Autor: 3 marzo 2007

José Cereijo

En las últimas líneas de su espléndido Historial de un libro, dice Luis Cernuda lo siguiente:

En México terminé Con las horas contadas, así como la breve serie de los Poemas para un cuerpo, incluidos en la colección citada, que son, entre todos los versos que he escrito, unos de aquellos a los que tengo algún afecto. Al decir eso comprendo que yo mismo doy ocasión para una de las objeciones más serias que pueden hacerse a mi trabajo: la de que no siempre he sabido, o podido, mantener la distancia entre el hombre que sufre y el poeta que crea.

Cernuda, pues, parece temer ahí —si yo le entiendo bien— que los Poemas para un cuerpo puedan correr el riesgo de atentar contra la objetividad que juzga necesaria en el tratamiento del material poético, por estar demasiado cerca de la experiencia vital que los suscita. Un afán de distanciarse de lo autobiográfico que procede sin duda de la reacción antirromántica (contra ciertos excesos del Romanticismo, más exactamente) de las vanguardias de los años veinte, en las que él mismo se había formado; y que, en su caso, pudo además verse intensificado por el antirromanticismo militante y el deseo de objetividad en los que no pocas veces insistió Eliot, a quien tanto admiró.

El tiempo, sin embargo, no parece que le haya dado la razón en esto. Los Poemas para un cuerpo están reconocidos, de un modo prácticamente unánime, como uno de los momentos más altos de su obra de madurez; y nadie (que yo sepa, al menos) les ha echado en cara ese exceso de subjetividad que él temía.

Cosa completamente razonable, en mi opinión: tal exceso no existe. Y es que, en contra de lo que el propio Cernuda parece imaginar ahí (y de lo que otros han sostenido, en efecto, repetidamente), lo subjetivo, y aun lo confesional, entendidos como implicación personal del autor en el punto de origen de un poema, en nada perjudican por sí mismos al resultado. (Tampoco lo benefician, claro). Si así no fuera, no solamente esos versos de Cernuda, sino una buena parte —y de la más valiosa— de la lírica occidental, resultaría incursa en ese anatema. Ni Catulo ni Villon, ciertamente, se librarían de él —por citar a dos poetas que, desde la altísima valoración que de ellos hiciera Pound al menos, parecen haber gozado de la plena simpatía incluso de los más refractarios a ese subjetivismo—. Una simpatía completamente merecida, desde luego: son dos grandísimos poetas, condición a la que no disminuye en nada el hecho de que sus ediciones necesiten, o como poco aconsejen, un buen puñado de notas que nos aclaren algo la multitud de alusiones estrictamente personales que sus versos contienen.

Un poeta puede, en mi opinión, estar tan cerca como lo desee de los hechos (reales o imaginarios, tanto da) que motiven sus versos, y tan implicado personalmente en ellos como quiera. El peligro que por ese lado puede correr un poema (porque, efectivamente, hay un peligro), no está en la cercanía de su material a la vida personal del autor, sino en el punto de vista adoptado por él para tratarlo. Es decir: el riesgo comienza cuando el poema es utilizado: se le hace servir, más allá de esa implicación personal del autor en lo que cuenta, como desahogo de frustraciones estrictamente privadas.

A Villon, quién lo duda, le hubieran sobrado motivos para convertir su poesía, bien en una durísima requisitoria contra quienes le trataron con crueldad o le traicionaron, bien en una lamentación continua por las atrocidades que tuvo que sufrir. Pero nunca lo hace. Todo, en él, aparece salvado por un punto de vista desinteresado. No se entromete a cada paso en lo que cuenta para hacernos ver lo mucho que sufrió, y lo malvados que eran los culpables de ese sufrimiento. Denuncia, impreca, insulta, lamenta si tiene que hacerlo; pero no busca con sus versos, desnuda o encubiertamente, una compensación, no se lame con ellos sus heridas. Su punto de vista es más abierto, y más generoso. Es el hombre quien habla en sus versos, no exclusivamente el individuo; no sus (sin duda justificados) dolores personales. Por eso podemos identificarnos plenamente con lo que nos dice. Ese hombre que él pinta somos todos, o podemos serlo: incluso quienes le traicionaron o le condenaron. La individualidad, en cambio, marca, define territorios: excluye. Villon no juega a eso; su generosidad se lo prohíbe.

¿Podemos decir lo mismo de Cernuda? Sus rencores, sus frustraciones, ¿no afectaron nunca a su poesía? En el caso de los Poemas para un cuerpo, desde luego, no. Quien ahí habla puede ser cualquiera de los que leen, emocionadamente, esos versos espléndidos. Nada en ellos nos rechaza, nada nos excluye. Podríamos haberlos escrito nosotros mismos —si supiéramos cómo, es decir, si tuviéramos su genio—. 
No sabemos si esa historia amorosa dolió mucho a Cernuda, si se sintió tratado injustamente, si hubo allí celos o amarguras personales, compañeros del amor tantas veces. Esos poemas no son un desahogo, no se cierran sobre ninguna herida. Por eso, la subjetividad de su punto de partida no supone ningún riesgo para ellos. Y el temor de su 
autor al respecto, en consecuencia, no está justificado.

