Autor: 4 enero 2007

Rosa Navarro Durán

A nadie se le escapa que entre los escritores contemporáneos hay hilos, visibles o invisibles, de sentimientos. Si pensamos en los poetas, por ejemplo, y rastreamos comentarios, alusiones, rumores, no nos será difícil trazar un mapa de enemistades o afinidades, de odios o devociones. Como cualquier mención explícita podría incluirme en esta tupida red de lizos, prefiero quedarme en la difusa generalización. Los textos de los poetas trasminan esas simpatías o antipatías, y en ellas hay claves para ahondar en algunos poemas.

¿Cómo podemos imaginar que no pasaba lo mismo en ese momento increíble de nuestras letras en que convivieron nada menos que Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora, Tirso…? Es cierto que todos sabemos del enfrentamiento entre Góngora y Quevedo, y hemos leído poemas como espadas afiladas de uno contra otro; pero la presencia en los textos de la relación entre los escritores de esa época va mucho más allá.

En el entremés El rufián viudo de Cervantes, después de que el rufián elija entre tres daifas —como un Paris del hampa— a una para que sustituya a su coima, la Pericona, que acaba de morirse, entra en escena un personaje que todos reconocen: Escarramán. No hay más que oír a la Repulida:

¡Jesús! ¿Es visión ésta?, ¿qué es aquesto?

¿No es este Escarramán? ¡Él es sin duda!

¡Escarramán del alma, dame, amores,

esos brazos, columna de la hampa!

Y Escarramán les contará cómo, estando en galeras, al naufragar su nave, los turcos lo cautivaron y convirtieron en esclavo hasta que consiguió hacerse con una galeota y escapar. Todos le escuchan atentísimos y le hablan de su fama, de cómo le cantan por plazas y calles, e incluso le dice la Repulida: “Hante vuelto divino, ¿qué más quieres?”; es decir, se ha hecho una versión a lo divino de sus jácaras. Porque Escarramán es el protagonista de dos jácaras popularísimas de Quevedo, que se cantaban y bailaban en 1611 por toda España.

Es evidente que Cervantes, cuando escribe este entremés (que se imprime en el volumen de las Ocho comedias y ocho entremeses, de 1615), admira y está en buena relación con Quevedo. En el Viaje del Parnaso (impreso en 1614), se pone de manifiesto esa admiración en las palabras de Mercurio, porque el dios no quiere emprender el viaje al Parnaso sin él, al que llama hijo de Apolo y de la musa Calíope y dice que “es el flagelo de los poetas memos”.

En el Quijote, Cervantes dará de nuevo vida literaria a otro ente de ficción ajeno: don Álvaro Tarfe, personaje del Quijote de Avellaneda; pero su única misión será certificar que no había visto nunca al auténtico, al que tiene delante, y que no era el que andaba impreso en una historia titulada Segunda parte de don Quijote de La Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda. Cervantes echa mano de un personaje literario ajeno para dejar clara la impostura de otro que compartió con él espacio de ficción y, por tanto, la falsedad del creador de ambos.

1. De bandoleros y prisioneros

Si el texto cervantino es lugar de encuentro con entes de ficción de sus contemporáneos —amigos y enemigos—, no deberíamos analizarlo al margen de su contexto literario. Por esos años tenía una enemistad manifiesta con otro escritor: Lope de Vega; no podía competir con él en las tablas porque quien había llamado “monstruo de naturaleza” se había apoderado de la escena, y ya los autores —los directores— no querían sus comedias, como dice en el prólogo de sus Ocho comedias y ocho entremeses. No deja además de resultar curioso comprobar que la expresión “monstruo de naturaleza” se la aplique Don Quijote a Sancho entre una retahíla de insultos: “¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas!”. De tal forma que tal vez esa expresión no fuera tan laudatoria como se cree. Como veremos, Lope sí quiso competir con Cervantes en el campo novelesco y no pudo alzar el vuelo.

No hay más que ver un intercambio curioso de nombres de personajes para darse cuenta de la importancia de relacionar las obras de los dos escritores. Como es bien sabido, Cardenio y Luscinda son los protagonistas de una de las novelas intercaladas en la primera parte del Quijote; Lope llamaba a su amante de esos años, Micaela de Luján, Camila Lucinda (y Camila es además el nombre de la protagonista del Curioso impertinente); en la Arcadia de Lope (1598) hay un Lucindo, una Lucinda y un Cardenio —no el Roto, pero sí el Rústico— con un papel destacado. La otra pareja que comparte espacio novelesco con ellos es la formada por Dorotea y Fernando…, que serían los nombres escogidos por Lope muchos años después (1632) para los protagonistas de su Dorotea; y además Fernando es máscara literaria suya, como Dorotea lo es de Elena Osorio.

