Autor: 2 marzo 2007

Vicente Duque

La lectura de La caída de Constantinopla, de Sir Steven Runciman, suscita la misma impresión de la que hablaba Italo Calvino a propósito de la lectura de la Anábasis de Jenofonte: la de estar viendo, antes que leyendo, un viejo documental de guerra.1 Los cuatro últimos capítulos, el clímax del asedio y la toma de la Nueva Roma, están narrados sobre una película levemente desvaída. Como en grises y sucesivos fotogramas contemplamos el fantástico viaje terrestre de la flota del Sultán tirada por innumerables yuntas de bueyes hasta el Cuerno de Oro, los embates de las multitudes de bachi-bazuks contra el Mesoteiquion, el desesperado combate naval en un Mármara encendido por los destellos del fuego griego, los bárbaros empalamientos de prisioneros ante la mirada impotente de los ciudadanos hele­nos, italianos y catalanes, congregados bajo un común destino que parece difuminar rostros y afanes particulares. El hechizo anacrónico del blanco y negro, de los contrastes de las sombras aceleradas y los pálidos fogonazos, acompañado por el estruendo salvaje de los disparos del monstruoso cañón de bronce fundido para el sultán, de la balumba sonora de pífanos y tambores y tañidos alarmados de las campanas tocadas a rebato durante el asalto de la madrugada del 29 de mayo, sobrecoge aún hoy al lector, como debió sobrecoger a los escasos y silenciosos defensores de las murallas o a las mujeres, niños y ancianos que en Santa Sofía, bajo los dorados mosaicos refulgentes a la luz de mil lámparas y cirios, cantaban el kirie eleison y fiaban su salvación a la sola ayuda del Ángel del Señor, de flamígera espada. Sobre la encendida cúpula que había rivalizado con el templo de Salomón, la cíclica y eterna cúpula de la última noche, surcada por las parábolas de los proyectiles y sus colas rutilantes: la imagen entrecortada y cinética de la desventura.

La capital que va a caer en manos del joven Mehmet parece poseer ya una de las cualidades que Pamuk rememora en el Estambul de su infancia, también capital depauperada de un imperio en constante derrota a la que la noche sirve de bálsamo para restañar sus heridas o, al menos, para ocultar los andrajos con que se viste. Recuerda Pamuk su ciudad como un lugar de dos colores, blanco y negro, sobre un fondo gris y plomizo recreado por las viejas fotografías y daguerrotipos turcos y por los grabados decimonónicos de viajeros occidentales que, buscando un eco local de leyenda y magia, evocaban en esa suerte de crónica gráfica antiguos crímenes en las aguas del Bósforo, apenas iluminadas por la débil luz de la luna. “Esa cultura de claro de luna que comparte todo Estambul —prosigue Pamuk— libra a la noche de convertirse en una oscuridad ciega y, sobre todo, sirve para mostrar la misteriosa fuerza de la penumbra como fuente del mal”.2 Así, siglos atrás, signos de luces y sombras, como una espesa niebla desconocida en esas latitudes durante el mes de mayo, o un repentino eclipse en la noche de plenilunio del mismo mes, seguido de tres horas de oscuridad casi total, habían presagiado el desastre: la Divina Presencia parecía ocultarse para encubrir su salida de la ciudad mártir. Pavorosa debió ser para los sitiados esa misma penumbra de las noches de asedio, con hogueras y antorchas iluminando a enjambres de obreros y soldados que intentaban colmar los fosos. La noche, rasgada por las espiras del fuego, parece atenuarse en una luz de espejismo para, de inmediato, revelar toda su maldad a los aterrorizados cristianos: “Tan fulgurantes eran las hogueras que, en un momento de esperanza, los sitiados creyeron que el campamento turco se estaba quemando y se precipitaron a las murallas para ver el incendio. Cuando se percataron de la verdadera causa del fuego cayeron de hinojos y se pusieron a rezar”.3 El mal de penumbra del que habla Pamuk, el claroscuro intemporal de Bizancio, Constantinopla o Estambul, el súbito descubrimiento del horror, bajo la especie del cautiverio o la muerte, embargó, pues, antes de su caída a la ciudad infiel, la legendaria ciudad de una parte de tierra y dos de mar que, según las palabras del Profeta, había de ser conquistada por setenta mil hijos de Isaac antes de la ­hora del Juicio y la consumación de los tiempos.

