Autor: 9 noviembre 2007

José María Merino: El lugar sin culpa. Los espacios naturales.

Alfaguara, Madrid, 2007

Entre los muchos sueños que han tenido los humanos, desde volar a ser invisible, no podía faltar ese otro que consistiría en abandonarlo todo definitivamente y perderse, convirtiéndose en un ser anónimo, logrando borrar la memoria, la culpa. Pero, ¿acaso es posible huir, evadirse de la existencia cotidiana, abandonar a nuestros seres más cercanos? Quizá sea así, pero ¿adónde se puede huir y —sobre todo— durante cuánto tiempo? Frente a estas cuestiones principales que se plantean en la narración, las respuestas provisionales son: tal vez sea posible, aunque la definitiva —ya lo anticipamos— es que no.

Con esta nueva obra, José María Merino obtuvo el XVIII Premio de Narrativa Torrente Ballester, que se concede a obras escritas en gallego o castellano, uno de los pocos galardones literarios que no han perdido prestigio, y que ya han conseguido también Antonio Pereira, la argentina Vlady Kociancich, Ignacio Martínez de Pisón, Manuel Rivas, Luisa Castro, Víctor F. Freixanes, Xosé Carlos Caneiro y Andrés Barba. Pero, además, el autor ha anunciado que ésta es la primera entrega de una trilogía, aunque las novelas vayan a ser completamente independientes, dedicada a los espacios naturales, y a ello remite el subtítulo de la obra, cuya segunda parte parece ser que transcurrirá en la montaña y narrará un regreso, mientras que la tercera está previsto que transcurra en un lago.

No cabe duda de que en la presente novela corta, la isla, el espacio en donde se desarrolla la acción, desempeña un papel fundamental. Este lugar minúsculo y semidesierto, una zona silvestre, semiprotegida, que bien pudiera ser la isla de Cabrera (Jesús Fernández Santos y Pedro Zarraluki la utilizaron en sus ficciones; mientras que Carlos Garrido, en Cabrera mágica, relata alguna de las historias que reutiliza aquí Merino), se nos presenta como un espacio simbólico. Por lo que se dice en la ficción, allí hubo una basílica paleocristiana; restos prerromanos (e incluso llegó a decirse que en ella había nacido Aníbal); una cripta con un ara mitraica; un convento de frailes en el siglo VI, quienes —por lo visto— vivían en una continua bacanal; y que a comienzos del XIX dejaron abandonado en ella un grupo de prisioneros franceses que, para sobrevivir, tuvieron que recurrir al canibalismo. Con motivo de la Primera Guerra Mundial, el ejército expropia la isla y deja allí un destacamento que ha permanecido hasta nuestros días, conviviendo con el fantasma de un aviador alemán que se había estrellado en ella.

El protagonismo se centra en un solo personaje, la doctora Ángela Gracia, una bióloga que llega a la isla en busca de soledad, pero también para encontrar la calma y la serenidad que puede proporcionarle la cercanía con la naturaleza, algo que no logra en la ciudad, y donde continuar trabajando en un laboratorio. Pero, ¿por qué huye? Pues, por la desazón que le producen diversos problemas familiares, entre ellos, una madre amargada y con demencia senil; una hermana quejosa; una hija —de 22 años— «huraña y perdida en las aventuras de una juventud que no admite consejos», boba hasta decir basta; y un marido sin carácter ni sustancia, incapaz de encarar los problemas. Con todo ello siente una gran insatisfacción que no sabe cómo solucionar. El único personaje que le disputa este casi absoluto protagonismo a la doctora, aunque esto sólo suceda en los últimos tramos de la ficción, es un teniente, a través del relato de su historia personal y el testimonio directo de la guerra, quien permanece castigado en la isla por una acción reprobable.