Veamos ahora cómo empieza El peregrino en su patria de Lope, novela que aparece impresa en 1604, justo un año antes que el Quijote:

Salía sobre las blancas arenas de la famosa playa de Bar­ce­lona, entre unas cajas, tablas y rotas jarcias de un navío, un bulto de sayal pardo, cubierto de algas y ovas, que, visto de unos pescadores y puesto en una barca, con la codicia de que fuese alguna rica presa, fue llevado por la ribera abajo dos largas millas, hasta que entre unos verdes árboles desen­vuelto, como las demás cosas, fue conocido por un hombre que entre la vida y la muerte estaba en calma.

Resulta un tanto inverosímil que los pescadores no advirtieran que el bulto era un hombre, cosa que dice bien poco a favor del arte narrativo de Lope; a ese respecto Cervantes podría comentar “que a las cosas que tienen de imposibles / siempre mi pluma se ha mostrado esquiva”, como dice en el Viaje del Parnaso. Pero sigamos con ese comienzo: un náufrago llega a las playas de Barcelona. Lo recogen unos pescadores que le dan hospedaje; pero de pronto aparecen unos bandoleros: “Ya se informaba el Peregrino del lugar, del dueño del trato y de la distancia que de él había a la ciudad, que ya sabía que era Barcelona, cuando impensadamente vieron venir dos hombres, que en lugar de salutación les pusieron a los ojos dos pedreñales y al corazón mil temores”. Y enseguida acudirá el capitán de esos bandoleros, “un caballero catalán, ofendido de otro más poderoso en hacienda y deudos, aunque no en fuerzas, razón y ánimo”; y poco después el Peregrino decidirá irse con ellos, “deseoso de saber”.

No hace falta ser muy sagaz para ver la relación estrecha que hay entre este texto y el pasaje de don Quijote y Roque Guinart de la segunda parte del Quijote. Pero no vayamos a creer que Cervantes es deudor de Lope, porque no hay más que ir a La Galatea cervantina para encontrarnos con otros bandoleros.

En La Galatea (1585), Cervantes sitúa a dos amigos, a Silerio y a Timbrio, en un pueblo costero catalán, cercano a Rosas. Silerio reencuentra a su amigo en el momento en que lo van a ahorcar al haberlo confundido con un famoso salteador, porque lo cogen junto a los bandoleros que lo han apresado; lo salvará en el último momento. Lope tomó de este texto el motivo de la confusión y lo amplió en El peregrino en su patria: Pánfilo, tras ser dejado en libertad por los bandoleros, regresa a Barcelona; lo reconoce el pescador, que lo cree compañero de los salteadores, y a sus gritos vendrá la gente, y lo llevarán a la cárcel.

En La Galatea, oímos en boca de Silerio la historia de su amigo Timbrio; es curioso ver como en ella hay elementos que repite Lope y otros que el propio Cervantes reelabora en su Quijote. Primero habla del jefe de los bandoleros, que se distingue de los rufianes que capitanea:

Supe también la causa por que a mi amigo Timbrio llevaban al amargo suplicio […], y fue que, viniendo Timbrio caminando por el reino de Cataluña, a la salida de Perpiñán dieron con él una cantidad de bandoleros, los cuales tenían por señor y cabeza a un valeroso caballero catalán, que por ciertas enemistades andaba en la compañía, como es ya antiguo uso de aquel reino, cuando los enemistados son persona de cuenta, salirse a ella y hacerse todo el mal que pueden, no solamente en las vidas, pero en las haciendas, cosa ajena de toda cristiandad y digna de toda lástima.

Luego, cuenta que los bandoleros estaban desvalijando a Timbrio —como lo harán con Don Quijote y Sancho— en el momento en que llega su jefe, que les prohíbe que sigan y que invita además a la víctima a convivir con ellos:

Sucedió, pues, que al tiempo que los bandoleros estaban ocupados en quitar a Timbrio lo que llevaba, llegó en aquella sazón el señor y caudillo de ellos y como, en fin era caballero, no quiso que delante de sus ojos agravio alguno a Timbrio se hiciese; antes, pareciéndole hombre de valor y prendas, le hizo mil corteses ofrecimientos, rogándole que por aquella noche se quedase con él en un lugar allí cerca, que otro día por la mañana le daría una señal de seguro para que sin temor alguno pudiese seguir su camino hasta salir de aquella provincia.

