Autor: 22 noviembre 2007

Juan Manuel Muñoz Aguirre: Hacia el viaje (Premio Internacional Margarita Hierro)

Colección Alegría, I,Madrid, 2006

Juan Manuel Muñoz Aguirre (Madrid, 1959) es prácticamente un desconocido en el actual panorama de la poesía española a pesar de haber publicado tres magníficos libros, Omnia (1986); Adiós, dijo el duende (1991); y tras un paréntesis quizá demasiado largo para lo que nos tienen acostumbrado los hábitos editoriales de los poetas españoles de hoy, un paréntesis de tres lustros, ha dado a la luz Hacia el viaje (2006), un poemario que señalamos desde ya como uno de los mejores de las últimas dos décadas en España. Esta situación de desconocimiento del autor y de su obra a pesar de su enorme valía tendría que ser explicada por fuera de nuestro sistema literario, tanto por fuera del importante —y necesario— mercado-distribución de las grandes editoriales españolas, como por el escaso interés del autor en promocionarse, fomentarse, adscribirse a una escuela, enaltecer una tendencia o de vilipendiarla. Una escasez de relaciones sociales en el mundo de los poetas que, si bien no ha sido rentabilizada desde el punto de vista de la potenciación editorial o comercial de la propia obra, sí desde el punto de vista creativo e independencia de una personal trayectoria. Pero podría decirse que al fin y al cabo, Adiós dijo el duende, ganador del VI Premio de Poesía Hiperión en 1991, obtuvo un canal adecuado para la difusión que se merecía el libro. También es cierto que tras aquel premio—recordemos: tan anhelado entonces— nuestro autor ha desaparecido de la escena poética española hasta hoy. Ni lecturas, reseñas, publicaciones en revistas, ni actos públicos. Nada. No es el caso de otros autores que por la razón coyuntural de haber brillado en un momento determinado, se imbuyen en la lógica literaria de algún lugar y navegan en ella, con mejores o peores resultados, pero se hacen su hueco. No es el caso de Juan Manuel Muñoz Aguirre, que desapareció por completo. Aun así, y tras esta reaparición después de quince años, no deja de sorprender la negligencia distribuidora del Centro de Poesía José Hierro de Getafe, descuidando hasta lo inverosímil la promoción de su propio premio de poesía, su primer libro. Con decir que ni siquiera se encuentra registrado en el ISBN…

Dejando a un lado detalles extraliterarios que, aunque puedan aportar algo en los alrededores de a obra, en el fondo de esta reseña se nos quedan a trasmano, y teniendo aquí la oportunidad de comentar esta última entrega de Muñoz Aguirre, vamos a explicar un poco la poética de este excepcional autor inexistente en antologías, repertorios, etcétera. Y urge, no obstante, una reedición de sus tres poemarios en un solo volumen y en una editorial que distribuya como se merecen estos textos, una difusión nacional. Porque nos encontramos sin duda ante uno de los poetas más importantes de su generación, un autor que con solo tres libros—y hay que atender a las fechas de publicación de cada uno— ha marcado una pauta personalísima, lúcida, cargada de lirismo y visceralmente emotiva, al margen de modas y etiquetas. Los poemas de Muñoz Aguirre son marcas en la piel, ascuas vivas entre ceniza, y hace falta reivindicar esta poesía cargada de vitalidad. Aunque existe un número considerable de poetas en lengua española apto para escribir un buen poema, pocos hay con esta capacidad que nos ocupa, la facultad de describir el mundo, contar historias o anécdotas como aventuras o leyendas, emocionar sin darle concesiones al coloquialismo o al hermetismo, cultivando un lenguaje propio sólo de los grandes autores.

Ya desde Omnia (1986), premio Ciudad de Alcalá de Henares 1985, se pueden observar muchos rasgos, entonces algo menos desarrollados, o basados en otros recursos que luego se han ido desechando para asumir otros, de los que se aprecian en Adiós, dijo el duende (1991) y, más recientemente, en Hacia el viaje (2006). La unidad de esta poética salta a la vista y se podrían reunir estos tres volúmenes bajo un solo título puesto que hay una asombrosa unidad que los recorre a los tres, si bien no es de extrañar que Muñoz Aguirre sea un poeta a destiempo que suele nadar contracorriente: en la segunda mitad de la década de los ochenta se pueden datar, aproximadamente, los mejores y más sonados libros de la poesía de la experiencia, esa corriente que ha dominado la escena literaria española durante las últimas décadas. Y es en aquellos momentos cuando aparece un libro que, sin renunciar a la figuración o al diálogo, se distancia conscientemente de aquellos escenarios urbanos y lenguajes naturalistas. No es que la poesía de la experiencia no arrojara buenos libros, que lo hizo, estupendos libros (ya lo hemos señalado en otros lugares), sino que la poesía, evidentemente, no acababa ahí; y ya desde esa etapa de apogeo se vislumbraron propuestas distintas, voces poderosas que, sin embargo, no lograron llegar al gran público. Y no llegaron por varias razones, porque tampoco tenían vocación de llegar, es cierto, pero también habría que tener en cuenta que la poesía española a finales de los ochenta y durante los noventa, incluso hasta hace bien poco, se ha encontrado bipolarizada en aquellos que practicaban el misterio más absoluto, un misterio que ellos mismos, como autores, eran solo capaces de desentrañar, que se llamó poesía del silencio, y la otra tendencia, ya citada, que dio como hemos dicho excelentes libros pero que también se repitió hasta la saciedad con epígonos en escenarios ya vistos y lenguaje hecho cliché. Esta situación de hegemonía y lucha ha cambiado levemente en este siglo, con la incidencia de otras corrientes, de voces jóvenes que conjugaban diferentes tradiciones y, por supuesto, la asunción de varios entronques temáticos, distintas ópticas discursivas a la hora de enfocar el texto. Y quizá sea el momento de reivindicar la poética de Muñoz Aguirre como alguien que ya trabajó en su día por romper esa dicotomía. Escogemos un poema —casi al azar—de Omnia para ilustrar esa combinación de elementos heteróclitos que le distingue y que, entonces, presentó algunos coqueteos con ciertas poéticas más depuradas en alguna sección de aquel libro de 1986, sin renunciar a la intimidad:

