Autor: 5 mayo 2007

Ana Rodríguez Fischer

En un memorable cuento de Henry James, “La casa natal” —incluido en el volumen Lo más selecto (1903) y perteneciente, por lo tanto, a su etapa de madurez— encontramos una exquisita y lúcida crítica de lo que a lo largo del xix, pero muy especialmente en el último tramo de aquel siglo, llegó a ser ineludible práctica de todo viajero culto y snov que pretendiera alardear de su condición: la visita al “lugar del genio” y, mejor aún, a la casa natal de los grandes hombres, de conservarse y haber sido habilitada para esas muestras y exhibiciones. En su relato James disecciona con hilarante y perversa maestría el turbio y múltiple engranaje de motivos e intereses (tanto lucrativos como panegíricos) que impulsaban este tipo de operaciones a través de la figura de Morris Gedge, quien en su juventud había regentado “una pequeña escuela privada de las que se conocen como preparatorias, y sucedió que había acogido bajo su techo al hijo pequeño del gran hombre, que, por entonces, no era tan grande”. Un incidente ocurrido entonces, y que pudo haber sido grave pero que afortunadamente tuvo un desenlace feliz, hizo que, al cabo de los años —y tras ir Gedge de desgracia en desgracia, en lo que al trabajo o la profesión se refiere—, se recurra a él para encargarle “la custodia del templo”; es decir, las visitas guiadas, que exigían, naturalmente, la construcción de una historia justificadora de la genialidad del gran hombre. Y ahí ya puede el lector imaginar cómo opera el genio de Henry James (y no digo más, para que corra a leer ese relato quien no lo haya hecho ya).

Yo no soy Henry James, obviamente, pero me atrevo en estas líneas a mostrar la otra faceta vinculada a ese tipo de peregrinaciones, centrándome en los ejemplos que nos proporcionan algunos escritores modernos y contemporáneos en cuyos viajes el lector tiene infinitas ocasiones de comprobar cómo se muestran especialmente vulnerables ante todo cuanto se desprende del mundo de la literatura y del arte, de modo que sus pasos en ocasiones se orientan hacia lugares que fueron patrias espirituales de aquellos en quienes ellos se reconocen y cuya filiación estética admiten como una seña de identidad propia. Por ello, mención aparte requieren las peregrinaciones destinadas a conocer el “lugar del genio”, cuyos rastros buscan o siguen, sobreponiendo a los pasos propios los de los otros, añadiendo así al viaje una dimensión histórico-temporal, además de nutrirlo de una formidable fuente de emociones y sentimientos. Decía Nooteboom —sin poder demostrarlo, pero creyendo a ciegas en su impresión— que “en algunos lugares del mundo tu llegada o salida se amplían de un modo misterioso por las emociones de todos aquellos que han llegado o salido antes que tú”. No se trata de verlos arrastrar la sombra de sus predecesores sino de verlos ir en pos de ellos, recorrer los espacios por donde anduvieron y, de manera destacada, visitar sus casas natales u otras donde trabajaron y vivieron.

Resulta sumamente interesante, por ejemplo, ver a Bruce Chatwin de niño paseando con su tía Ruth en Stratford-on-Aven por el sitio “que según ella decía había sido el trayecto favorito de Mr. Shakespeare”, o balanceando sus piernas junto al margen del río mientras ella le recitaba Si la música fuera el alimento del amor y otros versos, conocer las fabulaciones y los sueños infantiles que luego le llevarían a recorrer medio mundo y que nacieron allí, en el lugar/destino soñado por tantos otros. Entre ellos, Galdós, que en sus viajatas —como él decía— por Inglaterra e Italia tiene como motivación central la visita al lugar o lugares del genio local. En La casa de Shakespeare (1889) describe minuciosamente la casa y la tumba del genio y otros escenarios de su vida —la Grammarschool adonde asistió o el teatro Guildhall, donde se representaron tantas de sus obras—, al par que expresa las hondas impresiones que dichos lugares le causaron, evitando, eso sí, discursear sobre la obra de Shakespeare porque el viajero busca ante todo empaparse del alma de aquel lugar: sentir y, en lo posible, revivir la vida del genio, verlo allí en su tiempo y contagiarse de su espíritu, en un anhelo de unión mística. Estamos en la etapa del Galdós más espiritual, que se percibe con igual nitidez en estos textos supuestamente menores, donde encontramos al viajero convertido en devoto peregrino místico:

Resulta una impresión mística, una comunicación espiritual como las que en el orden religioso produce la exaltación devota frente a los misterios sagrados o las reliquias veneradas. El entusiasmo literario y la fanática admiración que las obras de un superior ingenio despiertan en nosotros llegan a tomar en tal sitio y ante aquella tumba el carácter de fervor religioso que aviva nuestra imaginación, sutiliza y trastorna nuestros sentidos, nos lleva a compenetrarnos con el espíritu del ser allí representado, y a sentirle dentro de nosotros mismos, cual si lo absorbiéramos por misteriosa comunión.