Algo hay de intemporal en la historia de un asedio, algo que “parece hallar un eco en nuestros miedos más atávicos”, afirma Anthony Beevor en el prólogo a la edición que el Reino de Redonda hace de la obra de Runciman. La tragedia de la Constantinopla sitiada provoca una espontánea empatía, a la que también hace referencia el historiador, que hace que nos interroguemos sobre cuál hubiera sido nuestro papel en la batalla. Más que cualquier otra peripecia bélica, un asedio es un drama que no admite reservas o ambigüedades, una prueba que, en consecuencia, puede revelar nuestra verdadera condición moral ante la adversidad. A propósito de otro asedio medieval, aunque este librado por el VI Ejército alemán en Stalingrado, en la más sangrienta batalla de la historia reciente —los hechos de los hombres más distantes de repente se hacen contiguos mediante elipsis misteriosas—, Ernst Jünger describe, en un pasaje de sus Anotaciones del Cáucaso, el 25 de diciembre de 1942, de qué modo la resistencia extrema en los cercos, convertidos en pruebas de exterminio y supervivencia, nos define con nitidez.4 Afirma que cada uno de nosotros es refundido en esos cercos, aunque no esté corporalmente presente en ellos, y no solo porque no podamos permanecer indiferentes al destino final de lo que en ellos se dirime, sino porque la cercanía de la muerte, que se ­hace paulatinamente más próxima a medida que transcurren los días del asedio, reduce todas las cosas a su justa proporción, y, junto a la de esas pocas cosas que nos van quedando, cada vez menos numerosas en torno a los sufridos combatientes, nos hace discernir nuestra real entidad. ¿Qué se hace más urgente ante la perspectiva de la aniquilación completa, la solidaridad y comunión 
de destinos o la preservación de la propia vida? Son elocuentes, en este sentido, las últimas actuaciones de dos protagonistas de la defensa de Constantinopla. Cuenta la crónica que el bravo genovés Giovanni Giustiniani, autén­tico estratega del bando cristiano, artífice de la consolidación de las murallas, alma de la resistencia, al ser alcanzado por el proyectil de una culebrina, que le atravesó el peto, ordenó su evacuación poco antes de ­
la salida del sol, en la fatídica mañana del 29 de mayo. La huida del condotiero provocó la desbandada de los suyos y dejó ante el enemigo al emperador, con un puñado de fieles. Asumiendo su destino y no deseando sobrevivir a un imperio perdido, Constantino Dragases —“cuya tristeza y caída es”, según Edward Gibbon, “más gloriosa que la larga prosperidad de los césares bizantinos”5— se desprendió de sus insignias y, como un soldado más, con la desesperanzada lucidez del héroe que sabe llegado su fin, se arrojó a la lucha… “Nunca más se supo de él”, concluye, lacónico, Runciman. Tal vez el hecho de que no se encontrara su cuerpo, probablemente confundido entre los de los cristianos caídos, que habían sido vejados y decapitados por los vencedores, alimentó la leyenda de un Emperador de Mármol que todavía, en el nebuloso territorio del encanto, aguarda el día en que en Santa Sofía vuelva a celebrarse la sagrada liturgia.

En las ya citadas páginas de sus diarios consagradas al frente oriental, Ernst Jünger habla de las batallas de cerco como de parábolas tras las cuales se esconde una protofigura presente no ya en la Ilíada —la epopeya del asedio— sino en la Odisea. Como Ulises, el soldado, preso de la cólera de los dioses, se debate entre dos peligros: la muerte inminente en combate —su Escila— o la muerte demorada en cautiverio —su Caribdis—, y siente que su vida depende del estrecho y tortuoso desfiladero que queda entre esas dos clases de muerte.6 Probablemente esta amarga certidumbre pesó ya en el ánimo de los defensores de la vieja capital, herederos de las antiguas gestas que, con su desesperada resistencia, pretendieron evitar, en palabras del humanista sienés Eneas Silvio Piccolomini, más tarde Papa con el nombre de Pío II, “la segunda muerte de Homero y Platón”.7 Como Giustiniani, que flaqueó en el último asalto, no todos fueron capaces de soportar la angustia que provoca este dilema que el asedio convirtió en única real posibilidad. De hecho, antes del comienzo de las hostilidades, seiscientos italianos al mando de Pietro Davanzo, protegidos por la noche, habían huido del Cuerno de Oro. Runciman, que asegura que nadie siguió su ejemplo, enumera a los paladines que con gallardía acudieron a proteger por propia voluntad a la ciudad sitiada. La crónica ha preservado los nombres de Teófilo Paleólogo; Demetrio Cantacuzeno; el megadux Lucas Notarás; Nicéforo ­Paleólogo; Juan Dálmata; Girolamo Minotto; Gabriel Trevisano; Alviso Diedo; Mauricio Cattaneo; los hermanos Jerónimo y Leonardo de Langasco; los tres hermanos Bocchiardi 
—Paolo, Antonio y Troilo—; el cónsul catalán Pere Julià; el ingeniero Johannes Grant, de probable origen escocés; el príncipe otomano Orján, pretendiente exiliado que, agradecido a los bizantinos, toma las armas contra Mehmet; el valiente y misterioso don Francisco de Toledo —príncipe o impostor— que se decía primo del emperador y que, como tal, muere junto a él haciendo frente a los jenízaros en la brecha de las murallas exteriores, junto a la Kerkoporta, la poterna abierta por un descuido que habría de ser fatal.

