Autor: 4 marzo 2007

Santiago Beruete

Quinientas palabras y un final

Todo el que haya conocido el placer de recibir cartas íntimas, esperarlas y contestarlas, sabrá que esa emoción nunca queda plasmada en el texto mismo de lo escrito.

(Carmen Martín Gaite)

La carta había sido puesta en el correo el martes, pero no llegó a su destinataria hasta pasados dos días del accidente. Todavía velaban el cadáver cuando el cartero llamó al portero automático. Dada la situación, nada tiene de extraño que ninguno de los miembros de esa desconsolada familia se tomase la molestia de recoger la correspondencia. No fue hasta volver del entierro cuando, obedeciendo a una vieja rutina, la viuda abrió el buzón y extrajo la carta.

Le bastó una ojeada a la letra con que venía escrita la dirección para darse cuenta que el autor de esa misiva era su difunto marido, quien acostumbraba a escribirle unas letras cada vez que, por razón de su trabajo, debía ausentarse del domicilio familiar. Tan solo pensar en ello, sintió una punzada en el corazón y, acto seguido, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se recompuso como pudo y, guardando el sobre en el bolsillo del abrigo, subió acompañada de sus hijos al piso. Nada más abrir la puerta de la vivienda, fue a encerrarse en la, hasta hace cuarenta y pocas horas, alcoba matrimonial.

Casi treinta años después la carta seguía sin abrir en el fondo del cajón de una de las mesillas de noche. Para entonces la viuda también había muerto y los hijos, ahora ya convertidos en padres, se habían repartido las pertenencias de su madre antes de vender la casa. Fue precisamente una de las nietas que más había sufrido la muerte de la anciana, quien, tiempo después, hurgando en el desván, tropezó por casualidad con la carta, ya amarillenta por el paso del tiempo. Apenas leyó el nombre de su querida abuela escrito en el sobre, la embargó una tristeza más antigua que ella misma.

Las maletas de los escritores

Las tragedias de Shakespeare no son de Shakespeare, sino de un desconocido que se llamaba igual que él.

(Mark Twain)

Como Ramón Gómez de la Serna dijo en cierta ocasión, se podría llenar una biblioteca con los manuscritos que se han perdido. La verdad sea dicha, raro es el escritor que, unas veces por negligencia o extravío y otras por robo, no ha tenido que lamentar la desaparición de alguno de sus escritos. No sería difícil dar nombres de autores consagrados que, en un momento de descuido, se dejaron olvidada alguna de sus creaciones en el asiento de un taxi o en la mesa de un café, en una cabina de teléfono o en un autobús de línea. No faltan tampoco ejemplos de escritores que traspapelaron sus textos o, simplemente, los echaron por error al cubo de la basura. Es conocido también el caso de un poeta que, aquejado de amnesia, perdió la memoria del lugar donde había ocultado sus versos. A este respecto, vale la pena recordar las cartas que nunca llegaron a su destinatario y los equipajes que se perdieron por el camino.

Si por un casual, que está lejos de suceder, recuperásemos esas obras, es muy posible que nos viéramos en la necesidad de cambiar nuestra opinión sobre más de un autor. No en vano muchas de las mejores páginas que cabe imaginar se hallan en paradero desconocido. Así ocurre, entre otros muchos casos, con los borradores de varias novelas de H. Hemingway, un pasaje especialmente polémico del Viaje al final de la noche de L. F. Céline y una parte de la producción poética de Italo Calvino. Muchos de esos escritos que nadie ha tenido la oportunidad de leer, han acabado en el fondo de un arcón, arrinconados en desvanes o sótanos, o comidos por los ratones.

Tan solo hace un año, un bibliófilo aficionado, hurgando entre los libros viejos expuestos en el rastro madrileño, descubrió un legajo con la firma de Mariano José Larra. Y todavía está fresca en la memoria de los lectores de H. Balzac, el sorprendente hallazgo entre 
los fondos sin clasificar de la biblioteca del conde Goncourt del manuscrito inédito de una de sus novelas.

Si bien la industria editorial nos tiene acostumbrados a la publicación de obras dadas por perdidas, muchas más son las que desaparecen todos los años fruto de las más variadas circunstancias. Tal vez no haya ningún lugar donde se hayan perdido más originales que en las estaciones de tren y en los aeropuertos. Eran y siguen siendo los viajes la ocasión preferida por el destino para hurtar a los escritores alguna de sus composiciones. Entre la enorme cantidad de equipajes que se extravían anualmente, no faltan, por supuesto, los que contienen manuscritos de novelas, poemas o guiones cinematográficos. Una parte significativa de esos escritos nunca vuelve a manos de sus autores, que deben asumir su pérdida.

Esa reflexión debió de hacerse Eladio Rivas antes de alumbrar la idea de registrar oficinas de objetos perdidos, casas de empeño y consignas a la búsqueda de posibles tesoros literarios. Solo un infatigable lector y escritor frustrado como él se hubiera tomado en serio esa peregrina ocurrencia y volcado sus ilusiones en sacar a la luz los textos que otros habían escrito y perdido.