Tanto es así que, concluida la visita, no hará ninguna reflexión, como en otras ocasiones. Al abandonar la casa de Shakespeare, el viajero calla, dejando en el aire, como en suspenso, la delicada reconstrucción del santuario shakespeariano, cuyas puertas quedan abiertas, como si pretendiera que los lectores entrásemos en ese reducto y, en lo posible, sintiéramos lo que su ardiente fantasía creó para nosotros, meditando con él en silencio.

No fue Galdós el primer devoto de este tipo de espacios ni desde luego tampoco será el último. En abril de 1787, en Palermo, Goethe vivió “una extraña aventura” que relata sin omitir detalle, cuando visita la casa de Cagliostro —el célebre aventurero cuya vida inspiró El vidente (1789), de Schiller—, por entonces liberado ya de su confinamiento en la Bastilla y exiliado en Londres desde marzo de 1786. Haciéndose pasar por un caballero inglés, Goethe visita la casa de Cagliostro y le lleva a su madre noticias de su hijo. Por supuesto, el poeta describe con profusión todas las características de aquella casa y su ambiente, además de los personajes que la habitan: no en vano después escribiría El gran copto (1791), pieza igualmente inspirada en la figura de Cagliostro, cuya leyenda siguió interesando a tantos escritores (al menos, hasta Vicente Huidobro).

En Esmirna, en la margen del Meles, en 1806 se enseñaba la casa donde Criteída, la madre de Homero, le había dado a luz, y la caverna adonde él se retiraba para componer sus inmortales versos, nos cuenta Chateaubriand, que por supuesto se detiene allí. Más adelante, camino de Pérgamo y de Troya, al descubrir las ruinas de Cimes y su colonia Neon-Tichos, el poeta romántico estuvo tentado de apearse y seguir su marcha a pie por respeto a Homero, que había pasado por aquellos mismos lugares cuando se vio obligado a marchar a Cimes, donde halló cobijo en casa del armero Tiquio, que había oído a aquel vagabundo ciego recitar unos versos sobre la expedición de Amfiarao contra Tebas, y algunos himnos en honor de los dioses: “En mi tiempo —cuenta Chateaubriand— se mostraba aún el lugar donde acostumbraba a sentarse cuando recitaba sus imperecederos versos. Este lugar, que todavía excitaba una gran veneración, estaba sombreado por un álamo que había empezado a crecer en tiempo de su llegada”.

La casa natal de Cervantes atrajo asimismo a numerosos Ulises. Amicis la buscó en vano y, frustrado, no renunció a contarnos al menos un extraño episodio allí ocurrido, que dio lugar al encarcelamiento de la familia hasta que se aclararon los hechos, ni tampoco renunció a poblar de poesía aquella calle, describiendo una bellísima escena sorprendida en el umbral de una puerta. Al poco, no le costó ningún trabajo encontrar la casa de Zorrilla, dato muy revelador del destino de nuestros genios, a diferencia de lo que ocurría en otros países. Ya en un temprano artículo de 1898, “La casa-torre de los Zurbarán”, Unamuno, contrastando la situación nuestra con la de otras ciudades como Edimburgo (donde apoyaban la adaptación a la modernidad en la herencia y sabían “verter vino nuevo en odres viejos”), censuraba el abandono y el descuido de aquellos edificios que, además de formar parte de nuestro patrimonio arquitectónico, lo eran del espiritual o cultural, a diferencia de la atención y cuidados que se prestaban a los nuevos elementos representativos de la edad industriosa:

La casa-torre de los Zurbarán apenas es conocida más que de los chacolineros, que acuden a echar su merienda en ella, a la sombra de sus ruinosos muros o del moral allí próximo. Y no pocos de los chacolineros ignorarán el que aquella ruina fue escenario en un tiempo de cruentas luchas de banderizos. […] Cuando llega un forastero, se le lleva a ver las minas, las fábricas, el puente Vizcaya, los Astilleros y, una vez que ha recorrido las obras de la industria, llévasele a que se recree con la contemplación de las de la Naturaleza, la ría de Guernica, que parece un cromo, y otras así. En cuanto a las reliquias de la historia, se le guía, a lo sumo, a visitar el castillo de Butrón, que, restaurado y nuevecito como está, parece una decoración de ópera. La torre de Zubialdea, la casa del Consulado y primitiva Bolsa de Contratación, el Puente Viejo, que figura en el escudo de la villa, han sucumbido a exigencias de comodidad o de lucro.

