Autor: 3 mayo 2007

Jorge Ángel Pérez

¿Cómo se habían encontrado? ¿Por casualidad? ¿Es que acaso se llama casualidad a lo que ocurrió porque estaba escrito allá arriba? ¿Tenían nombres? Claro que tenían, y claro que os importan. Se llamaban Denis Diderot y Lauren Sterne. ¿De dónde venían? El irlandés de Inglaterra. El francés, nacido en Langres, estaba en París desde hacía mucho. ¿Adónde iban? A encontrarse. ¿Y dónde ocurrió tal encuentro? Es posible que en casa del duque de Orleans o en medio del círculo del barón de Holbach, quien había ofrecido a Sterne su hotel de la rue Royal: “Puede sentirlo como su propia casa”, le aseguró el barón. El caso es que se conocieron y trabaron amistad. Era 1763, cincuenta años después de sus nacimientos, había finalizado la guerra entre Francia e Inglaterra y esta última se puso de moda en París; Hume se leyó como nunca, Garrick fue reclamado y se le recibió con grandes honores. ¿Quién, y dónde, presentó a los escritores? Pudo ser el propio Hume, se comunicaba frecuentemente con Diderot.

Juguemos, imaginemos una sala en París, puede ser la del barón, el barón de Holbach. Diderot entra con premura, se disculpa, ha llegado con retardo desatendiendo a la puntualidad inglesa, abandona el sombrero, abandona el abrigo. Hay muchísimos invitados en la sala, sobre todo ingleses, Denis se escurre entre ellos, mira al centro, hacia el lugar donde está Garrick levantando una daga a la que habla: “Es una daga lo que tengo ante mí…”, le habla al arma y camina, al parecer busca un cuerpo para herir, quizás el cuerpo de un rey. El cuerpo del rey Duncan no está representado por ningún actor. Diderot sospecha, quizá todos los presentes sospechen, que puede usar el cuerpo de cualquiera de los invitados. Garrick con la daga en la mano y su discurso es cada vez más exaltado. Por fin se escucha la campana, ¿se escucha? “No la oigas Duncan…” Y Duncan sigue sin estar representado. Quizá Garrick tome un sombrero o el abrigo que el filósofo dejó colgado hace unos instantes, él puede sacar a un rey de un sombrero o del abrigo del filósofo. Diderot preferiría que fuera del abrigo, cuesta menos la sugerencia, prefiere que tome el abrigo, el suyo, como él mismo tomara el recuerdo de su vieja bata para escribir Consideraciones sobre mi bata vieja, el mismo que sirviera a Sainte-Beuve para escribir sobre el autor. Garrick no necesita a un hombre para representar a un rey, a él le basta con un sombrero, con una bata. Con un almohadón puede conmocionar a una multitud, esa multitud puede ver en el almohadón a un hijo saltando y cayendo en los brazos de su padre, a un almohadón-hijo que se escapa de las paternas manos y cae a través de la ventana, y el padre-Garrick se desespera y también la multitud.

Garrick no precisará, en esa sala parisina, de un actor-Duncan; él, Macbeth-Garrick, sólo requiere una mano para empuñar la daga, para hablarle, y hablándole escuchará las campanadas que indican la llegada de la hora. Ya es la hora para Garrick, ya es la hora para Macbeth que camina en busca de un sombrero-Duncan, mejor, de un abrigo-Duncan. Cuando lo tiene delante, duda, ¿para qué un abrigo-Duncan? tampoco precisa de un sombrero, sólo precisa de una mano que empuñe la daga, y del aire, del vacío-Duncan, para clavarla una y otra vez, y los ojos inyectados, los ojos del actor-Macbeth exaltados, y los de Denis Diderot. No hay un cuerpo que cae sangrando pero todos saben que el rey Duncan ha muerto. Una actriz declamará luego a Racine pero ya el francés no escucha, tiene los ojos puestos en el actor, piensa en su grandeza. “Ojalá hubieras podido ver a Garrick en el papel de padre que ha dejado caer a su hijo en un pozo”, dice en carta a una amiga. ¿Sería en ese instante cuando se le ocurrió escribir sobre el actor? Espantado por su talento va hacia él, lo felicita, le cuenta de su impresión y pide, modestamente, que levanten a una misma vez las copas. El actor accede en el mismo momento en que llega un tercero haciendo una seña, pidiendo que lo esperen. Es un hombre de salud pobre y a quien también le brillan los ojos. Garrick señala con una mano y los presenta: “Señor Diderot, Lauren Sterne”. Las copas se alzan sostenidas por tres glorias aplaudidas.

