Autor: 3 junio 2010

No soy historiador, de modo que no se deberá esperar de estas cuartillas revelaciones extraordinarias ni novedosas. No soy más que un escritor, y si no se me tomara por una arrogancia, diría que un modesto novelista y un poeta que se ha ocupado de hechos nimios casi siempre, y de un hecho nimio, microscópico, voy a ocuparme ahora: de una fotografía.

Llegó después de la guerra al Ministerio de Fomento, requisada por algún servicio de incautación del ejército vencedor. Allí permaneció sepultada muchos años, hasta que este Ministerio cedió en los años sesenta sus viejos archivos de la guerra al Ministerio de Información y Turismo, que a su vez los traspasó al de Cultura, donde seguían en 1984, año en el que finalmente este Ministerio hubo de desalojar el edificio y traspasar aquellos fondos documentales y gráficos a la Biblioteca Nacional. Allí siguieron durmiendo su largo sueño otros veinte años, hasta que, en el curso de ciertos rastreos documentales, Eric de Giles, un joven investigador comisionado por la Residencia de Estudiantes, la descubrió.

Acaso nadie desde que fuese tomada en el verano de 1937 la había vuelto a ver, con la excepción de los funcionarios que la inventariaron y custodiaron esos años. Pero era, desde luego, y a todos los efectos, una fotografía desconocida para todo el mundo, aunque no son en absoluto desconocidos los seis personajes que aparecen en ella ni tampoco el fotógrafo que la hizo.

Una fotografía (Andrés Trapiello)

Se ve a un grupo de seis personas, tres hombres y tres mujeres, cogidos del brazo, todos ellos en traje de baño, y avanzando en carrera hacia el fotógrafo como en aquel juego infantil de «tapar la calle». Siguen siendo jóvenes, a pesar de que la edad de muchos de ellos se tuviera entonces por la de quienes han dejado ya atrás la juventud y los juegos, y han buscado conscientemente componer la fotografía, porque aparecen simétricamente salteados.

Su aspecto les adscribe de modo inequívoco a una clase superior. En una época en la que el aspecto personal y la indumentaria delataba la clase social a la que se pertenecía, y a veces con gravísimas consecuencias, ya que «parecer» burgués por la indumentaria o la fisionomía podía acarrearle a uno la muerte, y «parecer» obrero o campesino lo mismo, según el bando en el que se estuviese, podemos asegurar que quienes aparecen en esta fotografía pertenecían a una clase privilegiada. Privilegio era, sin duda, disfrutar de un día de playa. La alegría que muestran les vuelve inocentes: aseguraríamos incluso que viven en sintonía con su medio natural. El hecho de la indumentaria es significativo porque el año en el que fue tomada la foto, 1937, se libraba en España una guerra civil y era preciso sintonizar con el medio en el que se estaba si se quería sobrevivir. También es significativo el lugar donde fue tomada, Valencia, ciudad escogida por la Alianza de Intelectuales Antifascistas para el II Congreso Internacional de Escritores que estaba teniendo lugar entonces y donde, desde hacía siete meses, se había instalado provisionalmente el Gobierno de la República.

La guerra, que algunas fuerzas políticas consideraron en la zona republicana una revolución, había enaltecido los valores populares, proletarios y campesinos, y en las fi las de ese pueblo se miraba con desconfianza, cuando no se la perseguía abiertamente, cualquier manifestación del viejo espíritu burgués. Sin embargo la actitud festiva de esos personajes sugiere que se trata de unos burgueses que no temen a las circunstancias, de unas gentes que porque no se sienten culpables creen estar a salvo. ¿Lo estaban? El día en que el fotógrafo los fijó para siempre en ese trozo de papel emulsionado disfrutaban de un día de playa. ¿Habrá algo menos bélico que esa escena en la que alguien decide orillarse de la guerra para desnudarse, es decir, para dejar a un lado las armas y desarmado, o sea, inerme, tomar el sol y nadar sin temor?