Tenía razón. Virginia Woolf no necesitaba alejarse demasiado de Inglaterra para adentrarse en las casas de los genios y explorarlas porque “afortunadamente Londres comienza a llenarse de casas de grandes hombres compradas para la nación e íntegramente conservadas, con las sillas en que los grandes hombres se sentaron, las tazas en las que bebieron, con sus paraguas y sus cómodas”. Y no es ociosa curiosidad lo que a esta paseante la lleva a visitar la casa de Dickens, la de Johnson, la de Carlyle o la de Kets, sino la firme convicción de que por sus casas los conocemos a ellos, especialmente a los escritores, que “imprimen su personalidad en sus posesiones con más fuerza que otros hombres”. Con esa convicción se adentra en ellas, segura de que una casa “nos revelará más acerca de ellos y de su vida de lo que jamás podamos llegar a saber mediante sus biografías”. Y así, en el número 5 de Cheney Road, donde se halla la casa de los Carlyle, en apenas dos segundos advierte Virginia Woolf un detalle (y que ella eleva al rango de hecho porque es un detalle que actúa) que no llamó la atención del biógrafo Froude, pero cuya “incalculable importancia” ella —y aquí sí conviene recalcar su condición de mujer, por lo que se seguirá ahora— aprecia de inmediato: “No tenían agua corriente”. Este dato, sumado a otros, le permite animar aquel espacio y reconstruir el modo de vivir de quienes allí moraron:

Esta alta y vieja casa sin agua, sin luz eléctrica, sin calefacción de gas, repleta de libros, con el aire denso de humo de carbón, con grandes camas y con aparadores de caoba, en la que vivieron dos de las personas más nerviosas y exigentes de su tiempo año tras año durante largos años, estaba atendida por una sola y desdichada doméstica. Durante todo el periodo intermedio de la época victoriana, esta casa forzosamente tuvo que ser un campo de batalla en el que todos los días, verano e invierno, ama y criada lucharon contra el polvo y el frío, en busca de la limpieza y el calor. La escalera, de madera labrada, ancha y digna, parece tener los peldaños desgastados por los pies de ajetreadas mujeres transportando cubos de agua. Las altas estancias con paneles de madera parecen vibrar con el eco del sonido de la bomba manual y el siseo del fregar. La voz de esta casa, y cada casa tiene su voz, es la voz de sacar agua del pozo y de fregotear, del toser y del gemir. Arriba, en el ático, bajo una claraboya, Carlyle gemía, luchaba con la historia, sentado en un sillón de crin, mientras un amarillento chorro de luz londinense incidía en sus papeles, y la musiquilla de un burdo organillo y los roncos gritos de los vendedores ambulantes traspasaban los muros…

Y qué curioso resulta ver a Alberto Moravia, casi por las mismas fechas, en 1930, visitar las casas de los escritores del círculo de Bloomsbury, al que pertenecía Virginia Woolf. Moravia explora el barrio y habla favorablemente de los autores del grupo en su conjunto, destacando su superioridad sobre la promoción anterior y señalando sus muy peculiares rasgos literarios (de los que no le gustaban la distancia respecto de los temas político-sociales ni la excesiva abstracción y aridez, “un modo anatómico, técnico, libresco”, perceptible asimismo en su conversación), además del trato personal con ellos mantenido. Visitó y conoció, por consiguiente, sus casas, de las que dejó esta impresión:

É forse perché l’intellettuale inglese viaggia la magior parte dell’anno che la sua dimora è spesso disordinata, provvisoria, anche sordida? Nessuna biblioteca ordinata, nessun poggiacarte con la testa di Dante, nessun mobile falso antico, come in molte case di scrittori italiani; trascuratezza invece, e al tempo stesso non so che aria bianca, insipida, virginea, filtrata attraverso gli studi classici e gli interessi esotici che, ritrovabile allo stato puro in Oxford, qui è mescolata con la noia e la delusione. Conosco ormai molti di questi appartamenti, mezzi appartamenti, camere alle quali si arriva per una scala interna di una grande intimità. Sui pianerottoli gli usci soltanto vetrati sono aperti e lasciano vedere gli interni sciatti e opachi, con lampade accese nel mezzo di stanze che sembrano vuote, persone sedute, grande finestre piene di nebbia turchina. Spesso bisogna inerpicarsi su per scalette chiuse in impalcature di legno come passaggi segreti; dal basso, prima ancora di salire, si vede il vestibolo oscuro dalle pareti dipinte di rosso sangue, coi pastrani pendenti al portamantelli come le mogli uccise nello stanzino di Barbablu.