Quizá porque esa iniciativa tenía más de locura que de otra cosa, durante mucho tiempo las autoridades competentes se opusieron a facilitarle el permiso necesario para poner en práctica sus planes. Si, finalmente, consintieron en darle su aprobación, no fue tanto porque concedían crédito a sus pretensiones, como porque deseaban quitárselo de encima. Pero para sorpresa de todos los que lo habían juzgado un excéntrico visionario, sus suposiciones resultaron fundadas y sus pesquisas obtuvieron mejores resultados de los que nadie se hubiera atrevido a soñar.

A los pocos meses de poner manos a la obra, Eladio Rivas había reunido tal cantidad de papeles, que se vio en la necesidad de contratar los servicios de un equipo de colaboradores. Mientras estos se ocupaban de la cada vez más ingente tarea de búsqueda y clasificación de obras literarias, él consagraba sus energías a seleccionar entre ese vasto caudal de escritos los trabajos dignos de darse a conocer.

Si exceptuamos la procedencia de esas creaciones, por lo común simples borradores y ejercicios de escritores primerizos, su actividad apenas difería de la de un editor cualquiera. Sin embargo, contaba a su favor con la enorme ventaja de no tener que tratar con sus autores ni atender sus exigencias. No podía ser de otra manera dado que la mayoría habían pasado a mejor vida o se ­habían olvidado de la existencia de esos papeles. En el caso poco probable de que hubiera aparecido el verdadero autor de una de aquellas composiciones, la ley se hubiera puesto de parte de Eladio Rivas, pues como es bien sabido cuando alguien descubre un objeto sin dueño se convierte en su legítimo propietario.

De acuerdo con la paradójica justicia humana, Eladio Rivas poseía una obra literaria tan extensa como meritoria. Merced a la publicación de ese rico patrimonio no solo iba a gozar del reconocimiento de los aficionados a la lectura sino también de una considerable fortuna. Para hacer realidad todas sus aspiraciones literarias ya solo le faltaba ver en letras de molde los libros salidos de su pluma, que, dados sus escasos méritos, siempre habían sido rechazados por las editoriales. Si bien no se hacía excesivas ilusiones sobre sus dotes narrativas, Eladio Rivas padeció una amarga decepción cuando, por primera vez, tuvo que enfrentarse al desinterés de los lectores y al juicio de los críticos.

Tan grande fue ese desengaño, que llenó una maleta con sus escritos y, al volante de su automóvil, se dirigió al aeropuerto. Una vez allí, sacó un pasaje en el primer vuelo disponible y, como si fuera un pasajero más, facturó ese extraño equipaje. Hecho esto, esperó a oír por los altavoces su nombre. Solo cuando escuchó la última llamada instando al señor Eladio Rivas a presentarse de inmediato en una de las puertas de embarque, dirigió sus pasos hacia la salida y abandonó el aeropuerto. Mientras cubría el trayecto de vuelta a casa, empezó a fantasear con la idea de que, en un futuro no muy lejano, alguien encontraría en el interior de una maleta perdida los originales de sus obras. Justo entonces llegó a sus ­oídos el ruido de los motores de un avión. Levantó la vista al cielo, pero solo alcanzó a ver una estela de humo que se alejaba.

Una fecunda impotencia

Conozco en mi alma que todo encanto consistiría en estar donde no estoy para, desde allí, poder desear dónde estar.

(Fernando Pessoa)

Entre los estudiosos de la literatura ha llegado a ser una opinión establecida que Hugo Carpentier es autor de una sola novela. Pero esa obra en la que se sustenta su, ya ensombrecida, fama no es ni mucho menos la única que escribió. De hecho, emprendió la redacción de decenas de relatos que dejó a medio terminar. Esa actitud, en apariencia incomprensible, tiene mucho que ver con el éxito alcanzado por su primer y único libro publicado. Sin los beneficios que le reportaron sus ventas, jamás 
hubiera podido permitirse el lujo de encerrarse en una habitación de hotel para escribir la novela que prometía ser su definitiva consagración.

Ya casi había redactado la mitad del texto cuando, no se sabe si impulsado por el deseo de encontrar la inspiración o de escapar de sí mismo, abandonó su confortable refugio para ir a instalarse en otro situado apenas dos manzanas más allá. Ese fue el comienzo de un dilatado periplo que le llevaría a recorrer la ciudad de hotel en hotel. Durante casi quince años siguió cambiando de alojamiento cada pocos meses. Más de cincuenta esbozos de novelas se amontonaban en su maleta cuando, en uno de sus ya habituales traslados, recaló en el establecimiento de la primera vez. Pero, dadas las reformas que durante ese tiempo había sufrido el edificio, no reconoció el sitio. Mientras tanto, tal y como tenía por costumbre, emprendió la redacción de una nueva obra.

En estas estaba cuando algo le trajo a la mente el recuerdo de su anterior estancia. Con esa sospecha en la cabeza rebuscó dentro de su maleta el primero de una larga serie de proyectos truncados de novela. Bastó una ojeada al membrete del hotel que figuraba en la cabecera de las hojas para comprender que su peregrinaje 
había llegado al final. De nada sirvió que permaneciese en el mismo alojamiento, la muerte le sorprendió antes de que, una vez más, pudiera coronar su relato.


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