Que son burgueses lo indica también el hecho de que de ese momento feliz haya quedado testimonio fotográfico. Ni los proletarios ni los campesinos de entonces tenían por costumbre tomar el sol en una playa ni mucho menos fotografiarse en ella si lo hacían. Por lo general las clases humildes no tenían tiempo de tales expansiones, tan extremosas eran sus vidas, y solo acudían al fotógrafo cuando se casaban o, si acaso, cuando se cruzaban con uno ambulante en una plaza o en una feria de atracciones. Nunca cuando vacaban, valga decir. Y por ello esta fotografía llama poderosamente nuestra atención, ya que si algo parece contradecir una guerra es la idea de vacación, siendo la guerra el más duro, inexcusable e ininterrumpido de los trabajos, se gane o se pierda.

Los personajes de la foto parecen estar viviendo un momento de plenitud, desde luego, tanto o más extraño cuanto que están rodeados por todas partes de destrucción y sospechas, aunque las expectativas no son malas. La mayoría cree que la guerra no está perdida todavía. Muchos admiten incluso que se puede ganar. En medio de todo Valencia está alejada del frente, y los bombardeos de la aviación o de la armada facciosas no son ni tan frecuentes ni tan sangrientos como los de Madrid. Pese a que hace un año nadie habría podido imaginar que aquel levantamiento pudiera haber durado tanto, son muchos los que creen en una pronta victoria, persuadidos de ello por la propaganda de un gobierno controlado por los comunistas a través del doctor Negrín, que tras los trágicos sucesos de mayo de ese año ha sido promovido como presidente del consejo de ministros. Y sin embargo algo ha empezado a cambiar. Una de las personas que aparece en la fotografía ha sido detenido ya por el temible Servicio de Seguridad Militar, acusado de espionaje, y aunque le pusieran en libertad después de una noche de zozobra, algunos de sus amigos vivieron esas horas con alarma. Todos saben que en una noche sobran muchos minutos en los que cualquiera puede desaparecer para siempre o aparecer a la mañana siguiente tirado junto a la tapia de un cementerio. Muchos han sido asesinados de ese modo en Madrid y en otras partes de España en menos tiempo. Si aquel hubiese sido un hecho aislado es posible que sus amigos no lo hubieran tenido en cuenta, pero unas semanas antes le había ocurrido algo parecido a una persona conocida bien por todos los que figuran en esa foto, Concha de Albornoz, a quien ni su trayectoria personal ni su trabajo durante la guerra ni su apellido habían librado de una detención arbitraria, bajo acusaciones idénticas, y con el consiguiente susto. Por tanto, cuando detuvieron a ese hombre que en un extremo de la foto corre en bañador, descalzo, con el torso desnudo y riéndose, muchos pensaron que la ciudad de Valencia, tan apartada del teatro de la guerra, era no menos peligrosa o más si cabe que el mismo frente, porque la bala que podía acabar con la vida de cualquiera podría llegar por la espalda, como había sucedido en Barcelona en los sucesos de mayo.

La detención, no obstante, no preocupó al interesado, que mostró siempre para esa clase de hechos una irresponsable displicencia. Aún sería detenido alguna que otra vez, y ya no por razones políticas, sino «morales», como se hizo constar en el correspondiente atestado, sin duda porque su aspecto, otra vez los indumentos, era, según su amigo Gil-Albert, «el de un personaje de comedia wildeana más que de ciudadano en pie de guerra».

