamente diez palabras se puede hacer una declaración de esperanza tan conmovedora y tan triste, y a la vez tan sabia, porque el hecho de saber pactar con la vida con arreglo a las circunstancias, y no con arreglo a las aspiraciones con respecto a la vida, puede ser una forma envidiable de sabiduría.

Cuando leemos un nuevo libro de un poeta de obra ya hecha, estamos llevando a cabo una lectura contextualizada de ese libro: toda obra poética establece su coherencia interna, de modo y manera que las aportaciones las leemos en función del precedente. Toda obra poética es una creación dinámica, y en su propio dinamismo encontramos su clave y su sentido. Una obra poética crea, en fin, un dibujo, no un garabato aleatorio, y este libro póstumo de Ángel González hay que leerlo desde la perspectiva de su obra anterior, porque ahí es donde adquiere grandeza desde su modestia aparente.

Estamos además ante un poeta que siempre buscó la precisión frente a la profusión, ante un poeta que sabía delimitar muy bien los contornos de sus textos, ante un poeta que jamás se sintió tentado por el verbalismo, ya que siempre fue muy estricto no solo a la hora de concebir un poema, al ser poeta de obra relativamente breve, sino que también fue estricto a la hora de barajar los elementos que habrían de conformar el poema.

Por eso digo que Nada grave es un perfecto libro de cierre de una trayectoria poética. La culminación coherente de un proceso. No se trata de un libro anecdótico, de una recopilación forzada de los flecos de una labor en declive, sino de un libro acorde con la circunstancia de su autor, de un libro que expresa la verdad de una etapa y que se inserta dignamente en el conjunto de su obra poética.

Ángel González no era en absoluto vanidoso y no aspiraba ya a más honores. A pocas personas ha conocido uno tan despegadas de la vanagloria, a pocos poetas menos profesionalizados que él. De ahí la certeza de que estos poemas últimos brotaron de una necesidad acuciante de expresión, de una necesidad de puesta en claro de una emocionalidad turbulenta, con la aspiración de clarificarla —y de testimoniarla, claro está— en el poema.

Y ahí los tenemos, en fin, casi tan hechos de nada, como el propio Ángel en sus últimos años, con sus pasos tan derechos y medidos. Con su voz tan quebradiza. Tan livianos, tan desolados, tan exactos, tan próximos al silencio, con tantas ganas de callar. Con tanto valor y con tan poco valor como el que tiene una vida. ■ ■


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