Autor: 13 enero 2007

Ricardo Martínez-Conde

Chamier le preguntó una vez a Goldsmith, el poeta, lo que quería decir al emplear la palabra slow (‘lento’) en uno de sus versos, a lo que este respondió: —Remoto, sin amigos, melancólico, lento”.

—¿Significa lentitud en los movimientos? —inquirió de nuevo. Y, ante su respuesta afirmativa, fue James Boswell el que contestó: 
—No señor, usted no quiso decir lentitud en los movimientos, sino esa indolencia en los movimientos (¿y en los pensamientos?) que le sobreviene a un hombre que se halla en soledad.

Pues bien, a tenor de este ejemplo, venido a medida respecto de lo que es, o ha de ser, la precisión en las palabras, y, por extensión, la interpretación de un gesto o actitud concreta (todo ello visto con carácter crítico en lo que supone de significación, de contenido espiritual), podríamos considerar la actitud reflexiva de aquel otro poeta cuya relevancia mayor fue su “lentitud en soledad”, su capacidad de introspección en todo aquello que hace a los códigos vitales del hombre, a fin de aproximarnos al posible significado de su meditado discurso.

Se llamó Fernando Pessoa y, al amparo de algunos fragmentos que escribió, vamos a tratar de entender el verdadero contenido de los mismos (todos ellos corresponden a su Livro do desassossego, 2.ª parte).

A vida, espiral do Nada, infinitamente ansiosa por o que nâo pode haver

¡Hay tantas cosas que olvidar! La vida útil impone estos designios. Ahora bien, no resulta fácil el cometido, siquiera ahora, en tiempos de desorden dictados por la preferencia de los intereses más indefendibles y sospechosos.

De hecho, el olvidar es un ejercicio que reclama grave voluntad, por cuanto el olvidar responde a una necesidad propia de tiempos de tribulación. Y ahí es donde puede residir el peligro, en que, con aquello que deseamos olvidar por razón de un interés inmediato no meditado, pueda irse una parte de aquello otro que sí hubiéramos deseado conservar y que ahora, por razón de su pérdida, de su no vivencia, nos ha traído el desorden, la tristeza, la melancolía.

La melancolía que no es sino el recuerdo amoroso del vacío generado por la ausencia. Por una ausencia, eso sí, irrecuperable, a juzgar por lo que el sentimiento siente.

Resúmese todo, enfim, em procurar sentir o tédio de modo que ele nâo doa

En efecto, en principio hemos de referirnos necesariamente a que el problema que nos ocupa propiamente es lo que cabría definir como “una condición interior”. La respuesta individual del hombre social no es sino, en buena parte, una actitud de reacción ante un código exterior que le viene impuesto. Y ante el que ha de reaccionar por una razón elemental de supervivencia. Ello hasta el punto de que le suponga disponer su voluntad hacia una elección que, podríamos pensar, no se daría por decisión propia si no fuera por la atracción, el dominio o casi la exigencia que las pautas de comportamiento exterior le dictan.

El hombre, sobre todo el hombre atribulado, digamos incluso el hombre que piensa (de ahí la raíz de su tribulación) se ve, cada vez más por razón de la fuerza del código social y de su carácter dubitativo e indeciso, a fortalecer sus lazos con el mundo a través de la aceptación de los comportamientos que este le transfiere. Ahí radica, fundamentalmente, una razón de supervivencia y, por extensión, la satisfacción honrosa para un carácter indefenso, propenso a la tristeza, destinado a la melancolía.

Son un homem para quem o mundo exterior é uma realidade interior. Sinto isto nâo metafísicamente, mas com os sentidos usuais com que colhemos a realidade

En el fondo, quizás lo que hayamos de convenir (lo que estamos instados a reconocer) es la necesidad de revisar la soledad, estado que nos viene impuesto por eso que genéricamente llamamos realidad y que, al modo como ocurre con cualquier estímulo exterior, a cada uno nos afecta o vincula de un modo diferente.

Sí, la soledad es la esencia, la soledad es el argumento central de ese estado de desasistimiento que con tan especulativa frecuencia nos arrebata el ánimo en busca de qué hacer, a qué acudir, cómo defender la escasa identidad que poseemos a costa del código social expuesto, a merced de la protección que habremos de perder y de la cual toda sociedad se dota en procurar de su autojustificación.