¿Qué hablaron en su primer encuentro? Nadie sabe, ni siquiera cuántas veces más se entrevistaron, pero en algún momento regaló Sterne los seis primeros volúmenes de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandi que ya se leía por entrega y que fue gran suceso en Londres, París no tardó en aclamarlo. No mucho se conoce de sus encuentros, sólo que Diderot pidió a Sterne que encargara, a sus libreros ingleses, ejemplares de Chaucer, Pope, Cibber y Locke. Un tiempo más tarde envía Garrick a d’Alembert otros dos volúmenes del Tristam Shandi que seguramente también leyó Diderot. Grande fue la emoción que produjo en Denis la lectura de este libro, tanto, que en carta a Sophie Volland, amiga y amante durante largos años, le dice: “Estoy leyendo el más disparatado, el más sabio, el más alegre de todos los libros”. Razón llevaba, pero continuemos imaginando, sería bueno pensar a nuestro hombre sentado, y entre las manos el primer volumen de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandi. ¿Qué pensaría el filósofo con ese inicio? ¿Cuál opinión le valdrían las reflexiones de alguien que cuenta el modo en que fue concebido, y cuestiona a sus padres y los juzga? Supongamos asombrado al lector, desconcertado. ¿Qué escenas le gustaron más? ¿Reiría hasta el delirio al descubrir cierto reclamo a una diosa resplandeciente para que se ocupe de los asuntos de Shandi, si no está muy atareada con los de Cándido y Cunegunda? Y qué decir de un párroco que se llame Yorick siempre montado en un famélico caballo hermano de Rocinante. Una cuestión tan seria como la muerte de Yorick puede prestarse al festín, sobre todo si tras esa muerte se inscribe en mármol un epitafio: ¡Ay, pobre Yorick! e inmediatamente aparecen dos páginas sin ningún signo tipográfico pero completamente teñidas de negro en señal de luto por la muerte del párroco. ¿Acaso no eran atrevidos estos procedimientos para un siglo xviii?

Cierto es que Jacques el fatalista y La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandi tienen muchos puntos en común. Sterne contará sobre la concepción y nacimiento de alguien. Cientos y cientos de páginas sin que se concrete el instante en que la madre traerá a Tristram al mundo. En Jacques el fatalista, un amo pide encarecidamente al criado que le narre sus historias amorosas, que le cuente, sobre todo, la historia de su gran amor. Únicamente al final nos relata nuestro héroe de sus amores con Dionisia, pero ¿es Jacques el responsable de tal retardo? Claro que no. Si es cierto que el amo, con su impenitente costumbre de adivinar, impide la fluidez del dialogo y lleva a su criado a disociarse y cambiar constantemente el rumbo de la narración, hay otro personaje que se hace responsable de este particular y de todo cuanto acontece en la novela: el narrador, un cronista atípico que se nos revela él mismo como un ser omnipresente, dueño del destino de todos los personajes y creador de cada una de las situaciones en las que estarán enrolados nuestros dos protagonistas y todos los que van apareciendo en las conversaciones que entre ellos se suceden. Es él y no otro quien nos asegura a cuanto lector accede a la novela que hará con esta historia lo que le venga en gana, él puede hacer desbocar a un caballo, romperle la rodilla a un hombre, conseguir la avalancha de un ejército sobre Santiago, todo eso podría hacer pero ¿por qué hacerlo si con ello se alejaría de la verdad? Aquí podría ponerse en boca del narrador lo que él pusiera en la de Santiago: Maldita sea la fantasía pero también la razón. La razón hace que Diderot formule su novela de esta forma. En otro momento nos asegura que no está escribiendo una novela porque descuida lo que un novelista no dejaría de emplear. ¿Qué descuida realmente nuestro narrador? Posiblemente descuida la fluidez del relato. Racionalista, como Voltaire y otros pensadores del siglo xviii, Diderot se apega a la verdad, construye su relato usando como estructura la conversación, una conversación que se apoya en la geometría, según él mismo. Podríamos decir, pues, que Jacques el fatalista es también una novela de la conversación. ¿Y no son acaso interrumpidas las historias en una conversación cualquiera? ¿Acaso no son contrarios los interlocutores? En esta novela no hay un centro real; la fragmentación, los diferentes giros de la conversación, nos traen un nuevo centro que convierte en marginal al anterior, que termina desarticulando la historia. Pero no nos trae únicamente el autor interrupciones y comentarios por parte del narrador. Nosotros también podemos entrar en guerra. El lector, representado por cada uno de los que pasamos las páginas de este libro, tiene todo el derecho de exigir al narrador que atienda una situación y prescinda de otra. Y, como si fuera poco, un editor que lee el manuscrito entregado a él hace cuestionamientos sobre el texto.