Manuel nos brinda una posible y muy interesante explicación del gran interés por estos lugares, la casa natal del genio, un espacio que no le parece que se justifique por sí solo, sin más (es decir, debido al lucrativo reclamo turístico que ridiculizaba Henry James), sino por razón de un orden superior, íntimo y personal, relacionado “con un sentimiento que atribuye a los lugares donde un gran hombre ha nacido cierta categoría intemporal, quizá la misma que uno sentiría al tener y sopesar en la mano su calavera. El lugar donde un gran hombre vio por primera vez la luz del día expresa de manera más intensa, por lo incierto de lo que iba a ser después su vida, el famoso to be or not to be, que en el estado de calavera es cosa ya decidida y realizada”. ¿Será por casualidad que esta reflexión arranque cuando, en Fuendetodos, el viajero averigua de labios de una descendiente de Goya que su abuela, cada primavera, arrodillada junto a un caldero de sangre fresca, frotaba de sangre el suelo de la casa donde vivía? Seguramente no es casual, porque a continuación Manuel de Lope escribe:

[…] la visita a la casa de Fuendetodos aportaba un elemento profundamente dramático, español y goyesco, y eran aquellos suelos impregnados de sangre. Uno pensaba en la sangre que se derrama en el primer plano de los Fusilamientos. Ciertas cosas pueden tener su importancia en la biografía de un gran hombre y no podía ser la menor haber nacido en un lugar donde los suelos se lavaban con sangre.

A Manuel de Lope le parece más importante la casa donde uno ve la luz que la casa donde transcurre la infancia porque en aquella actúa el genius loci, y en esta otra lo hace tan solo el genio doméstico. Y así, cuando está en Palafrugell visita la de Josep Pla, y en Astorga, la de Leopoldo Panero. Actuaba como tantos otros. Como Gerald Brenan buscando en Cabra la casa de don Juan Valera y en Córdoba, las huellas de Góngora; Julio Llamazares en Santo Martinho de Anta la de Miguel Torga; John Steinbeck en Sauk Centre, la de Sinclair Lewis; Alain de Botton en la Provenza, la de Van Gogh; Josep Pla en Blanes, la de Joaquim Ruyra; Bruce Chatwin en Ulianovsk, la de Lenin; o Manuel Vicent en La Habana, la casa donde Alejo Carpentier situó la acción de El siglo de las luces:

Ese palacete, restaurado, flamea como una bombonera colonial, y allí se conservan con una devoción fetichista los manuscritos, fotografías, recuerdos y algunos enseres del escritor, y en las estancias aún parece que habita Esteban, o tal vez resuena la voz gangosa y afrancesada de su creador. El porche cuadrangular, de gráciles columnas, forma un patio interior, y las palmas reales y otras plantas tropicales trepan de manera carnosa hasta la galería alta, enramada de jeribeques y adornos florales pintados de azul. […] El medio punto cubano, compuesto de vitrales, va filtrando sucesivamente la luz violenta del trópico hasta dejarla suave en los rincones de las amplias salas, divididas con mamparas en cuyos cristales está grabada al fuego una flora modernista.

Y es que los viajeros muestran idéntico interés por conocer la casa natal de las criaturas a quienes los grandes genios dieron vida porque para los que hicieron de la escritura su vida, “entrar en la casa real de alguien que nunca ha existido no es ninguna nimiedad”, afirma Nooteboom en la de nuestra Dulcinea, donde confiesa que “la excitación que se produce en mí allí solo la he tenido una vez antes, y fue en el balcón de Romeo y Julieta en Verona, entre cien japoneses con sus cámaras”. Detengámonos un momento en este último espacio y veamos en él al menos a dos viajeros que guardan fraternales lazos entre sí: Galdós y Dickens.

En su Excursión a Italia, Galdós se detiene en Verona pero no en Milán ni en Pisa; al menos, no habla de ellas. El lector, sin embargo, no se extraña: en Verona reina el espíritu de Julieta, capaz de poetizar un lugar vulgar y degradado al despertar la imaginación y fantasía del viajero. Hará el narrador un encendido elogio del poder de la idealización poética y su capacidad de oscurecer lo real reviviendo el mito y el ensueño creador:

El sepulcro de Julieta. Que este sea auténtico o apócrifo, poco nos importa. Yo creo que es apócrifo, pero siendo real la existencia de Julieta, como creación literaria, cuanto a ella se refiere tiene el interés de hechos ilustrados por la imaginación de un gran poeta. Lo que importa aquí no es la autenticidad del sepulcro, sino la realidad que la figura de Julieta tiene en el pensamiento universal. El visitar su tumba no significa que se crea en ella como en un dato material de la vida: significa simplemente que se rinde homenaje a la hermosísima figura ideal creada por Shakespeare y al sentimiento humano que tal figura representa.