Pero ese Cernuda generoso y libre no es el único. Hay otros momentos en su poesía, más abundantes cuantos más años cumplió, en los que el desahogo, el cerrarse sobre la propia herida, sí están presentes. Quizá nunca, o casi nunca, de tal modo que invaliden del todo un poema, que no dejen aparecer, aquí y allá, rasgos, fogonazos de su genio (generoso y libre, repito, como el genio lo es siempre). Pero lo están. Y disminuyen, en la exacta medida en que es así, el valor de los poemas en los que se presentan.

Pondré algún ejemplo concreto, para que se vea con claridad adónde apunto. En Otra vez, con sentimiento (incluido en Desolación de la quimera, su último libro) se ataca a una persona, como tantas veces lo hizo Villon en sus propios versos. Cernuda no la menciona por su nombre, pero los datos que da en el texto vuelven la alusión inequívoca: se trata de Dámaso Alonso. Dice de él, entre otras amenidades (por emplear un término grato al propio Cernuda), que es “profesor y, según pretenden él y otros / de por allá (cuánto ha caído nuestra tierra), / poeta”; señala que “la vaciedad común resulta / en sus escritos” (aquí parece referirse más bien a su labor de crítico), o le llama “sapo”. Y termina el poema con un verso rotundo, separado por un blanco de los anteriores: “Ahora la estupidez sucede al crimen”. El motivo de todo esto está en un artículo del propio Dámaso Alonso en el que se refiere a Lorca como “mi príncipe muerto”. No es solo que semejante expansión retórica no justifique en absoluto un estallido de ira como el de Cernuda, ni que esos versos estén llenos de afirmaciones bastante menos que justas: es que Cernuda no debió escribirlos. Es que Villon —quien, lo repito, hubiera tenido sobrados motivos para el rencor o la amargura— no los hubiera escrito. Y no solo no lo hubiera hecho con un pretexto tan banal como ese, sino tampoco (nunca lo hizo) con quienes le torturaron, le privaron de su condición de clérigo (castigo, en la época, verdaderamente duro, y muy inhabitual) o le condenaron injustamente a la horca. Villon no era así. Ahí no es el genio, generoso y libre, del hombre Cernuda quien habla, sino la rencorosa amargura del individuo. El verso está utilizado (vuelvo a subrayar la palabra) para desahogar una amargura personal, demasiado personal. Y no se diga aquí que, en el caso de Villon, sus problemas eran puramente privados, mientras que Cernuda da voz, a su manera, a una tragedia colectiva. Muchos otros poetas, y muchas otras personas que no eran poetas, sufrieron la misma tragedia, y no reaccionaron así. Es él, Luis Cernuda, quien más de una vez convierte un dolor colectivo en un problema propio, quien escribe a veces como si entre su persona y el resto del mundo hubiera un conflicto privado en el que él es la víctima. Lo repito: Villon no era así. Cernuda, en cambio, podía llegar a serlo.

La cosa, por lo demás, venía de lejos. En El crítico, el amigo y el poeta, de 1948, habla Cernuda, por la persona interpuesta de ese imaginario “amigo”, de la recepción crítica de su primer libro, Perfil del aire, publicado más de veinte años antes de aquella fecha. Dejando aparte la discutible objetividad de los datos que Cernuda maneja (cosa que Derek Harris ya señaló en su día), lo llamativo es que a tanta distancia, y tratándose además de un libro que el propio Cernuda vio pronto como de aprendizaje, conserve aún abierta esa herida: podemos suponer que no se cerró nunca. Llamativo, especialmente, si tenemos en cuenta que dicha recepción crítica, primero, existió (la mayor parte de los primeros libros, ahora y supongo que entonces, no reciben más respuesta pública que el silencio), y, segundo, no fue tan exclusivamente desacertada y hostil como él pretende. Pero, sin duda, ya estaba en él esa tendencia a transformar el comentario público en ofensa privada, y esa incapacidad para olvidar, que podían convertirle en su propio enemigo. La amargura acumulada aún tardará años en afectar a la obra, pero acabará haciéndolo; y, como digo, alguna vez, dañándola.

Y no porque él fuera incapaz de percatarse de ese peligro. En su artículo Cervantes, de 1941, dice, hablando del Quijote:

Yo no sé de nada en nuestra literatura clásica que pueda acercársele, si no son aquellos breves y exquisitos capítulos del Lazarillo. Pero a este, a pesar de su perfección, una punta de acidez lo amarga. Carece de esa sonrisa que brilla en la obra de Cervantes sobre los errores y locuras humanas, comprendiendo y perdonando.

Como se ve, el mal estaba perfectamente identificado. Es más; unas líneas antes, en ese mismo párrafo, ­habla de “la amplitud y generosidad de su inteligencia [la de Cervantes], libre como pocas inteligencias españolas lo han sido en este mundo”. Pero esa mirada de Cernuda, tan sutil hacia fuera, podía perder mucha de su agudeza al volverse hacia adentro.