Pero no todos acogen los mismos sucesos con idéntico temple, y aquella detención del amigo preocupó e inquietó lo indecible a algunos de los que ese día se fueron a la playa con él. La vio como un presagio funesto de lo que a él mismo podría sucederle el que ocupa el centro del grupo. Es este hombre joven, sin duda, la persona a quien el tiempo tenía reservado un más distinguido destino y amargos sinsabores. Pero entonces no era sino otro miembro más de la generación de poetas que había irrumpido con estrépito en la escena literaria española, pero a diferencia de quienes ocupaban las primeras fi las, ni su nombre ni su obra había conseguido imponerse más allá de unos círculos restringidos. Tenía además fama de ser un hombre difícil. En la fotografía no lo parece. A diferencia de sus amigos, que muestran en ella el torso desnudo, lleva una de esas camisetas habituales entonces en los atuendos de bañista. Corre en su compañía y ríe también. Diríamos que es un hombre enteramente dichoso. De los cientos de fotos que de él se conservan sin duda es esta en la que aparece más distendido y risueño, a diferencia de tantas en las le vemos posando con estudiada gravedad o afectación. Nos llama la atención igualmente ver tan bien avenido con sus camaradas a quien pasaba por ser un espíritu ríspido, misantrópico y solitario. Lleva el pelo hacia atrás, fijado con pomada o acaso mojado, por haber salido del baño, y luce uno de aquellos bigotes recortados con el que los galanes de cine a lo Errol Flynn favorecían sus conquistas. Abraza por la cintura a las dos mujeres que le flanquean. Ellas, ya lo hemos dicho, van igualmente en bañador. Es probable que ese hombre nunca haya estado tan cerca de una mujer en bañador, y desde luego es seguro que nunca lo ha estado así de dos, rozándose con sus cuerpos. Y la fotografía resulta llamativa también porque no solía buscar la compañía de las mujeres, sino la de los hombres. Y por esta razón, por advertir que la «moralidad» de su amigo o la suya propia despertaba la misma intransigencia y fanatismo tanto en la España vieja como en la nueva en la que él se había quedado combatiendo precisamente para cambiar cosas como aquella, que se pudiese detener a nadie por razones «morales», no pudo tomarse a broma el percance que su amigo había tenido con el Servicio de Inteligencia Militar, como tampoco se tomó a broma que a él mismo le acabase de ser censurada, un mes antes, la elegía que había escrito a la muerte de su amigo Federico García Lorca, a quien, a pesar de todo el ensalzamiento de que era objeto como valioso icono propagandístico, se perseguía muerto por parecidas razones «morales».

La censura de aquella estrofa en la que el poeta evocaba «los radiantes mancebos / que en vida tanto amaste», los «desnudos cuerpos bellos que se llevan / tras de sí los deseos» dejó en la página donde la elegía se publicaba una línea de puntos y en el ánimo del poeta la más tenebrosa impresión y el mayor de los desánimos. Detrás de aquel atropello intelectual estaba, ejerciendo la censura del Ministerio de Instrucción Pública, Wenceslao Roces, un hombre oscuro al servicio del NKVD soviético, uno de esos funcionaros que parecen combinar impávidos en la sombra toda clase de crímenes de guante blanco. Acaso entonces, en el mismo momento en que fue tomada la foto, estuviera espiando al grupo desde algún lugar cercano, personalmente él o algún esbirro. Desde luego sabemos que entonces estaba ya acopiando los documentos trucados que engrosarían ese libro, monumento de la infamia, que un año después publicaría con el título de Espionaje en España y el seudónimo de Max Rieger, en el que se justificaba la liquidación del poum y, por consiguiente, el aniquilamiento del dirigente Andreu Nin y de cuantos militantes poumistas y trotskistas fueron asesinados bajo la fantasiosa sospecha de ser agentes de Franco.

Desde mayo, eran muchos ya los que habían dejado de hablar libremente por temor a ser delatados a alguno de esos ciegos servidores del estalinismo. Las conversaciones en la calle, en los cafés, en las asambleas y mítines o en los colmados se reservaban lo indecible, y quienes como León Felipe no lo hacían («ese sinvergüenza de Wenceslao me quiere matar», le oyeron gritar en el hotel Victoria), se exponían a lo peor, como aquel Robles Pazos, traductor de Dos Passos, que un buen día desapareció sin dejar pistas. Las protestas del poeta, al ser informado de que su elegía tenía que publicarse censurada, no sirvieron de mucho, pero le retrajo de una manera inequívoca en su actividades sociales, y su decisión de permanecer al margen de los actos del inminente Congreso de Intelectuales que estaban preparando sus jóvenes amigos de Hora de España fue irrevocable.