Dickens confiesa abiertamente su temor de ir a Verona —“no fuese a indisponerme de algún modo con Romeo y Julieta”—, pero nada más entrar en la vieja plaza del mercado sus recelos se esfuman porque “es un lugar tan fabuloso, tan exótico y pintoresco, formado por una variedad tan rica y extraordinaria de edificios fantásticos, que no podría haber nada mejor en el centro de esa romántica población”. Tal es su entusiasmo y buena predisposición que, pese a encontrar la casa de los Capuletto convertida en una miserable posada regentada por “una dama de edad madura muy poco sentimental” pero que al menos recordaba a la legendaria familia “en su oronda gravidez”, donde los bulliciosos vetturini y los carros se disputaban el patio, en el que había una nidada de gansos sucios y un perro de expresión adusta, elementos todos ellos que “se interponían un tanto en la historia”, a Dickens le basta con obtener allí “una impresión de recelo y desconfianza muy apropiada”, la sobrevivencia del capello (gorro), el antiguo emblema de la familia, tallado en piedra, sobre la entrada del patio, y parte del antiguo jardín. Así que nuestro viajero quedó plenamente satisfecho, como también quedó complacido con la tumba de Julieta, porque era mejor para ella yacer fuera de la ruta de los turistas y no tener más visitas que las que a ella llegan con la lluvia primaveral, el aire límpido y el sol: “Fui con una guía a un huerto antiquísimo que perteneciera en tiempos a un antiquísimo convento, supongo; en la cancela destrozada, me dejó entrar una mujer de ojos vivos que estaba lavando ropa; bajé por senderos entre plantas lozanas y flores recientes, fragmentos del viejo muro y montículos de color hiedra; y me enseñó un pequeño depósito o abrevadero, que la mujer de ojos vivos, secándose los brazos con el pañuelo, llamó la tomba di Giuletta la sfortunata”. Aquella noche, en la habi­tación de su posada, Dickens leerá la tragedia de Shakespeare, y al día siguiente, al amanecer, saldrá para Mantua “en compañía” del desterrado Romeo:

¿Sería en su época tan bello el camino a Mantua? ¿Discurriría serpenteante entre las mismas praderas verdes, con el brillo de los mismos arroyos relumbrantes y salpicado de lozanas florestas de gráciles árboles? Las montañas purpúreas se extendían también entonces en el horizonte, sin duda; y no pueden haber cambiado mucho los vestidos de esas campesinas, que llevan en el pelo un gran prendedor de plata como un “salvavidas” inglés. Ni siquiera un amante desterrado podría ser insensible a una mañana luminosa y a un alba perfecta y esperanzadora; y la propia Mantua debió de aparecérsele en el horizonte, con sus torres y muralla, y su agua, más o menos como a un ómnibus corriente. Él dio las mismas vueltas y giros bruscos, tal vez, sobre dos resonantes puentes levadizos; cruzó por el mismo puente de madera largo y cubierto; y, dejando atrás el agua cenagosa, se aproximó a la puerta de la estancada Mantua.

Sin embargo, para otros escritores la casa natal no era un espacio predilecto. Paul Theroux, por ejemplo, confiesa que “es difícil que el lugar de nacimiento de un escritor despierte en mí ningún interés, y odio las peregrinaciones para visitar la tumba de los escritores, pero me agrada mucho conocer los lugares donde vivieron y trabajaron; me fascinan sus casas”. Y le fascinan porque el viajero percibe en ellas la sabiduría de los grandes hombres. Esta peculiar modalidad la encontramos ya muy tempranamente en uno de los pocos textos viajeros escritos por Leopoldo Alas, Clarín: el Folleto literario de 1886, cuando el autor reanuda su colaboración crítica con sus editores madrileños y acepta “publicar de vez en cuando, siempre que la ocasión me parezca oportuna, un opúsculo o folleto literario que tenga por objeto el interés actual de las letras”. De modo que la pertinencia o adecuación al momento, el interés actual del asunto, y la variedad serán sus rasgos más novedosos, ya que en este nuevo proyecto Clarín mantendrá su habitual independencia de criterio y seguirá los impulsos de su temperamento, liberándose de la tiranía de la “crítica al minuto”. Y entonces ¿en qué consistirá la mencionada variedad? Ni más ni menos que en la forma, en el molde discursivo en que se vierta la crítica literaria, que no irá ceñida “a la forma clásica del artículo doctrinal, seriote y cachazudo”. Y así, en el primero de ellos el molde empleado es la narración de un viaje durante el cual visita a Menéndez Pelayo en su celda de la fonda de las Cuatro Naciones, a don Emilio Castelar en su biblioteca, a Campoamor en el modesto gabinete donde el poeta recibe, y a Núñez de Arce en su despacho de un segundo piso de la calle del Prado, marcando en cada uno de ellos los rasgos que vinculan al hombre con el peculiar espacio que habita. Es una modalidad que retoma Azorín en el reportaje En Barcelona, anunciado en la edición del 30 de marzo de 1906 del diario ABC, donde se lee:

azorín, en barcelona

En el expreso de ayer salió para Barcelona Azorín, nuestro querido amigo y compañero. Lleva una misión de ABC: la de oír el pensamiento de las personas más salientes de Cataluña, la de recoger el estado de opinión de todas las clases sociales acerca de la cuestión catalana y la de reflejar en crónicas que, como suyas, serán amenas e interesantes, lo que en Barcelona se piensa y se siente en estos momentos acerca de la cuestión política que está sobre el tapete.