Lo que ocurre es, en cambio, la intervención de los soldados y la prisión del joven, al que identifican como bandolero, como vimos sucedería con el Peregrino:

Mas la Fortuna, que hasta entonces con Timbrio se había burlado, ordenó que aquella mesma noche diesen con los bandoleros una compañía de soldados solo para este efecto juntada y, habiéndolos cogido de sobresalto, con facilidad los desbarataron. […] y uno de los presos fue Timbrio, a quien tuvieron por un famoso salteador que en aquella compañía andaba.

Cervantes, que se daría cuenta de cómo Lope tomaba de su Galatea esa secuencia narrativa y la recreaba en El peregrino, insiste en el asunto de los bandoleros en Las dos doncellas y en la segunda parte del Quijote.

Si Don Quijote no fue a Zaragoza para desmentir al falso Don Quijote, como el propio caballero andante dice, tal vez fuera a Barcelona para recuperar el terreno literario que Lope de Vega había tomado a su creador, a Cervantes. No se le ocurre dirigirse a Valencia, en donde Lope había escenificado la comedia Los locos de Valencia, nada menos que en su famoso manicomio. Incluso evita esta ciudad Periandro, el peregrino cervantino; y no hago ahora entrar en esa liza literaria Los trabajos de Persiles y Sigismunda, porque el entramado de coincidencias voluntarias es tal que podrían los árboles ocultar el bosque.

2. La libertad de conciencia en Alemania

El Quijote es un campo feraz de todo tipo de cultivos, y las críticas a tal o cual de sus pasajes se multiplican día a día y no solo al amparo de centenarios. No ha pasado desapercibido a los analistas un curioso pasaje de la segunda parte, donde Sancho se encuentra con el morisco Ricote. Va acompañado de unos peregrinos alemanes, que solo saben la palabra limosna en castellano y dicen a Sancho: “¡Guelte! ¡Guelte!”.

Al comienzo del libro segundo, el Peregrino de Lope se dirige a Montserrat, en cuyo camino se encuentra con otros dos peregrinos, un flamenco y un alemán. No se plantea el problema de la lengua; el narrador dice, sin más, “habláronse”. Y lo hacen nada menos que de ¡Filomela y Tereo! —porque Lope no sabe poner límites a su pedantería—, y el Peregrino cita a propósito a Marcial; luego entrarán en materia religiosa, y Lope aprovechará para poner en boca del alemán una alabanza de la labor de la Inquisición:

… verdaderamente que los que en nuestra patria nos preciamos de católicos envidiamos la bondad y fortaleza de vuestros príncipes y esta santa y venerable Inquisición, instituida por aquellos esclarecidos, felicísimos y eternamente venerables reyes, con que enfrenada la libertad de la conciencia, vivís quietos, humildes y pacíficos al yugo de la romana Iglesia. ¡Ay de aquellos que como reino dividido (palabras de Dios) tememos cada día nuestra desolación eterna!

Se lamenta luego de que Carlos V no pudiera “sosegar aquellos tumultos en el tiempo que se disputaron los errores de Lutero”, y termina holgándose de que sus padres le hubieran dejado “esta riqueza de la fe”. La posición de Lope, familiar del Santo Oficio, no puede ser más clara.

Volvamos ahora el Quijote. El “¡Guelte! ¡Guelte!”, que no entiende Sancho, abre el encuentro de los peregrinos con el escudero; luego seguirá con la invitación a comer y a beber que le hacen (no hablan precisamente de fábulas mitológicas ni citan autoridades), y después con el relato de Ricote. Este le cuenta a Sancho su salida de España:

Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia.

Estas palabras de Ricote suenan a respuesta al alegato inquisitorial de Lope. Frente a “esta santa y venerable Inquisición […], con que enfrenada la libertad de la conciencia, vivís quietos, humildes y pacíficos al yugo de la romana Iglesia”, que es la que lleva al exilio al morisco Ricote y la separación dramática de su familia, está la libertad con que puede vivir en Alemania, “porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia”. Es la cara y el envés: Lope y Cervantes. Y la coincidencia de los términos que forman la oposición no puede ser casual, sobre todo porque es evidente que Cervantes habría leído la novela de Lope.