Aunque siguiera colaborando con la revista, el poeta dispondría de todo el tiempo. Había llegado el verano, y a falta de cosa mejor que hacer, empezó a ir a la playa. Allí lo encontró Elena Garro, primera mujer de Octavio Paz, integrantes ellos dos de la legación mejicana que iba a participar en el Congreso. «Veía todos los días a un inglés tendido sobre una toalla blanca y con un bañador azul. Nadie se bañaba, solo aquel solitario y yo. Los chiringuitos estaban cerrados y la playa desolada. No fue él quien me dirigió la palabra, fui yo: “¿Usted es inglés?”. “No, soy español”. “Pues tiene un color más bonito que el mío”, dije. “Es que hace más tiempo que vengo a la playa”, contestó». Y páginas más adelante, cuando ya se ha informado de quién es aquel solitario bañista, nos dirá: «Vivía separado del mundo por una cortina invisible», informándonos Garro de que por entonces la única amiga verdadera de aquel solitario bañista era, precisamente, Concha de Albornoz.

El tercer hombre de la fotografía es quien les ha reunido a todos. Hacía un año que habían asesinado a García Lorca. La conmoción entre sus amigos fue devastadora y los sentimientos de dolor y de rabia les llenaron de congoja. Nadie alcanzaba a comprender cómo el primero en morir, y de aquella manera tan ignominiosa, fuese precisamente quien, por su alegría y su candor, parecía estar destinado por los dioses a una vida feliz llena de éxitos. Los homenajes, los escritos en su memoria, las menciones y honores en toda clase de actos se sucedieron a lo largo y ancho de la España leal, elevando su figura a la de mártir, y el gobierno, «como era natural», nos dice Valender, «quiso sacar de aquel martirio el máximo provecho político». Esa fue la razón por la cual el Ministerio de Instrucción Pública encargó al tercero de los que figuran en esa foto la puesta en escena de una de las obras teatrales de Lorca con el fin de agasajar a los asistentes al congreso.

Eligió Mariana Pineda, estrenada diez años antes. Por tal motivo están reunidos los seis personajes de esa fotografía. Las mujeres que tan expansivamente comparten la escena con sus amigos son actrices. Conocemos sus nombres. Habían actuado con el propio Lorca en los montajes de La Barraca. En la reposición valenciana el director le ha ofrecido a una de ellas el papel de Mariana; a otra, el de la Clavela. Los figurines los hará el hombre a quien semanas antes detuvo el Servicio de Inteligencia Militar, y el papel estelar de don Pedro se lo reservó al poeta a quien la censura parecía haber empujado al ostracismo voluntario. No era este un actor, desde luego, pero el director, cuya bondad es unánimemente admitida por todos, quizás haya querido traerle de su solitaria playa y mezclarle de nuevo entre las gentes.

Muchos años después el figurinista recordaría aquellos días de plenitud e incertidumbre. Los ensayos de la obra, en el paraninfo de la cerrada Universidad, fueron divertidos. Todos envidiaban a aquel grupo que parecía haber encontrado una ocupación que les distraía de los pesares de la guerra. Las subvenciones del gobierno habían sido generosas y eso les había permitido a todos ellos desahogar unas economías apretadas por las restricciones y el mercado negro. Nos dirá: «Íbamos a todos lados en equipo [y así parece confi rmarlo la fotografía]; podíamos permitirnos bebidas en el Volga (antes Baviera) y comer en el único restaurante “burgués” con camareros auténticos, abierto para diplomáticos, misiones y periodistas extranjeros».

En todas las informaciones se deslizan pequeños, nimios detalles cuya elocuencia espera ser atendida. ¿No nos dice acaso ese cambio de nombre de un local tanto como un tratado de sociología? ¿No anuncia ese Volga que desplaza a Baviera de su oscuro simbolismo algo más que una contingencia política?