Vuelve Azorín a ser el narrador de escritura concisa y pausada, parco y elemental, sobrio y diáfano, que va derechamente a las cosas para elaborar unas crónicas de personaje (llamémoslas así) en las que a la presentación o descripción del fondo, le sigue el retrato de la figura, que interviene exponiendo con detalle ideas y opiniones, conducida dicha exposición por las breves cuñas del narrador al que no puede llamarse propiamente entrevistador. Todas tienen la misma estructura: llegada del viajero a la casa, el piso, el despacho de una redacción o el del presidente del Ateneo barcelonés, etcétera, al que sigue un primer plano del escenario, reduciéndolo a la pieza o estancia en que se hallan —un salón con balcón a la Rambla, un cuarto de ambiente monástico, etcétera—; es decir, tras la llegada, el narrador describe el espacio que habita la figura “retratada”, espacio o escenario que el narrador pinta con precisión y cuidado sumos, y que reaparece, en imagen abreviada, al final de la crónica, proporcionando así a esta un aire de circularidad o cierre. Años más tarde, en Los clásicos futuros (1943), Azorín mantendrá idéntica estructura y articulará su ensayo en base a las visitas a “las casas en que ha vivido el Genio”.

La verdad es que abundan este tipo de reportajes o referencias a esos peculiares espacios, de los que Blaise Cendrars, a raíz de acudir de jovencito al estudio de su admirado maestro Rémy de Gourmont —“un desván estrecho, incómodo y nada confortable”— articula esta reflexión:

Es curioso cómo los escritores necesitan meterse en una trampa donde no están a gusto, como para forzarse mejor a escribir, presos en su propia trampa, lo cual prueba que la escritura no es un don natural, sino una larga disciplina que se adquiere. Todos los que he conocido estaban en el mismo caso, y hoy es a mí a quien le toca vivir en estrechuras.

Volviendo al mencionado ejemplo de Paul Theroux, en Las columnas de Hércules hay un viaje dentro del viaje, una miniserie insertada en el gran tour mediterráneo y compuesta por esas visitas o merodeos en torno a las casas de los escritores. Theroux nos lleva a Canelluñ, la casa de Robert Graves en Deiá; a la que ocuparon George Sand y Chopin en Valldemosa; a Villa-Mauresque (llamada así por su decoración oriental), la antigua casa del cura de St. Jean Cap Ferrat que había comprado Somerset Maugham; en Antibes, al viejo apartamento de Graham Greene, La Résidence des Fleurs y a Villa América, la casa donde en 1925 se instalaron Gerald y Sarah Murphy, la pareja luminosa que inspiró a F. Scott Fitzgerald para crear a los educados y generosos anfitriones, Dick y Nide Dive, de Suave es la noche; en Cefalú, donde había vivido Aleister Crowley en las décadas de 1920 y 1930, se detiene en busca de algún rastro, pero no pudo encontrar “la casa donde practicaba magia negra, trataba de engatusar a las visitas y se ponía un extraño sombrero de hechicero”; mejor suerte tiene en Taormina con la casa que ocupó D. H. Lawrence una temporada, en la Vía Fontana Vecchia; y en Metaponto se para largamente a recordar a Carlo Levi, cuya tumba sí visita:

Me senté a la sombra, en el porche de Levi, entre las macizas paredes rotas de estuco y ladrillo, los tejados en los que crecía la mala hierba, las losas rotas del suelo, los trozos de cerámica y los adoquines polvorientos. Todo era pobre, precioso y primitivo, sin ningún encanto pero con una indudable calidez salvaje. Parte de su belleza estaba en la altura, en su proximidad al cielo azul, a las nubes, y en la vista impresionante al lado del barranco, hasta el mar.

En esa “especie de Viena Mediterránea”, Trieste, rescata Paul Theroux el perfil de Villa Opicina, donde ejerció de cónsul británico Sir Richard Burton —otro de los grandes aventureros que nos dejó el relato de sus periplos odiseicos—, al par que intenta recuperar el Trieste de Joyce y Svevo porque se da cuenta de “lo mucho que importaba conocer la ciudad para comprender La conciencia de Zeno”. Y llegado al Bósforo, se plantea “seriamente la posibilidad de cruzar a nado el Helesponto”, como una forma de homenaje a Byron. Theroux se muestra infatigable en sus peregrinajes literarios, incesantes hasta el final del viaje: en Malta será la huella de Anthony Burgess, que vivió allí en la década de 1970; en Missolonghi, la de Byron; en Estambul, la de W. B. Yeats; en Alejandría, las de Flaubert, Forster, Durrell y Kavafis; en el Cairo, en la sala de cuidados intensivos de un hospital, lo recibe Mahfuz todavía convaleciente del atentado sufrido frente al bloque de pisos de Sharia Nil donde residía el novelista, blanco del fanatismo islámico desde 1989, cuando el jeque Omar lanzó la fetua contra él; después, en lo más alto de la colina del viejo Nazaret, Theroux visita a Emile Habibi en su casa grande y laberíntica y llena de gente; en Bellapais, la que Durrell describe en Limones amargos y en la que empezó a escribir El cuarteto de Alejandría; en Algeciras, el “sombrío y elegante” hotel Reina Cristina porque allí pasó W. B. Yeats el invierno de 1927-1928 para recuperarse de un fuerte resfriado; en Tánger, el hotel El Muniria, donde Burroughs escribió El almuerzo desnudo y donde también se alojó Jack Kerouac y otros miembros de la generación beat. Y también en Tánger, por último, visita a Paul Bowles, que seguía viviendo en el mismo bloque de apartamentos después de casi cuarenta años de residencia en la ciudad:

La calle había cambiado de nombre; ya no se llamaba Imam Kastellani. El edifico no tenía número, quedaba a casi dos kilómetros del centro de Tánger, en un suburbio. Y como edifico no era gran cosa: cuatro pisos sin nada de particular; se entraba por atrás, y la planta baja estaba ocupada por dos tiendas. […] La tarde era fría y húmeda, en el edificio había un olor melancólico a carne guisada. […] Mi primera impresión de la habitación era que hacía mucho calor y que estaba llena de cosas. El calor procedía de un soplete sibilante, conectado a una bombona de butano, un calentador primitivo que arrojaba una llama de color naranja azulado sobre Bowles, desde una corta distancia. Entre los objetos desparramados había libretas y bolígrafos, además de frascos de medicamentos y comprimidos, y pañuelos de papel. Había en el aire un olor a alcanfor y eucalipto que hacía que pareciera la habitación de un enfermo. […] Tenía a su alcance todo lo que podía necesitar. Estaba rodeado de libros, papeles, medicamentos, una tetera, cucharas y cerillas; y el muro que tenía delante estaba dividido en anaqueles y casillas, donde había pilas de jerséis, pañuelos para el cuello y manuscritos. Algunos de los manuscritos estaban mecanografiados; otros eran partituras. En la mesa baja, cerca de donde estaba tendido Bowles, había un gran metrónomo, frascos con cápsulas y tubos de pomada, casetes, una lata de Nesquik, pastillas para la tos y una chocolatina a medio comer, una carta arrugada de la agencia William Morris, y otra nota doblada y metida dentro de un sobre que ponía: “Paul Bowles, Tánger, Maroc”.

Como en las novelas de estructura de cajas chinas o muñecas rusas, hallamos en Las columnas de Hércules la misse-en-abyme, el viaje dentro del viaje. Sin alcanzar el efecto especular aquí tan intenso —piénsese que Theroux recoge además los escenarios de las criaturas de ficción: el Gibraltar de Molly Bloom o la Grecia de Zorba—, en muchos otros relatos nómadas advertimos duplicaciones similares: en el Unianembé, Stanley busca el solar donde había existido la casa de Burton y Speke, en cuyo lugar se alzaban las oficinas de un rico comerciante árabe y “un tembé, con puertas esculpidas, llamadores de bronce, espaciosas habitaciones y gruesos muros: era una casa construida a la vez para la defensa y la comodidad”; años más tarde será Evelyn Waugh quien se dirija en coche “hasta las ruinas del hogar árabe en el que Stanley y Livingstone habían pasado juntos tres semanas”. En Florencia, Freud se conmueve al subir a la Torre del Gallo, donde Milton visitó a Galileo y donde este había vivido largos años y desde donde observaba el firmamento: “Llegamos ya oscurecido; el guarda enciende la luz, nos enseña la habitación de Galileo, retratos suyos, su telescopio, etcétera”. Durante su viaje a México, Paul Bowles visita “la deprimente casita de Lawrence en Chapala, con sus habitaciones mal ventiladas y su atmósfera de callejón” donde posiblemente había escrito sus Mañanas en México. En Venecia, Sergio Pitol localiza “el palacio Mocenigo donde Byron vivió dos años de estruendosas orgías y fecunda creación; el palacio Vendramin que alojó a Wagner, y aquel otro donde Henry James consiguió un apartamento para escribir Los papeles de Aspern, me puse a imaginar cuál fue el de Juliana Bordereau, la centenaria protagonista que custodia esos codiciadísimos papeles, y la casa donde murió Robert Browning, y aquella donde Alma Mahler asistió a la agonía y muerte de su hija, y la otra donde se suicidó la hija de Schnitzler pocos días después de casarse”. En Nairobi, Javier Reverte visita la casa de Karen Blixen, para entonces ya convertida en museo, tras el éxito de la versión fílmica de Memorias de África:

Es una mansión elegante y no ostentosa, con paredes de piedra y el interior revestido con maderas nobles. Árboles centenarios y enormes plantas de flores rodean el inmenso jardín. Se distingue la suave cresta de Ngong y los dos mil metros de altura traen un viento vivificador. Hay cantos de pájaros, aroma de lirios y el lugar transmite una pasmosa sensación de paz. La película de Sdney Pollack se rodó en este mismo lugar y parte del mobiliario que se conserva en la casa perteneció a Karen Blixen. Es un hermoso homenaje a quien supo explicar cómo fue el corazón de un África blanca que hoy ha desaparecido para siempre.