Esa amargura estaba, sin duda, muy hondamente arraigada en él. Tanto, que parece haber llegado a creerla consustancial al mismo genio poético. Así lo sugerirá, al menos, en “A propósito de flores”, también de Desolación de la quimera, que cierra con estos versos:

El lirio se corrompe como la hierba mala,

y el poeta no es puro o amargo únicamente:

devuelve solo al mundo lo que el mundo le ha dado,

aunque su genio amargo y puro algo más le regale.

No es cierto, desde luego, que el genio tenga que ser amargo. Safo, Catulo, Villon, Garcilaso, San Juan de la Cruz, tantos y tantos otros no lo fueron. Ni Keats, que es el protagonista (o quizá solo el pretexto) de esos versos. Ahí Cernuda parece, una vez más, respirar por la herida.

Solo podemos especular acerca de las causas de esa inclinación suya. Quizá fuera demasiado solitario. Quizá le faltó, por eso, la costumbre de sacar fuera ciertas cosas, que así llegaron a crecerle demasiado por dentro. Quizá incluso pueda verse, en ese mismo título de Poemas para un cuerpo, lo difícil, o lo imposible, que llegó a serle el salir de sí mismo. Porque lo cierto es que el título es justo. Los poemas son bellísimos, emocionantes, sin duda; pero el otro, la otra persona, no está en ellos. No sabemos nada de él, no tiene ninguna existencia propia en los poemas. Es, efectivamente, un cuerpo; o menos aún, una sombra. Y Cernuda lo sabe:

Lo raro es que al mismo tiempo

conozco que tú no existes

fuera de mi pensamiento.

Puede que, en efecto, estuviera demasiado solo. Naturalmente, no tiene sentido lamentarse por lo que hubie­ra podido ser: el pasado no admite cambios. Y por lo demás, aun con sus limitaciones (no hay hombre que no las tenga, sin excluir a los más grandes), su obra es uno de los momentos cimeros de nuestra lírica moderna, además de punto de partida, en ella, de una novedad verdadera y fecunda.

Aunque no todo el mundo lo haya visto así. Jaime Gil de Biedma por ejemplo, que era un indudable admirador suyo, le confesó sin embargo a Fernando Ortiz (lo cuenta este en su artículo “La poesía de Javier Salvago”, que cito por su Contraluz de la lírica, Valencia: Pre-Textos, 1998) su “preferencia por el primer Cernuda, el más becqueriano, y su relativa indiferencia por el segundo, un poeta inglés traducido, me dijo”. Es claro para mí que, en lo esencial, Jaime no tiene razón. Y que, en lo no esencial en que acaso pudiera tener alguna, Borges veía más hondo cuando señalaba (si no recuerdo mal), a propósito de Rubén Darío, que su labor de incorporación de cierta musicalidad francesa a las riquezas de la poesía en español es una verdadera hazaña, que por sí sola lo hubiera calificado como gran poeta. Una labor que ve cumplida también para el latín, por ejemplo, en Fernández de Andrada, y que él mismo reconoce haber intentado alguna vez, sin éxito, con el inglés. Lo cierto es que el Cernuda de la madurez trae a la poesía española algo que no existía antes de él, y que ha supuesto para nuestra tradición lo que representara antes para el propio Cernuda: una ganancia de posibilidades expresivas, y una corrección válida de ciertos excesos retóricos. Algo que no tenía su origen únicamente en la tradición inglesa, sino también —es sabido— en otras fuentes, como Hölderlin o Leopardi, por ejemplo. Y ante todo, desde luego, en el genio creador del propio Cernuda. En realidad, a quien Jaime puede recordar al decir eso es a los “suspirillos germánicos” de Núñez de Arce. No creo que tenga más razón que él.

Pero es verdad en cambio, o yo creo que lo es, que esa amargura que Cernuda pudo llegar a creer consustancial al genio, y que tenía en su caso raíces muy hondas, le hace alguna vez un poco menos grande de lo que pudo haber sido: o, más bien, de lo que real y verdaderamente alcanzó a ser. Aquello que dejara señalado a propósito de Cervantes y el Lazarillo no siempre, según parece, le sirvió a él mismo. No por eso ha de dejar de servirnos a nosotros.

La generosidad y libertad del genio son de siempre, y siempre podemos aprender de ellas. Él las tuvo, desde luego, o no hubiera sido el enorme poeta que fue. Pero pueden ser cosas muy difíciles; difíciles de lograr, y más difíciles aún de mantener. Él, se diría, no consiguió hacerlo a veces: no importa. No solo basta con las muchísimas ocasiones en que sí supo ser fiel a lo mejor de sí mismo, sino que incluso las sombras, en creadores 
de su talla, contribuyen al conjunto y perfilan mejor ese algo más que su propio genio, aunque alguna vez amargo (y pese a ello, seguramente, más que a causa de ello), alcanzó a regalarnos. Aquel mismo Keats de su A propósito de flores hubiera podido recordarle que, tal como él lo había acertado a decir (y a sentir) en su día, a thing of beauty is a joy for ever. Y es esa alegría, y no la amargura de la que alguna vez nace, la que finalmente justifica 
—y hasta puede redimir, quizá— al genio que la crea.


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