Al fin, la obra se estrenó en una sesión especial programada para los delegados del II Congreso el día 3 de julio en el Teatro Principal, según vemos en el cartel que hizo para la ocasión el amigo de todos ellos Ramón Gaya. La puesta en escena disgustó en los círculos oficiales: «El refinamiento del montaje y la actuación un poco diletante de los actores fueron ferozmente criticados. Cierta pluma incipiente y agit-prop del Partido veía un estilo a la federica en el vestuario. El director cayó en desgracia, lo que celebró con alborozo, y su cohorte, como fuimos llamados, nos dimos por satisfechos con lo bailado», nos contará el figurinista.

En cierto modo se diría que los seis personajes de esa fotografía estuvieran, cogidos de la cintura, bailando una polca. Es probable también que les haya arrastrado a la playa quien mejor y más asiduamente la frecuentaba. No, no hay ninguna preocupación en ninguno de ellos. Ni siquiera en el fotógrafo que registró la instantánea, a quien esa alegría tuvo necesariamente que contagiar. Desde luego no le vemos la cara, porque el fotógrafo es siempre alguien que ve en silencio. Todas las fotografías han de conservar algo del silencio en el que ha trabajado el fotógrafo. ¿Cuántas copias hizo de esa instantánea? Los tiempos en todo caso no eran propicios para esa clase de dádivas, el material escaseaba y se precisaba para más urgentes cometidos: bélicos, políticos o de propaganda. En cualquier caso nunca se encontró ninguna copia en ninguno de los fondos o legados de quienes allí comparecen ante la posteridad, y solo se conoce la que ahora se encuentra en la Biblioteca Nacional, de dieciocho centímetros por veinticuatro, y positivada por el mismo fotógrafo en ese momento, como atestigua su firma al dorso. Que salió del laboratorio y del alcance de Walter Reuter no ofrece dudas porque quienes la incautaron lo hicieron en algún centro de propaganda o redacción de periódico republicanos. ¿Se publicó entonces? Es difícil saberlo, pero probablemente no. Pues lo que caracteriza a esta fotografía es… su inconveniencia. Es cualquier cosa menos una fotografía de guerra, está expresado en ella todo menos aquellos sentimientos que parecen ser propios de una situación de miedo, angustia, muerte e incertidumbre o aquellos otros que la propaganda difundía a todas horas de sacrificio, de solidaridad, de coraje. ¿Qué habrían pensado los milicianos, obreros y campesinos, que en el frente recibieran el periódico con esa foto publicada, al ver a sus intelectuales y artistas de ese modo? ¿No dirían acaso: «¿Para eso estamos haciendo esta guerra?». Y así creeríamos que recae sobre ella una indisoluble culpa: la de representar la felicidad en el tiempo en el que otros muchos, jóvenes, saludables, hermosos, felices y fotogénicos murieron. Por eso podríamos hablar de una fotografía… inconveniente, y, por tanto, impertinente. Lo extraño es, incluso, que la foto no la hubieran publicado inmediatamente después de la guerra los servicios de propaganda fascistas con fines igualmente propagandísticos y mendaces, para desprestigiar una causa republicana que esperaba ganar la guerra con sus intelectuales (homosexuales «además» algunos de ellos) tomando el sol; aunque si los servicios de propaganda franquista no lo hicieron fue, suponemos, porque ninguno de los que en la foto aparecen era lo bastante famoso entonces como para ser reconocido por nadie ni mucho menos para servir a la propaganda de masas. De hecho la foto solo ha podido alcanzar su significado pleno ahora, pasados los años, cuando ya sabemos muchas cosas de todos ellos y de aquella guerra.

Tampoco es probable que ninguno de los que en ella aparecen la vieran. La vida, siempre cruel, quiso hurtarles la imagen más feliz que les quedara de la guerra. ¿De haber llegado una copia a manos de alguno de ellos no la habrían conservado como lo más dichoso, acaso lo único, de aquellos años desolados, y de haber sido así, no la habríamos conocido hace ya mucho? De haberla visto, ¿no habría escrito sobre ese momento Luis Cernuda, acostumbrado a celebrar los pocos dones que el destino puso al alcance de su mano?