3. Sobre gatos, nombres y libros

Marramaquiz, gato romano, tiene a Maulero, un gato de La Mancha como escudero: esto sucede en los versos 80-82 de La gatomaquia de Lope (1634). Hacía muchos años que había muerto Cervantes, pero sus creaciones seguían obsesionando al gran comediógrafo. Había intentado competir con él en las novelas que le escribe a su Marcia Leonarda, Marta de Nevares: la primera, Las fortunas de Diana, la incluye en La Filomena (1621); su “no le faltó gracia y estilo a Miguel de Cervantes” de la dedicatoria sería posible porque la vida y la obra de su rival llevaban ya años cerradas. En 1604 le decía, en cambio, a un amigo suyo, al que le escribía a Valladolid: “De poetas, no digo: buen siglo es este. Muchos están en cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote”.

He dejado voluntariamente al margen la figura de Avellaneda, tan amigo de Lope, porque no pretendía aportar datos para quitar máscaras, sino solo apuntar una obviedad: que los escritores áureos, como los actuales, sentían simpatía o antipatía por sus contemporáneos, por sus competidores, y sus obras no eran ajenas a esos sentimientos. Ante la especialización extrema que lleva a saberlo todo —aparentemente— de una obra, sería conveniente recobrar un campo de mira más amplio para poder ver esos sutiles hilos que están entre las obras de distintos escritores y que nos permiten entender mejor muchos pasajes.

Siempre me llamó la atención el nombre que tiene la infanta encantada por el gigante Malambruno, cuya historia cuenta la condesa Trifaldi: Antonomasia. Tal vez un muy malo soneto de Lope, de Los pastores de Belén (1612), con pies forzados —entre los que está tal palabra—, podría ayudarnos a entender la curiosa elección de Cervantes:

Vamos a ver el santo Niño, Eufrasia;

ponte el hábito suelto de Marpesia;

verás mayor milagro que el de Efesia

en un portal que es hoy el templo de Asia.

Un niño por divina Antonomasia,

famoso desde el Líbano a Tartesia,

en unas pajas fabricó su Iglesia,

que el cielo baña en cinamomo y casia.

(Creo que no se pierde gran cosa en omitir los tercetos.) Dar vida a Antonomasia podría ser un filo de la agudeza cervantina que apuntase al gran Lope o al menos una sonrisa para sí del extraordinario Cervantes.

Los editores a veces damos enjundia a nuestras notas con citas que no vienen a cuento porque olvidamos que suele ser todo mucho más sencillo, o que la oscuridad del texto está relacionada con admiraciones u odios. No hay más que ver las notas que en las ediciones tiene el señorío inventado de Pablos, el Buscón, que aparece como “señor del Valcerrado y Vellorete”. Y era un homenaje de Quevedo a su admirado Petrarca: Valcerrado es Valchiusa, patria de Laura, y Vellorete o Bellorete esconde a Bel Oretta, la bella Laura, la dama mejor cantada.

Echen un vistazo, si quieren, a la biblioteca de Nise, la hermana docta de La dama boba de Lope (1613), y verán cómo, imitando a don Quijote —como hace explícito su padre—, tiene también La Galatea cervantina, pero no Don Quijote, y sí el Guzmán de Alfarache (que no estaba en la de Don Quijote), y además tres obras del propio Lope: las Rimas, Los pastores de Belén y, por supuesto, El peregrino en su patria. Si Velázquez pintó La fábula de Aracne o Las hilanderas (como se le llama) mirando a Tiziano, Lope ponía los libros en la biblioteca de Nise pensando en la de Don Quijote.

Son juegos, juegos literarios…, y en este caso, con fondo de enemistad.

Nota

Cito los textos por las siguientes ediciones:

Cervantes, Miguel, Entremeses, ed. de Eugenio Asensio, Madrid, Castalia, 1971.

—— Viaje del Parnaso, ed. de Vicente Gaos, Madrid, Castalia, 1974.

—— La Galatea, ed. de F. López Estrada y M.ª Teresa López García-Berdoy, Madrid, Cátedra, 1995.

—— Don Quijote de La Mancha, ed. dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes y ed. Crítica, 1998.

Vega, Lope de, El peregrino en su patria, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1973.

—— Cartas, ed. de Nicolás Marín, Madrid, Castalia, 1985.

—— Pastores de Belén, ed. de Antonio Carreño, Barcelona, PPU, 1991.

—— La dama boba, ed. de Rosa Navarro Durán, Barcelona, Hermes, 2001.


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