Evidentemente gustaba a Diderot utilizar la conversación como procedimiento, así lo vemos en El sobrino de Rameau, novela publicada en alemán antes que en francés y que escribiera en gran parte en el café de La Regence, donde también jugaba ajedrez con el futuro emperador José II. Schiller escribió a Goethe en 1804 diciendo que tenía en sus manos el manuscrito del diálogo, y este último, entusiasta lector de Diderot, no tardó en decidir la traducción de la obra. Interesante fue lo que ocurrió después: al conocerse la publicación del libro en alemán, dos escritores franceses, M. de Saur y M. de Saint-Geniès, tradujeron el texto fijado por Goethe, en alemán, al francés, más tarde y con el descubrimiento de esta farsa, se encontró una copia que tenía en su poder la hija de Diderot, pero no fue hasta 1836 y después de un litigio sobre la propiedad de los originales que se publicó la obra en el idioma del autor. También de una fluida comunicación epistolar, entre el escritor y el marqués de Croismare, salió el que es quizá su libro más conocido: La religiosa. Resulta que Diderot, extrañando al marqués, quien estaba fuera de París, le envía cartas en nombre de una monja que huyera de un convento donde recibía maltratos espantosos. En esas cartas pide ayuda la monja al noble de quien se decía era casi un santo. Decidido a socorrer a la religiosa el hombre responde cada vez más vehemente, y creció también la exaltación de Denis, tanto, que alarmado con el curso de los acontecimientos decide enviar una última contando el deceso de la monja, y determina entonces convertir en novela la correspondencia.

Pero volvamos a Jacques…, esa novela que hace un rato comparábamos con La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandi, y de la que podíamos decir que es deudora de la novela picaresca, porque qué cosa es Jacques sino un pícaro, ¿no es este personaje, al igual que el Lazarillo de Tormes, un criado, un hombre sin linaje? ¿Son acaso adinerados sus padres? ¿Conocemos a esos padres? ¿Tenemos alguna otra referencia de sus ancestros que no sean aquellos abuelos que le impedían hablar atando a su boca un bozal? ¿No tuvo Jacques sucesivos dueños hasta llegar a ocho, como Pablos, Lazaro o Simplicius? ¿No es un viajero inveterado nuestro héroe? ¿No crecen con los viajes el nivel de las peripecias y la dimensión de las historias? ¿No es Jacques, a veces ingenuo y otras filósofo seguidor de Spinoza, también el amo de su amo? Todas esas historias interrumpidas mil veces y vueltas a iniciar nos llevan hasta un Jacques que se convierte en el portero de Desglands, en el esposo de Dionisia. Un esposo que duerme para no enterarse de si su mujer se acuesta con su amo o con el dueño de la casa, porque a fin de cuentas si ella le es infiel no es por otra cosa que porque estaba escrito allá arriba. De manera parecida termina el Lazarillo de Tormes. Lázaro pide a sus amigos que no le hagan confesiones que le pesen, asegura que no tendrá por amigo al que le provoque pesar, especialmente si le quieren hablar mal de su mujer, y si alguien llegara a hacerlo está decidido a morir, a matar por ella.