Es él quien ocupa el centro de la escena. A su derecha está Blanca Pelegrín y a su izquierda Carmen García Lasgoity; ambas han pasado su brazo por la cintura del poeta, como él ha entrelazado a su vez la cintura de las dos. Junto a Blanca está Víctor María Cortezo, Vitín Cortezo, el íntimo amigo de Cernuda, y junto Carmen está Manuel Altolaguirre, quien a su vez abraza por el hombro a la otra Carmen del grupo, Carmen García Antón. La foto fue tomada por el mítico fotógrafo Walter Reuter. Solo la vida de este hombre, que murió a la edad de noventa y nueve años hace dos, daría para una gran novela. Sin duda la de todos esos personajes fue novelesca.

Probablemente esa fue también la última vez que estas siete personas estuvieron juntas. Desde luego la fotografía sería imposible de repetir solo unas semanas más tarde. La vida acabó dispersándoles por caminos para todos ellos difíciles y llenos de precariedades y servidumbres. Cernuda partiría al exilio solo unos meses después. No pudo sobreponerse a un ambiente que encontraba política y moralmente inaceptables, y a una ciudad controlada por oscuros designios. Jamás regresó a España y el día que murió los periódicos mejicanos le despidieron con notas más breves aún que los anuncios por palabras. A Vitín Cortezo le encontraremos colaborando en la revista fascista Vértice el mismo «año de la victoria», 1939, y a partir de entonces en múltiples proyectos del teatro nacional de esos años, sin que ninguno de sus antiguos amigos le reprochara que lo hiciera, porque lo sabían, tan disparatadamente wildeano, un hombre que con ponerse a salvo de su «moralidad» en aquella España del nacionalcatolicismo tan contraria a ella, tenía bastante. Altolaguirre, acabada la guerra en España, vivió en París, y más tarde en La Habana, y dos años después en Méjico. El impresor por cuyas prensas habían pasado libros de todos los poetas de su generación, acabaría dejando su oficio para dedicarse al del cine. Tampoco podía sospechar que cuando regresó a España en 1959 para presentar en el festival de San Sebastián una película sobre San Juan de la Cruz, la muerte le esperaba en forma de accidente de coche en la carretera general a la altura de Burgos. Carmen Antón se exilió en Buenos Aires, donde ha muerto hace solo unas semanas. Dejó publicadas sus memorias, que nos ponen ante una mujer inteligente y bondadosa, pero también ante la fragilidad de todas las vidas, apenas un puñado de arena que el viento mueve de sitio, o de cenizas, las suyas, que fueron esparcidas por decisión de la actriz junto a la estatua que García Lorca tiene en un parque de Buenos Aires, como si se tratara de uno de esos leales canes que figuran en las esculturas funerarias medievales, dando a entender con ello que acaso nada más significativo ocurrió en su vida desde aquel lejano 1936. Carmen García Lasgoyti fue otra más de esas ancianas que abonándose en su acabamiento a los actos de la Residencia de Estudiantes actual se diría que perseguían aún algo de lo mucho que les había sido arrebatado injustamente. ¿Vivirá o habrá muerto Blanca Pelegrín? Este silencio ilustra también el que ha pesado sobre las vidas de muchas mujeres de esa época. Alguien conocerá sus historias completas. ¿Se exilaría Blanca Pelegrín como Cernuda sin volver a España o moriría fuera de ella como Carmen García Antón? ¿Se quedaría como Cortezo? ¿Se exilaría y volvería a España como Altolaguirre? ¿Se haría apátrida y vagamunda como Reuter?