VI

Vago deseo de piedad,

apenas el vértigo inmóvil

de la sangre, y ya una caricia

nos advierte:

es el olvido,

cuerpo distante, rostro ajeno,

iluminada ausencia que desdeña

la oscura tentación de estar vivo.

(p. 53)

En definitiva, este pequeño merodeo en torno a la poesía actual quiere destacar Hacia el viaje, un libro que pone la voz en lo que importa, sin renunciar a la figuración pero sintetizando al máximo la palabra, la frase hecha, un lenguaje poético meticulosamente escogido, alejado por un lado de los misterios irrevocables del ser, y por otro de la coloquialidad cotidiana y de los escenarios planos, traspasado de intensidad narrativa. A través de ese lenguaje sabiamente dirigido, amontonado, esparcido y vuelto a amontonar, en la poesía de Muñoz Aguirre —y no solo en este libro sino que se puede observar unitariamente en los dos anteriores— los objetos que vemos y sentimos, que usamos, adquieren el carácter de símbolo, un símbolo con toda su profundidad, más aún que si hubiera sido usado como símbolo en sí. La sintaxis —como techné— trabajada que usa nuestro autor, al borde de la quiebra y de los límites de estructuración del lenguaje, juega en cualquier momento con el uso de los ritmos en el verso y, a la vez, como en un peligroso equilibrio, configura una frase en la que predomina el sentido. Obviamente, no aludimos al aspecto cartesiano de la palabra sentido, sino a ese espacio rizómatico que el lenguaje frecuenta, por el que se desliza, según atestiguara Gilles Deleuze. La ruptura de las categorías kantianas racional/irracional está en esta poesía siempre funcionando, interactuando; una ruptura que, naturalmente, no está al servicio del intríngulis o lo intrincado sino de la emoción, la historia—léase fábula— acrisolada, la comprensión de las cosas. El lenguaje de Hacia el viaje, habría que insistir, se presenta como fragmentos de realidad, puesta en diferentes direcciones semánticas al ser extrapolada al plano escrito, previamente seleccionada. Porque en todo momento la sensación que el lector posee es la de un lenguaje que pertenece al lenguaje coloquial, que no se aleja de la realidad sino que la eleva, sin resultar en ningún caso lenguaje elevado sino sustancia lírica, materia narrativa. A veces, curiosamente, esos fragmentos de lírica contienen, por esa elevación, un punto de épica con la que algunos poemas adquieren un tono legendario y una atmósfera prerromántica. No olvidemos que nos hallamos ante un poeta muy consciente de sus posibilidades y seguro del efecto del poema como artefacto lingüístico. El prerromanticismo, por eso, poseyendo las características del sujeto romántico pero sin renunciar a un punto de lógica o de intervención sobre el lenguaje, sin dejarse arrastrar del todo por la avalancha de los sentimientos, bien podría acomodarse a esta poesía que deja entrever más de lo que dice, que sugiere, y que es una auténtica isla en el panorama de la poesía española contemporánea, por la rareza de su dictum, por el resultado compositivo de estrofas y poemas, por la belleza de los resultados y por la trayectoria general del autor.

Esa comprensión de las cosas a la que aludimos se efectúa en la relación del sujeto con los objetos, en los cuales el narrador se recrea, como quien analiza un mapa desconocido o unas coordenadas sin explorar. Hay que interpretar unas coordenadas y un mapa, por sí solo, no dice nada, porque la realidad, a falta de una particular mirada, es un espacio anárquico que hay que descifrar. A través de este particular estudio de las cosas se alcanza con más nitidez el papel del sujeto. Lo importante, a falta de otras certezas, en el análisis de la relación sujeto-objeto, siempre será ese mundo exterior que nos mostrará empíricamente lo que hay y que nos despreocupará de la imposibilidad de conocernos a nosotros mismos. Y debido a esta paradoja podemos, no obstante, conocernos, si no totalmente, sí de modo sumario. La idea —más bien la noción— de referente es muy importante, y es que aquí es donde convergen las poéticas contemporáneas españolas de las últimas dos décadas, y también donde se separan. El autor modula el lenguaje y, desde el inicio, el referente al que forma parte. En la última sección del poemario, por ejemplo, existe una ciudad rodeada de nieblas que casi con precisión es Venecia, pero nunca se dice claramente. Este referente, nunca dicho, nunca explicitado, sin embargo está aludido en innumerables ocasiones, en circunloquios, en descripciones, en referencias. Pero esto es una consecuencia y la poesía de Juan Manuel Muñoz Aguirre posee muchos más alicientes en los que podríamos abundar y que dejamos para otra ocasión. De todos modos ya hemos planteado algunas de las características de esta poesía que merece una lectura por parte de la crítica más detenida y un análisis comparativo más detallado, y que con certeza y con el tiempo se llegará a hacer.

Juan Carlos Abril


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