Pero el sujeto de la gesta, como corresponde a una tragedia moderna, al igual que el sujeto soldado al que se refiere Jünger, es un sujeto plural. El héroe del asedio y la caída de Constantinopla es el pueblo griego, y ello es así y así ha sido reconocido incluso por los que con menosprecio han considerado a Bizancio un mero interregno, un espacio baldío en el decurso de los siglos. Sujeto, pues, plural y anónimo, el que opta por la resistencia y no por la huida y acepta de la mano del enemigo la lucha extrema del cerco y la proximidad consentida del fin. No se conocen, por ejemplo, los nombres de los doce tripulantes voluntarios del bergantín que había zarpado del puerto en la medianoche del 3 de mayo para buscar ayuda y que, tras rastrear infructuosamente las islas del Egeo, decidieron, veinte días después, volver la ciudad que, suponían, estaría ya a punto de caer en manos del enemigo. Stefan Zweig, también cronista de la caída de la ciudad en una de sus célebres miniaturas narrativas, comentaba amargamente, a propósito de esos hombres, que si hubiera justicia en la Historia sus nombres tendrían que ser tan célebres como los de los Argonautas.8 La indignación del escritor austriaco brotaba de la impotencia de saber que el espejo del pasado no siempre refleja lo que deseamos contemplar; pero el hecho de que hoy seamos conscientes de esta premisa no hace menos triste el reconocer que de los muchos nombres de estos héroes no nos ha llegado ni uno solo. Sí sabemos, al menos, que cuando volvieron en su pequeña embarcación, que había sido capaz de burlar por dos veces en el Mármara a la ingente flota de Mehmet, fueron llevados con sus desalentadoras noticias ante la presencia del emperador y este, emocionado, lloró al darles las gracias. Su suerte final —¿la muerte en combate?, ¿la muerte en el cautiverio?— los hace desaparecer definitivamente a nuestros ojos con sus nombres ignorados, versos perdidos de una gesta remota.

Pamuk cuenta cómo en su niñez el nombre de Bizancio solo le sugería las imágenes de los antiguos acueductos, de las “horribles ropas y barbas” de los popes ortodoxos, de algunas antiguas iglesias de ladrillo rojo. Solo Santa Sofía parecía connotar una idea de majestad. Los nietos de los nietos de los bizantinos, recuerda el escritor, los rumíes, en cuyo nombre sonaba aún un eco de la vieja Roma de Oriente, regentaban tiendas de paños, zapaterías y pastelerías, y hablaban su griego extraño y críptico, al menos a los oídos del niño Pamuk, a una velocidad endiablada. Aunque el quinto centenario de la “conquista” de Estambul se había celebrado un año antes de su nacimiento, en 1953, Pamuk refiere cómo las tensiones nacionalistas en Turquía provocaron solo dos años después el estallido de tumultos y razzias contra los negocios de los rumíes. Aquellos sucesos, en los que se destruyeron iglesias y se mataron sacerdotes, recordaron súbitamente el espectáculo de crueldad que describen las crónicas occidentales a propósito de la caída de Constantinopla.9 De nuevo la pesadilla del saqueo, los isomorfismos del expolio, la profanación, el espanto y la triste suerte de los vencidos, ahora plasmados en las fotografías granulosas y un tanto desvaídas de los periódicos de la época. Tras las noches de los alborotos, las calles aparecieron llenas de juguetes pisoteados, lámparas, electrodomésticos, coches volcados, telas destrozadas, enseres de cocina, maniquíes rotos mirando al cielo… La imagen de la destrucción y el ensañamiento que turbó la mente infantil del escritor turco no debió diferir en gran medida —anacronismos aparte— de la que siglos atrás pudo haber ofrecido la ciudad conquistada. De hecho, Mehmet —que gustaba de considerarse a sí mismo vengador de los manes de la Troya pagana— había prometido renunciar a los cautivos y al botín; el Sultán se reservaba para sí los edificios, pero renunciaba, en favor del coraje mostrado por los suyos, a los tesoros de oro y belleza: ornamentos, joyas, hombres, mujeres y niños. Tres días de saqueo ilimitado se ofrecían a los soldados del ejército turco. Constantinopla seguiría así la misma suerte 
que la costumbre islámica deparaba a las ciudades infieles que rehusaban rendirse. Runciman refiere el saqueo del palacio imperial de Blaquernas, de la triple iglesia de Pantocrátor, de la iglesia de Pantepoptes, de la Nea Basílica, de los numerosos conventos, monasterios y santuarios que albergaba el inmenso recinto amurallado entregado al pillaje. Describe cómo los vencedores asesinaban a los ancianos, inútiles para la esclavitud; cómo arrancaban los velos y chales de las mujeres capturadas en Santa Sofía, de las monjas y doncellas más agraciadas y jóvenes, para maniatarlas y arrastrarlas a su campamento, donde se convertirían en objeto de lujuria y posterior trueque o venta; cómo muchos ornamentados crucifijos fueron escarnecidos; cómo los jóvenes más apuestos fueron arrastrados a los harenes y serrallos o entregados al cuerpo de jenízaros para ser educados en el Islam y en la obediencia al Sultán. Constantinopla ofrecía esa desoladora imagen intemporal que, en su fantasmagórica recurrencia, todavía era capaz de conmover a alguien nacido muchos años después. Se dice que el panorama de la ciudad saqueada era tal que el propio Mehmet, emocionado, recitó un antiguo dístico persa, dos versos que aún oímos como en la penumbra de un tiempo de amargura cíclica, de desconsuelo repetido: “La araña teje su tela en el palacio de los césares y la lechuza llama a los centinelas en las torres de Afrasiab”.