La narración se compone de quince capítulos, el primero y el último empiezan lo mismo, marcados por la sucesión del paso del tiempo. La acción transcurre durante dos días, a partir de las ocho menos cuarto de la tarde; de tal forma que al inicio de cada capítulo se anuncia la hora en la que comienzan a transcurrir los hechos. Lo singular estriba en que todos los habitantes de este territorio (militares, científicos, buceadores…) son ocasionales, gente de paso con «ruinas interiores», seres desarraigados, de ahí que las relaciones que se entablen entre ellos también nos resulten peculiares. Quizá por todo lo cual, se nos presenten como arquetípicos, con su nombre –no siempre- y apodo característico. Así, la Alegre Rosita, ayudante de la doctora; el Hombre de los Tesoros, el arqueólogo; el Chico Taciturno, su becario; el Intrépido Buceador; el Apuesto Oficial, teniente del destacamento militar; el Poeta Suicida; Ingrid, la Rubia Cantinera; Rafalet Viejo, el Pescador Tradicional; la Hermana Preferida; la Nena Enfurruñada, el Buen Marido y el Guapo Nadador. Algunos de estos apodos son meramente descriptivos, pero otros son irónicos o directamente críticos, según ocurre también, por ejemplo, con los personajes de Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura. E incluso ciertos lugares, como el cobertizo, el Lugar Sin Nombre, se motejan de acuerdo con el mismo sistema. No en vano, todos ellos le recuerdan a la protagonista a gente conocida en la vida real, o en las ficciones, como ocurre en los escarceos que se producen entre el teniente, la camarera y su pareja, el escultor (el Bizarro Militar, la Linda y Jovial Mesonera y el Escamillo), quienes acaban representando una versión, aunque algo más grotesca, de Carmen. Lo arquetípico, en suma, quizá valga aquí como una forma de centrar la atención del lector en los sentimientos, en la relación que se genera entre los personajes y la que entablan éstos con el entorno, con la naturaleza, de lo que los baños desnudos de la doctora en la playa sería un buen ejemplo.

En la obra de Merino nunca falta la reflexión metaliteraria. Así, en esta ocasión, la conciencia de los personajes de que el escenario que ocupan es el «ideal para una novela con un crimen enigmático, difícil de desentrañar» (p. 54), propicia una crítica al género policíaco, ya que «la mayoría de las veces, es un truco para mantener el interés de una ficción que no se sabe defender dignamente de otro modo» (p. 54), a lo que también se añade la parodia de los excesos de la poesía vanguardista, como cuando el arqueólogo se burla de los llamados «poemas unívocos», del arte del soleto que cultivaba el Poeta Suicida (pp. 44 y 45).

La acción transcurre en el presente, pero Merino la adoba con lo legendario y misterioso. Así, enfrenta lo que él denomina la naturaleza consciente (los seres humanos) con la inconsciente (la lagartija, el pino…), para mostrarnos, si es que era preciso, que el daño, el mal, siempre lo pone el hombre. Pero, al fin y a la postre, la protagonista no puede tener relaciones carnales con la isla, como piensa en algún momento, ni siquiera consigue lagartizarse o arbolizarse; como tampoco consigue lograrlo del todo Rafalet Viejo, el pescador, quizás el más dotado para realizar una mimetización de esta especie.

La llegada de un barco a la isla, al final del capítulo quinto, con el cadáver de una joven que lleva en la mano una sortija de turquesas, así como las cuatro historias que cuentan, respectivamente, el arqueólogo, el buceador, Rafalet y el teniente, hacen que la doctora piense que «la muerte ronda como un lobo», empezando a temer por la vida de su hija desaparecida. Es aquí, por tanto, en el capítulo sexto, donde empieza a gestarse el desenlace de la obra, el cambio de actitud que va a operarse en Ángela Gracia; aunque la marcha directa hacia el final no la ponga hasta la conclusión del capítulo duodécimo, cuando sueña que se desdobla en una lagartija, aunque a la vez continúe siendo ella misma.

Por fortuna, no siempre los sueños producen monstruos. En esta ocasión, la fuga de la protagonista concluye con el regreso, con una vuelta a su realidad habitual, con las ideas más claras, y más convencida de sus obligaciones. Se da cuenta, por tanto, de que es imposible huir, de que no hay lugares sin culpa, como tampoco hay sitios neutrales, sin relaciones particulares. Sea como fuere, el caso es que siempre lleva uno consigo las inquietudes, los fantasmas, aunque en esta ocasión, la distancia, la separación, le proporcione a la protagonista la lucidez suficiente para comprender que no queda más remedio que afrontar los problemas e intentar solucionarlos.

En esta novela corta, escrita con inteligencia y maestría, José María Merino ha logrado sintetizar las virtudes del relato y de la novela clásica, tales como la sobriedad, la intensidad, la tensión narrativa, y la complejidad y desenvoltura con que actúa la protagonista, sin olvidar la amenidad, según mandan los cánones del género, que siempre deben tenerse en cuenta, al menos como punto de partida, sobre todo ahora que tantos ponen en cuestión su existencia, con tan escaso fundamento por lo demás.

Fernando Valls


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