Autor: 13 marzo 2007

Bruno Mesa

Las letras son como las maletas de doble fondo, todos conocen su apariencia, algunos su apetecible contenido, pero solo los curiosos, los imprudentes o la policía saben encontrar el bolsillo secreto que lleva hasta los diamantes de contrabando, esos que ocultaron unos espías al cruzar la frontera prohibida que hervía en alambradas. En las letras, en el doble fondo de su maleta, envuelto en un rectángulo de terciopelo negro hay escondido un surtidor de magia que pasa inadvertido por nuestros oídos, indiferentes a ese milagro. La costumbre hace que decline su misterio como el tenue velo de los años hace que se pierda aquel rostro que iluminó una tarde azarosa, esa tarde que falsamente imaginamos inolvidable.

Las letras de cualquier idioma revelan un sonido o un sabor, anuncian un paisaje o prometen una alegría, según quién las acompañe en cada palabra. Fácil será entrever que son enemigas encaradas cuando pronunciamos heterótrofo, pero si las dejamos sosegarse en compañía, y alguien que nos estima pronuncia melancolía, entonces la batahola y el violento descampado se transforman en un claustro, en un sosiego, y el callejón de los ­tahúres se vuelve noche apaciguada frente a un café y un amigo.

Empiezo aquí mismo mi viaje, por la nerviosa, enjuta í que resuena en Clarín, metálica y afilada, como escrita a destiempo y destemplada; salgo luego a buscar la o asfixiada y sumergida que hay en el ahogado, la v contradictoria e irreconciliable de versus (que dio título a un poemario de Tony Harrison), la r cortante, hecha de papel rasgado, de reata; metarmorfoseada luego, casi disuelta cuando el pintor imberbe solicita un tubo de óleo negro; renacida r de robledal, iluminada por un claro del bosque.

La soberana l que hay en silencio, esbelta, inalcanzable; el cosquilleo de la u cuando un amigo anuncia el principio del juego; o la fatigosa, extenuada a que hay en mortal.

Huele a serrín en el tabuco con suelo de tierra, a vieja carpintería desordenada, también a labriego resignado que fuma tabaco negro junto al fuego y mira cómo se extiende sin remedio la llanura, todo eso veo cuando la p que habita en portalón golpea o llama en la noche.

Tenemos una i traviesa y pueril en iris, un mamífero sonoro en la o del hipopótamo, y 
un pantalón arrugado en la doméstica e de la pernera.

Cómo no ver un sastre casi ciego en su lienta esquina, las gafas al borde del precipicio de la nariz, sudorosa la frente, nerviosas las manos infatigables, cuando oímos la minuciosa g que vive en cada aguja; también conozco otra g que nadie sabe bien de dónde viene, te toma por sorpresa y te secuestra, te lleva a laberintos no predichos, te propone un futuro perfecto o terrible, te detalla un pasado embustero, te lleva a los dos lados del espejo y luego se esfuma: es la g que imagina y nunca duerme.

Solemne y estirada se muestra la elle cuando pasa orgullo por su lado; mientras la zeta imperial de los zares se viste de fámulo en cazuela, y ya en la boca se llena de húmeda lengua cada vez que la mirada se empoza.

Escucha la cruda t que inventa el traidor, la infernal que persigue al torturado, la cómica cruz del tartamudo.

Observa a la rígida b que pone derecha la espalda, se cuadra y lanza un perfecto saludo militar en británica; saluda a la pedante h que apenas puede caminar de tan oronda cuando alguien viene y se hincha; escucha a la extenuada y gelatinosa u que resopla en aburrimiento.

No sé, las letras florecen y mueren cada vez que las pronunciamos, se reúnen entre ellas con libertad, se desordenan y se celebran mientras son un sonido; pero al intentar observarlas en su batalla, al intentar retenerlas en una cárcel de tinta y papel, como ocurre al despertar tras un sueño, ellas, en cuanto ven nuestros ojos, se ponen otra vez el uniforme, sacan cuerpo de letra y forman en el patio de la página.

Más que verlas me propongo escucharlas, sentir la desamparada, deforme s que algún dios encajó en mitad del monstruo; sonreír con la ridícula f de la euforia; cazar al vuelo el ala de una l demasiado bailarina.

No es difícil dormirse sobre la m más mullida; precisar una x que suene más rotunda por exacta; pasear bajo la canícula por la inmensa avenida de una a que tarde o temprano arderá.

La palabra convalecencia es un ejemplo de precisión, porque ese largo batallón de letras con cara de enfermera induce a pensar que será larga, triste y dura.

La monotonía de las oes que habitan perezosas la palabra monotonía son una sonora, una espléndida lluvia que teclea en el tejado del otoño. En la palabra trineo, en sus seis letras gozosas, no veo nieve, veo una sonrisa congelada, un divertido fotograma con tres bañistas barbudos en un triciclo camino de 1915.

Entre las letras que habitan la palabra cismática hay un terremoto episcopal, una ortodoxia y un hereje. El acento señala, como hace siglos señalaron a Judas, a esa letra que por ser esdrújula y estar en mitad del cotarro, acabará sus días en inquisitorial ceniza.

Terrosa y reseca la cruda p que habita en todos los páramos. Siempre urgentísima y malcriada la acentuada e que chilla en teléfono. Placentera y feliz la modesta ñ que sube y baja con nosotros la vida y a la que llamamos compañera.

La ciega guerra tiene vísceras de rr y las mismas vocales que la sangre.

Con frecuencia la realidad nos engaña y nos sorprende, como si camináramos sobre un espejismo; las letras son las huellas de ese milagro, su piel a la vez sonora y escrita.

Basta leer la palabra encuadernar para saber que las letras allí se fortalecen, se vuelven libro, se cosen a la vida para tener lomo, guardas, cabeza y nervio, y aunque no lleguen a ser tejueladas en la gran biblioteca del recuerdo, ¿quiénes sino ellas saben todo lo que el hombre se atrevió a pensar y a escribir?

Recuerda entonces la desabrida z de la estrechez; recuerda cuando vino a salvarte, eras pequeño, la j milagrosa y embotellada del jarabe; recuerda la hache que te puso de los nervios, la hache impronunciable y delirante que no sabe dónde está cuando se pone histérica; recuerda el balanceo mágico de una falda niña, la blanca piel adorada bajo un sol de mediodía, el temor de ser libre y de sentirlo, recuerda todo eso cuando sientas el vaivén de la m y de la p que sonríe en el columpio.

No podrás aunque quieras deshacerte de ninguna de las letras cuando lleguen a tu calle bajo apariencia de niebla; estás condenado a su misterio, condenado también a su larga carcajada.

¿No me digas que en esa barriguda b de botón no se esconde un señor que mira el televisor, en una mano la cerveza, en la otra el mando a distancia, luciendo una sucia camisa desabotonada?

Acércate a la luminosa playa de la doble a que pisas como flotando en la palabra arena; dime si no ves a alguien escondido, sacando la cabeza entre la d y la i en la palabra nadie.

Si te hablan las palabras al oído cuando tú no lo esperas, si su música te llama y te despierta, si aprendiste a ser lo que ahora eres encadenando sílabas y sueños, si conoces de la humilde compañía de las letras,: antes de irte díselo a la cara, a la z esquinada, a la nariguda r, a la mínima, tímida i. Ellas sabrán agradecértelo, no lo dudes, porque el alfabeto es familia numerosa, y a la intimidad de ese hogar estamos todos invitados.


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