La soledad del triste; la tristeza de la soledad. El sueño del camino de la melancolía, ese que es un camino solo de regreso, de reafirmación de la propia soledad.

Acaso lo necesario sería relanzar, otorgar una mayor relevancia a los valores de nuestra identidad, a la significación y la importancia de la individualidad. Mas, ¿a qué tal ejercicio cruento?, ¿a qué tal exagerado esfuerzo sin un destinatario, toda vez que los dictados ya establecidos de la sociedad, de la colectividad indiferente, van a rechazar nuestro empeño como pudiera hacerlo, a nuestros ojos, un espejo con nuestra figura anhelante? ¿A qué extender el vacío más allá de uno mismo?

Es tanta, hoy, la importancia de la realidad que pocas cosas tendrían cabida lejos de su sombra. Es tanto el dominio de los dictados de la colectividad que cualquier empeño de lucha individual por escapar de su sombra estaría condenado al agostamiento.

¡Es tan efímera la realidad individual por oposición a la extensión imparable de la realidad colectiva! Una realidad que, de tan extensa, a veces casi se diría que es imaginada, casi virtual, según el uso del lenguaje moderno.

Y así el silencio se cierne sobre el pensador, invitándole, conminándole al silencio si ha decidido elegir el camino de la libertad, una libertad no real, impuesta, sino poética.

Ja que nâo podemos extrair beleza da vida, busquemos ao menos extrair beleza de nâo poder extrair beleza da vida. Façamos da nossa falência uma vitória, uma coisa primitiva e erguida, com colunas, majestade e aquiescência espiritual

He aquí, entonces, cómo hemos venido a alcanzar el don de la tristeza. Henos aquí ante la presencia del viejo atributo, de la solemnidad elegante, de la escueta virtud de la tristeza.

No cabría otra cosa. ¿O acaso sí? No, no cabría sino este designio, el de la noble aceptación de ese paisaje de la noche y el silencio, porque los vicios del día, elevados a categoría de conducta por parte de las masas que se afanan en mentir como útil de poder, disputan hasta lo indecible por la acumulación de bienes ignorando de dónde vinieren.

La masa, que ha hecho del insomnio una cultura. La masa despierta e irredente por causa de su afán de dominio.

La masa y su poder, ya fuere en sus manifestaciones de poder social, o político, o económico, o religioso, pero poder al fin como emblema de conducta, como designio de identidad. La masa como el ejército informe que se alimenta de los propios elementos que la integran y vaga incesante sin rumbo, sin memoria.

Masa y poder contra individuo y soledad.

El rumor colectivo frente al silencio indefenso.

La euforia sin mirada frente a la quietud de la belleza que aporta la tristeza.

Levo comigo a consciência da derrota como um pendâo de vitória

Todo invita, así, a la reflexión, al optimismo de la reflexión amparados como hemos de ir en el calor de la soledad. Salvo que la elección sea otra, esto es, que no optemos por la elección de la tristeza.

***

Quizás, en última instancia, cabría preguntarse sobre las perspectivas de futuro en una sociedad absorbente y excluyente a la vez, según sean las pretensiones del sujeto. Y en tal sentido el panorama viene a ser resumido, con trágica y elocuente claridad, por Philippe Quéau al escribir: “Descartes había explorado, en solitario, el cuestionamiento radical, la duda absoluta. Pero hoy su método se ha convertido en algo casi banal. Todo el mundo se ha puesto a dudar. Este siglo ha resultado ser, más que cualquier otro, el siglo de la sospecha, de la duda. La duda, ayer utilizada como un medio, ha pasado a ser un fin en sí misma. La duda se hace extensiva a la misma realidad, y ya no son únicamente los filósofos quienes dudan, es el mundo el que duda de sí mismo y se hace virtual”.

Pero, ¿no era ese precisamente el fondo del pensamiento del metódico poeta? ¡A ver si, al final, el solitario y viejo Pessoa tenía ya razón en su melancolía, y con su clarividencia nos había situado en los secretos de la sinrazón del nuevo siglo!

Y nosotros sin haberlo advertido hasta hoy.


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