“Viajamos literariamente”, reconoce Reverte, recogiendo la sentencia de Chatwin (pese a que no le gusta demasiado este escritor), es decir, necesitando contrastar con sus sentidos la realidad de los lugares sobre los que había leído mucho y que lo habían emocionado: “A poco de abrir El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, deseé navegar por el río Congo y lo hice unos años después. De la misma forma, he visitado la Cuernavaca de Lowry, paseado por los campos manchegos de Don Quijote y Sancho, recitado una oración fúnebre ante el túmulo de los griegos muertos en Maratón, navegado el golfo de Lepanto tratando de imaginar el velamen de la galera La Marquesa y al fantasma del soldado Cervantes, pateado los campos cretenses de Kazantzakis, bebido en el habanero Floridita un daiquiri en honor a Hemingway, surcado las aguas del Yukon de Jack London y recitado el comienzo del Ulises de Joyce en la torre de Sandycove el Bloomsday”.

Y es que estos modernos Ulises viven en las palabra, como decía Nooteboom; o, como graciosamente escribía Cunqueiro, puesto que andan metidos en esto de la literatura, tienen literatura hasta en las niñas de sus ojos. Y yo añadiría que en el resto del cuerpo y también en el alma, porque a menudo viajan a lomos de sus antepasados o predecesores, y abunda entre ellos el tipo de peregrino literario.

OBRAS CITADAS

Alas, L., Clarín: “Un viaje a Madrid” (1886), en Folletos Literarios, Obras completas iv, introducción de Santos Sanz Villanueva, Madrid: Biblioteca Castro, 1998, pp. 5-57.

Amicis, E.: España. Diario de viaje de un turista escritor, edición y traducción de Irene Romera, Madrid: Cátedra, 2000.

Bowles, P.: Memorias de un nómada (1972), traducción de Ángela Pérez, Barcelona: Random House Mondadori, 1990.

— Días y viajes, Barcelona: Seix Barral, 1993.

Cendrars, B.: Trotamundear (1948), traducción de Manuel Talens, Madrid: Alianza Editorial, 2004.

Chateaubriand, F. A.: Viaje a Italia (1803), traducción de M. Flamant, prefacio de J. C. Llop, Palma de Mallorca: J. J. Olañeta Editor, 1983.

Chatwin, B.: En la Patagonia (1977), traducción de Eduardo Goligorsky, Barcelona: Península, 2004.

— ¿Qué hago yo aquí?, Barcelona: Muchnick Editores, 1991.

Cunqueiro, Á.: El pasajero en Galicia, selección y prólogo de César Antonio Molina, Barcelona: Tusquets, 2002.

Dickens, C.: Estampas de Italia (1844), traducción de Ángela Pérez, Barcelona: Alba Editorial, 2002.

Freud, S.: Cartas de viaje (1895-1923), edición de C. Tögel y M. Molnar, traducción de Carlos Martín, Madrid: Siglo XXI de España Editores, 2006.

Goethe, W.: Viajes italianos (1816-1817), en Obras completas iii, traducción de Rafael Cansinos sáenz, Madrid: Aguilar, 1991, pp. 1031-1410.

Lope, M. de: Iberia I. La puerta iluminada, Madrid: Debate, 2003.

— Iberia II. La imagen múltiple, Madrid: Debate, 2005.

Martínez Ruiz, J., Azorín: En Barcelona (1906), en Obras completas i, Madrid: M. Aguilar, 1975, pp. 323–365.

Moravia, A.: Viaggi. Articoli (1930-1990). A cura e con introduzione di Enzo Siciliano, postfazione di Tonino Tornitore, Milano: Bompiani, 1994.

Nooteboom, C.: El desvío a Santiago (1979-1992), traducción de Julio Grande, Madrid: Siruela, 1993.

Pérez Galdós, B.: “Viaje a Italia” (1888), en Obras completas iv. Novelas y Miscelánea, Madrid: Aguilar, 1973, pp. 1389-1421.

— “La casa de Shakespeare” (1889), ib., pp. 1196-1203.

Pitol, S.: El viaje, Barcelona: Anagrama, 2001.

Reverte, J.: El sueño de África (1992), Barcelona: Random House Mondadori, 2003.

Theroux, P.: El gran bazar del ferrocarril, Barcelona: Plaza y Janés, 1978.

— Las columnas de Hércules (Un viaje en torno al Mediterráneo) (1994), traducción de Alejandra Devoto, Barcelona: Ediciones B, 2001.

Vicent, M.: Viajes, fábulas y otras travesías, Madrid: Alfaguara, 2006.


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