Hermosas historias aparecen en este libro magnífico. Pensemos en las intrigas de la marquesa de Pommeraye para conseguir reivindicar su amor y vengar la traición que ha sufrido. Una marquesa dispuesta a todo, amante desesperada, vengativa, calculadora y fría. Una mujer que manipula e intriga: una pieza mayúscula. Especulemos con las contiendas del capitán, el antiguo amo, el que está dispuesto a batirse cada cierto tiempo con su mejor amigo, espadas que se cruzan, hombres que se odian para luego quererse, y tanto se quieren y odian que no puede soportar el capitán la separación de su contrincante, el capitán muere para dejar abatido a su amigo. ¿Acaso es este infinito y exaltado cruce de espadas la manera que escogió Diderot para sugerirnos una relación erótica entre los contrincantes? Y qué decir de los amoríos de Jacques con Susana y Margarita, de la simpleza, la falsa ingenuidad de este ante los cuerpos desnudos de esas mujeres, o los consejos al mal poeta, aquel a quien reclama se marche a Pondichery, escena que recuerda un suceso en que se vio enrolado el autor y que cuenta graciosamente su hija, aquel escritor que suplica unas monedas a Diderot para no verse en la desgracia de tener que publicar su sátira, y a quien dice el filósofo: “No serías el primer autor a quien se le pagará su silencio”. Múltiples son las críticas y las burlas que hace el autor de la iglesia y las órdenes religiosas, ante su espada caen los capuchinos, los jesuitas, con quienes se educó, y nos hace notar cómo la observancia había sido sustituida por la lujuria, ilustrada aquí por el padre Hudson, religioso de la orden de los premostratenses. Y el hermano de Jacques, el fraile, el que iría a Lisboa buscando un poco de tranquilidad y se encuentra el terremoto. Aquel terremoto siempre precedido por la frase de Leibniz que Voltaire pusiera en boca de Pangloss: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”, ese terremoto que ocurre porque sí, porque estaba escrito allá arriba, en el gran rollo que lo contiene todo, incluido el terremoto de Lisboa.

Algunos de sus contemporáneos admiraron su obra: Voltaire, d’Alembert, Rosseau, con quien terminó enemistado. Con ellos trabajo en uno de los proyectos intelectuales más ambiciosos de la Historia: La Enciclopedia. Catalina II compró su biblioteca y lo empleó luego como bibliotecario. Para Balzac No es un cuento era una pieza paradigmática, y Stendhal sintió una gran admiración por él, por toda su obra, pero especialmente por Jacques el fatalista, quizá fuera el mayor de los devotos que tuvo Diderot en el siglo xix. Todavía en el siglo xx no estaba Diderot junto a Voltaire y Rosseau en el famoso Panteón que recogía desde el xviii las cenizas de ambos, sin embargo, es ese siglo su verdadero reivindicador. La vanguardia, aunque no fuera nada racional, debe mucho a las fórmulas de este maestro. Importantes pensadores contemporáneos han dedicado esfuerzos para estudiar su obra. Fue en el siglo xx donde más se publicó y leyó al autor de Carta sobre los ciegos.

Jacques el fatalista es sin lugar a dudas una gran novela, un libro alegre, disparatado y sabio, toda una escuela. Para terminar volvamos al principio, al instante en que suponíamos los encuentros entre Diderot y Sterne en algún salón parisino. Pasaron unos años del primer encuentro, ambos han tenido tiempo de leerse, se admiran el uno al otro, hablan de sus obras, del lugar que ocuparán en la historia de la literatura, juegan, se inventan seguidores. Se preguntan: ¿podemos ponerle nombres a cada uno de esos seguidores? “Yo quiero uno que se llame Joyce, James Joyce”, es Sterne quien habla, “Pues para mí un Marcel Proust”, acota Denis. Y se despiden, se estrechan las manos, se abrazan. Diderot recoge el sombrero y se acomoda el abrigo, vuelve otra vez sobre sus pasos, levanta la mano y se dirige por última vez a Sterne con una frase que más tarde escribe a su amigo Falconet: “Por supuesto, la posteridad sería desagradecida si me olvidara por completo, dado que yo la recuerdo con tanta frecuencia”.


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