Juan Benet no tenía el menor pudor en afirmar que La caída de Constantinopla era el libro que le habría gustado escribir “por su erudición, por su estilo brillante y escueto, por la calidad de reconstrucción de aquel 
hecho, por esa tan británica imparcialidad y firmeza en el relato de las causas y los antecedentes, por la serenidad con que destila toda la tragedia”.11 Quien todavía profese la superstición de los géneros podría sorprenderse ante la acertada enumeración de virtudes de una obra meramente historiográfica, pero no cabe duda de que los rasgos que sedujeron a Benet —prácticamente los mismos que Javier Marías señala en su epílogo a la obra de Runciman— apuntan a una dimensión literaria del texto. Ciertas páginas de La caída de Constantinopla recuerdan a las que el ya mencionado Gibbon dedicó en su día a la descripción del mismo asedio —a decir de muchos, uno de los pasajes más memorables de su monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio romano—. Como el Johan Huizinga de El otoño de la Edad Media, por mencionar a otro historiador en cuyo estilo alienta la sensibilidad de un poeta, Runciman se complace en anotar pequeños motivos que, a modo de pequeñas joyas engarzadas, dotan a su escritura de un pathos contenido y de un mesurado lirismo. La alusión a los portentos astrológicos que anunciaban el advenimiento del nuevo Anticristo; los comentarios sobre las cambiantes fases de la luna, deparadoras de alegrías confortadoras o de funestos presagios; las digresiones sobre la belleza de las rosas de mayo en la ciudad sitiada; las anotaciones sobre el canto de los ruiseñores en los matorrales, la floración de los árboles frutales, el retorno de las cigüeñas que construyen sus nidos en lo alto de los tejados o la misma descripción de la ira de Mehmet, mojando el extremo de la túnica al lanzar su caballo contra las olas del mar, no disonarían en algunas páginas de Joan Perucho, otro amante confeso de los ocasos bizantinos. El relato del cerco y la caída de la capital bizantina es una elegía moderna, un treno de velado sentimiento que inspira esa melancolía que tal vez solo nosotros, lectores entre dos siglos, somos capaces de entender cabalmente. Porque, si la caída de la Roma de Oriente ha representado para muchas generaciones de historiadores el fin de una época, una Edad Media en la que el ideal heroico parecía aún remitirnos a la infancia del mundo, la lectura de su crónica, a muchísimos años de distancia, evoca todavía el sabor de una gesta inútil pero seductora, como el acontecer de las vidas en esta otra edad de desengaños. La invisibilidad de los confines a la que alude Marías no atañe solo a la crisis de las pretendidas fronteras entre lo histórico y lo literario, sino también a las lindes difusas de dos estados existenciales en verdad muy distantes, pero que, siquiera por un breve lapso, pueden mirarse a través del claroscuro del tiempo y unirse en los márgenes de esa prodigiosa elipsis: la resignación del soldado anónimo que lucha por un mundo que sabe que va a perecer y el razonable escepticismo, matizado por la añoranza de lo irremediablemente perdido, de cierto lector contemporáneo.


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