En todo caso, tanto si existió esta sola copia como si circularon más, tenemos que preguntarnos por qué razón, siendo una instantánea en la que todos los que aparecen en ella, jóvenes y saludables, salen tan fotogénicos y felices, por qué, digo, permaneció tanto tiempo oculta, desconocida. ¿Nadie de los que se tropezaran con ella en su largo y oscuro recorrido sintió que había que sacarla a la luz como testimonio de lo mejor del hombre, de un tiempo en que pareció triunfar solo lo peor? Finalmente acabó publicándose por vez primera en 2002 en el Álbum Luis Cernuda que hizo Luis Muñoz para la Residencia de Estudiantes, y cuando el tipógrafo Alfonso Meléndez y yo mismo tomamos la decisión de que figurara también en las guardas de ese volumen, estábamos insinuando que la vida de Luis Cernuda, tan desdichada, merecía abrocharse con esa imagen feliz e inusual. Es decir, pudo ser publicada al fin cuando la misma guerra era una cosa tan del pasado que a nadie podría ya escandalizar. «Sí, somos felices, disfrutamos de la playa y del baño, nos reímos, España y su salvación han quedado momentáneamente orillados, y ahora nos entregamos a nuestro solo gusto, egoístamente, ¿y qué?», parecen decirnos todos y cada uno de esos seis personajes, con ese derecho a ser felices que ninguna guerra ni ninguna desgracia pueden menoscabar. Se ha repetido a menudo que España no tiene su novela de la guerra civil como tenemos hoy de las campañas rusas de Napoleón Guerra y paz. Aunque solo sea como un síntoma nos interesa fijarnos en el desaliento que parece producirnos a los lectores españoles esta falta, porque lo que ello significa es que la necesitamos aún, conscientes de la orfandad en la que vivimos por su causa.

Y no la hemos tenido, he pensado siempre, por dos razones. Por haber sido aquella una guerra civil (a diferencia del la novela de Tolstoi, en la que todos los rusos pueden sentirse identificados contra el invasor francés, esa posible novela española habría de convencer y conmover a dos mitades que aún siguen irreconciliadas e irreconciliables en muchos aspectos) y, en segundo lugar, porque de las novelas que se han escrito hasta ahora, o de las que yo conozco al menos, quedaban excluidos momentos de plenitud y dicha como el que esa fotografía representa, de gentes que no perdían la esperanza, pese al «opresivo entorno político», como lo llamó Cortezo, o a la complejidad humana que hace que podamos ser felices incluso en medio de las mayores tribulaciones.

Decía Machado que propio de la guerra era la retórica y que la retórica guerrera era igual para los dos bandos, y, añadiríamos nosotros, que nada tan nocivo para la literatura como la retórica. Si algo advertimos en esa fotografía es precisamente, en su espontaneidad, en su naturalidad, la falta de retórica. Nadie finge en ella ni nadie trata de convencer a nadie de la alegría que transmite. Ni mucho menos de vencer, porque si algo resulta naturalmente persuasivo y contagioso es la alegría. Cuando una novela nos parece retórica, la encontramos muerta, decimos. Y muerto nace lo que nace sin alegría. La tristeza no es contraria a la felicidad, como tampoco la desdicha es lo opuesto de la alegría. En aquel Congreso se debatió una vez más el viejo dilema del compromiso y la libertad: si me comprometo no soy libre, si soy libre no puedo comprometerme. Algún día alguien escribirá esa compleja novela de la guerra, sin retórica, en la que aparezcan, como los personajes de esa foto, comprometidos con su libertad tanto como libres para comprometerse con su obra, aparecerán, decía, unos seres vivos, reales, que logren la felicidad en su tristeza sin dejar de estar alegres en su desdicha, porque ya han comprendido que la muerte puede venirles de cualquier lado, incluida la espalda, y eso lo afrontan del único modo que un español puede hacerlo: cervantina y quijotescamente al mismo tiempo.

(Texto leído el 19 de septiembre de 2007 en el Ateneo de Madrid en el curso de unas jornadas con ocasión del Septuagésimo Aniversario del II Congreso Intelectual de Escritores Antifascistas de Valencia de 1937)


Una respuesta to “Andrés Trapiello: Una fotografía”

  1. jorge:

    Andres, gracias por contar la fotografia y por tu novela «Ayer no mas»

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