Autor: 18 enero 2008

Fiódor M. Dostoievski: Diario de un escritor

Traducción, selección, introducción y notas deVíctor Gallego Ballestero. Alba Editorial, Barcelona, 2007

La editorial Alba, en su colección de Clásicos, acaba de publicar una amplia (y atinada) antología del Diario de un escritor, de Fiador Dostoievski, obra cumbre, considerada parte del testamento espiritual del escritor (la otra parte es Los hermanos Karamázov, la novela que a la muerte del escritor, en 1881, quedó inconclusa, sin la proyectada segunda parte), de la que en castellano una anterior versión completa preparada por Cansinos-Assens para la editorial Aguilar, «versión meritoria, aunque faltan algunas líneas e incluso párrafos enteros y, en general, adolece de errores de comprensión que a veces alteran y cambian por completo el sentido original», según informa Víctor Gallego Ballestero, traductor y responsable de la selección de textos que componen este tomo.

Diario de un escritor reúne los trabajos que Dostoievski empezó a publicar en la revista El ciudadano en 1873, tras aceptar la dirección de la misma, y por tanto en un momento de plenitud no solo creativa sino también social, por la creciente popularidad alcanzada y el general reconocimiento tanto en medios intelectuales como políticos. Sin embargo, al poco, en 1874, abandona ese cargo por desavenencias con el propietario de la publicación, el príncipe Meschherski, para retomar el proyecto del Diario en 1876 y 1877, editándolo ahora por cuenta propia, en entregas mensuales.

El propio autor aclara en la primera entrega los datos y las circunstancias de su nombramiento, y expone una ácida reflexión sobre las adversas condiciones de escribir y pensar con independencia en Rusia, que parecen preludiar las mencionadas incidencias que no tardarían en llegar. El propósito que guía su pluma también queda explicitado en esa primera entrega —hablar a los ciudadanos, dado que la medicina enseña que hablar solo con uno mismo denota predisposición a la locura—, así como el plan de los asuntos o materias a tratar. Dostoievski hablará «de todo lo que me llame la atención o me haga reflexionar».

La intensidad del acento personal del Diario es patente en cada una de sus páginas y sin duda es este el rasgo más valioso del libro, porque, independientemente de la materia o el asunto tratados, el lector siempre ve a Dostoievski: su fondo, su interior, el fluir de su pensamiento y el latido de sus emociones y sentimientos. Si del autor se ha destacado su peculiar dualidad, esos dos planos —«uno más directo y tajante, que se expresa con la mayor precisión y elocuencia; y otro más oblicuo y alusivo que se expone siempre a través de una voz interpuesta, la literatura, la narración, la pantalla de un personaje ficticio», como los define Víctor Gallego— que confieren a su obra el tono dialógico señalada por Bajtin en su clásico estudio sobre el novelista ruso, aquí, más que en otras obras dostoievskianas, oímos ese diálogo con un interlocutor invisible que al mismo tiempo es un aparte, al que se dirige y refuta, critica y ataca, del que se defiende y ante el que se reivindica este eterno contradictor e «idealista incorregible» que busca valores sagrados porque los ama y porque los necesita para vivir, y porque desearía que «los ideales que consideramos sagrados lo fueran un poco más».

Tal característica —la intensidad casi confesional— se aprecia con claridad en las colaboraciones de carácter ensayístico pero es que en las piezas narrativas este rasgo nos permite ver cómo trabaja la imaginación del autor, cómo a partir de un suceso real o de una idea que le preocupa construye el correspondiente relato literario. Máximo ejemplo tal vez lo constituye «La mansa», una de sus piezas magistrales. Pero hay también aquí otros ejemplos destacadísimos, como «La historia del mujik Maréi», el proyecto que desembocará en El adolescente, «Bobok», o «El sueño de un hombre ridículo». Y hay asimismo otra buena porción de ejemplos menudos que igualmente nos muestran al escritor en acción, pequeños cuadros donde vemos a Dostoivski paseando por la calles de San Petersburgo un día de verano y preguntándose por la razón de la tristeza que hay en los domingos al par que sigue los pasos de otros transeúntes anónimos para imaginar sus vidas (como en el caso de un artesano que camina acompañado de un hijo pequeño). Hay también en el Diario varias muestras de los recuerdos literarios de la juventud del escritor (con una amplia referencia a la recepción y lectura crítica que tuvo Pobres gentes por parte de Nekrásov y Belinski, a quienes tanto admiraba el joven escritor), así como de otros episodios de su vida (singularmente, la etapa de activismo político y destierro, lo que en parte le lleva a revisar su personal Netchaiev de Los demonios). Y hay espléndidas muestras del Dostoievski lector: de sí mismo, y de los otros: Gógol (su Pingórov como un precursor), Tolstoi (Anna Karenina), Turguéniev (Tierras vírgenes) y, sobre todo, Pushkin, aludido muchas veces y protagonista del célebre «Discurso» de 1880 con que se cierra esta antología del Diario.

Ahora bien, tanto como la literatura cuenta aquí la vida: la vida de aquella Rusia que cambiaba y que inquietaba profundamente a un Dostoievski que se preguntaba qué novelista sería capaz entonces de alzarse como historiador de las nuevas pobres gentes dada la separación entre los intelectuales y el pueblo, y dadas las transformaciones que observaba en este, así como la disgregación general de aquellos años (tema al que vuelve más de una vez), que afectaba al «carácter fortuito y casual» de la familia, con el consiguiente predominio del tipo de «padres indolentes» frente a los «padres fervientes». Este sería el telón de fondo o cañamazo sobre el que se trazan los dos grandes temas que —con sus variaciones— recorren las páginas del Diario de un escritor, y que se abordan desde la crónica y el apunte social (o sociológico), la reflexión crítica o la narración. Esos dos grandes temas son la educación y el trato que se da a los niños (el futuro de Rusia), con una particular mirada a los casos de suicidio entre los jóvenes; y los valores sociales (atendiendo a las sentencias emitidas en varios juicios con jurado popular que por entonces acababa de ponerse en práctica, y a otros ejemplos extraídos de los hábitos y conductas cotidianas), valga decir la mentalidad y moral del pueblo.

Trate de lo que trate el autor, el lector siempre percibe la singular mirada de Dostoievski, un hombre muy consciente de lo importante que es (no solo para el artista) tener ojo y saber mirar. Lo proclama en octubre de 1876, enfadado ante la escasa resonancia que había tenido el escandaloso veredicto del «caso Kornílova» (cuyo seguimiento le desvela hasta el punto de llevarle a visitar a la condenada en la cárcel y comprobar así lo cierto o no de sus especulaciones): «La verdad es que no entiendo dónde tienen los ojos nuestros novelistas: ¡ahí tienen un tema, ahí tienen una verdad como un puño para describir paso a paso!». Y lo reitera poco después: «Observad cualquier hecho de la vida real, incluso uno que no tenga nada de especial a primera vista; por poco ojo que tengáis y a poco que sepáis mirar, descubriréis una profundidad que no se encuentra ni siquiera en Shakespeare. Y a eso se reduce toda la cuestión: a tener ojo y saber mirar».

Ana Rodríguez Fischer


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