Autor: 19 marzo 2007

Juan Ramón Jiménez: Música de otros
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006

Tengo para mí que la medida verdadera de un escritor la obtenemos, además de por el contenido intrínseco de su obra, por la preocupación, más o menos explícita, de su conocimiento en favor de la obra de los otros. Lo que equivale a decir: a través del conocimiento de sus «afinidades extranjeras»; a través de ellas, creo, podremos alcanzar a conocer el otro lado del espejo de cualquier autor. Más, si acaso, cuando su tarea literaria sea la poesía. (Para el caso español, considero que ha habido un caso paradigmático: la obra traducida de José Ángel Valente como ejemplo de otredad asumida.)

De ahí que interese ahora este libro de Juan Ramón Jiménez —tan evocadoramente ilustrado por los dibujos de Arroyo— en una doble dimensión: por la figura del poeta en sí y por sus afinidades (estéticas) electivas de otros autores, sobre todo en distinta lengua. Cuando leemos (p.119) el poema “Melancolía” (“Su corazón es de otro / Y estoy pensando en el sauce / de mi jardín, que las ramas / echa en el otro jardín”) es inevitable aceptar la sugerencia de una similar ensoñación, de un vínculo estético entre nuestro poeta y Te-ran-ye. Pero es que acaso no podría ser de otro modo: en el Otro se busca el complemento del sí propio y, a la vez, su continuidad. Hay, o existe, una especie de transustanciación inexcusable en la poesía; en la obra universal del poeta. ¿No ha escrito alguien que el poeta, cada poeta, no hace sino escribir una parte de ese gran poema universal siempre inacabado?

Aclara Soledad González en su documentado, extenso y didáctico prólogo que se reúnen en este libro traducciones destinadas a seis proyectos editoriales distintos, “los cuales se sucedieron en el tiempo y en la configuración de la obra de J. R. J. de manera superpuesta y sustituyéndose unos a otros”, y concluye: “Recuperamos así un conjunto de más de cien traducciones, la mayoría de las cuales fueron publicadas una sola vez y de forma dispersa en revistas, cuadernos y periódicos. Completamos la edición revisando estas traducciones (pulcramente pensadas, cabe decir por mi parte) a la luz de las versiones conservadas en sus archivos de Madrid y Puerto Rico, y añadimos treinta y un textos inéditos que en ellos hemos localizado”.

La variedad de los poetas elegidos es realmente muy amplia y rica, abarcando varias lenguas incluido el gallego; y es significativo, me parece, el apéndice destinado a las poetisas amigas (Nigel, Torney, Fogelquist) amén de aquellas de tan manifiesta relevancia como Rosalía de Castro, Emily Dickinson o la elegante Elizabeth B. Brouwning, cuyos poemas de amor son de una elevada y contenida belleza. (Como anécdota añadiré que, en su día, un afamado traductor me dijo que, traduciendo a Rosalía, J. R. J. cambió la expresión “sombra que me asombras” por “sombra que me ensombras”. Aquí no aparece tal versión, pero, de ser verdad —y las fuentes las considero fidedignas— el poeta de Moguer sabría bien lo que hacía. Quiero decir que la versión sería también sutilmente atinada, a juzgar por lo definido del canon estético rosaliano.) Cabe destacar, asimismo, la dedicación a los sonetos de Shakespeare, en los que se detiene con predilección.

En cuanto a la concepción de la materia poética asumida de los otros, creo que vale la pena resaltar, cuando se ocupa de Santayana, la traducción que hace del “The Last Puritain”. Ello, como no podría ser menos, a sabiendas de que el traductor, traditore sin remedio, acaba por traicionar tanto al original como a sí mismo en busca de ese sutil acento fiel, sin que por ello se sienta ni satisfecho ni convencido con su elección. Y va a ser el propio poeta quien manifieste con expresiva claridad el azoro espiritual-literario que la tarea comporta: “Traducir es triste y difícil, aunque quiera uno hacerlo y lo haga por gusto propio, porque es irse matando a cada paso, haciendo el gusto de otros saliéndose del estilo propio, que no es sino el espíritu propio, para intentar vivir en el de otro. Intentar, naturalmente. Y siempre se queda uno rodeando el alma de otro sin penetrar en su centro, que es solo suyo. Fuera de uno mismo y fuera de otro”.

Tal vez por eso, afinado lector, no sea en vano que la poesía haya venido siendo definida, también, como “esa forma expresiva de definir la soledad”. Para sí; para el otro.

Ricardo Martínez


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