Autor: 28 enero 2007

Juan Manuel Romero: Las invasiones
DVD Ediciones, Barcelona, 2006

Poesía y pensamiento se resuelven, en el quehacer de Juan Manuel Romero (Sevilla, 1974) en una indagación sobre la propia identidad, en un calculado ejercicio de espeleología poética en pos de las huellas de lo que somos, o en un detallado estudio sobre los propios pasos. Esta indagación la lleva a cabo en un largo poema unitario dividido en diez fragmentos cuya sintaxis se resuelve en un lirismo despojado que a través de un ritmo diáfano pretende levantar acta de una situación de soledad y de la crisis espiritual que habitualmente conlleva.

Para objetivar esa crisis el poeta combina hábilmente una acción: la cuidada búsqueda de la realidad exterior, y dos elementos: un lenguaje denso y un ritmo transparente. La precisa conjunción de estos tres ingredientes —realidad, lenguaje y ritmo— traerá como resultado la solución de la crisis y el milagro del poema.

Ya desde el primer fragmento, desde sus primeros tramos, se abre paso la realidad de un nuevo día que invade la estancia del protagonista poemático (estos elementos y la misma concepción del libro, nos llevan a pensar en una poesía como género de ficción donde la indagación y el pensamiento tienen mejor acomodo y desarrollo). Con la luz todo cobra vida, la del hombre también; al posarse sobre las cosas, al invadir la realidad, se obra el milagro: “Basta con que la luz abra la mano. / Vibra un mundo exterior en las ventanas / y en los ojos dormidos sin consuelo”. La luz del alba tiene la generosa facultad de depurar e higienizar el entorno, también el alma: “Nos depura al igual que lo que nace / y no es capricho esa precisa higiene”. El protagonista, para cauterizar el dolor (la insistente “herida” zambraniana) se entrega a la magia del presente que tiene la capacidad de tragarlo y transformarlo todo: “el presente refunde la materia / de los días, practica su vaciado, / modela lo que tuvo en lo que tiene”. Se sumerge en él, cual polizón, para sentirse vivo, y comprueba que es ahí donde cobra sentido la vida; la luz lo invade y vivifica todo, también la entelequia que somos.

En la segunda sección, el protagonista realiza una incursión en el mundo de sus quince años: el aprendizaje, la adaptación al medio y la conciencia de la soledad. Después, a través de la ventana, le sobreviene la invasión de la realidad diaria: las madres llevando a los niños al colegio y una reflexión sobre la imposibilidad de trascender la realidad: “¿Puede la lluvia instarme a ver detrás / y dentro de lo visto, abrir un punto / en la costura de los hechos obvios, / o es que asumo las deudas de mi edad?”. Nada nos permite saber por qué estamos solos y por qué sufrimos, sin embargo, el tomar conciencia del propio sufrimiento se transforma en un pacto con nosotros mismos, pacto que nos hace más humanos: “Saber las cicatrices incorpora, / desde ese acuerdo, un raro don que tiembla”.

El tercer fragmento es una honda reflexión sobre la soledad, el fracaso y la libertad: “Mi sueldo es otra forma de estar solo, / de que la jaula esté dentro del pájaro… Es tan simple ser libre, sin adornos, / que tensamos los hierros desde dentro, / inventamos la jaula, su sentido. / Alpiste de sí mismo, el corazón / picotea el fracaso, lo gestiona / como un pago aceptable o una suerte”. En un lunes lluvioso de octubre las nubes se adueñan del poema y el protagonista describe su ciclo y el poder perturbador de su paso: “… este día es una nube / que con cuidado el sol ya desmorona. / Lo que aún queda de ella se estremece / un segundo en el cielo y se diluye. / Algo me queda dentro de este cielo”.

En la sección cuarta, es un narrador quien nos cuenta la historia de una joven pareja que insiste en seguir a pesar de los problemas y de las palabras que siempre hieren: “Míralos: no han firmado documentos / y vuelven a su piso cada noche: / estas cuatro paredes qué tendrán, / además de la usura y cuatro sillas. / Míralos: aún se ven como en un viaje / de estudios prolongado, se hacen fotos, / se lamen mutuamente todo el cuerpo / si el trasiego del día no les caza / y se follan a fondo sin promesas”. Es al final del poema cuando se pasa a la primera persona del plural, del ellos al nosotros, un nosotros que iza la bandera del deseo y la fusión de los cuerpos como único refugio y defensa ante la precariedad de la vida.

El quinto fragmento es un viaje en el que se reflexiona sobre el sentido de la vida que desde muy niña se ve invadida por el golpe del dolor, por la fiereza del destino en curvas siniestras: “… Esta autopista oscura / traza líneas de fuga en el dolor. / Resbala por el daño cuanto somos”.

En la sexta sección asistimos a la contemplación de la soledad desde la desabrida habitación de un hotel desconchado en el que el protagonista descansa del viaje. La nuda verdad del cuarto hace que se enfrente a la verdad de su vida: “Este cuarto se obstina en sus maneras, / cediendo a la derrota con un suave / desgarro. Yo también quiero ceder. / Asumir mis maneras, el vacío. Ceder a la derrota es una higiene / solo si va como a un acercamiento. / La habitación me dice lo que soy / y dentro de lo dicho hay salida”.

El pensamiento y su dimensión, la fuerza que a veces tiene, es el tema que desarrolla el séptimo fragmento. El protagonista espera en casa la llegada de su compañera sumido en pensamientos de soledad y desgracia (las noticias de la televisión y las de un amigo que en la calle le habla de un accidente de un camión, le llevan a estas consideraciones): “la luz de una ambulancia en la cuneta. / La soledad es amarilla. Cala / como una lluvia lenta, caprichosa. / Es incomunicable ese amarillo. / Inútil explicarlo: cómo pudre / todo un tiempo y lo vuelve irredimible / igual que un mueble viejo desdibuja / con su olor a humedad la habitación”.

La luz es el elemento estructural de todo el fragmento octavo, el más largo del libro (70 versos endecasílabos). El final de una tarde en una playa iluminada le basta al autor para reflexionar sobre el carácter efímero de las cosas, sobre el acabamiento: “Miro la tarde y todo lo que nunca / quiero ver en la tarde, este final / que también se señala en nuestras huellas. / Brota en mí, con su brillo y a su rumbo / me enlaza. En este abrazo así es la tarde, / al igual que la luz sobre las olas”.

Un corte de luz en casa, en la novena sección, le sirve al protagonista para reflexionar sobre la muerte, sobre nuestra búsqueda de la luz siempre con la incertidumbre en los talones. “Al intentar callarla, hoy, la muerte / se hace oír en toda su inmodestia, / … Cuánto influye la muerte en lo que piensas / de la vida…”

En el décimo fragmento acaba el día y el protagonista se dispone a acostarse. El día transcurrido desde la sección primera es símbolo de la vida o trasunto de la página en blanco del diario adolescente (al modo de los Diarios de juventud de Rilke): “No había nada en el papel en blanco / del diario adolescente pero allí / también puede nacer una conciencia, / luces de posición tan solo entonces / o un derrape en el hielo…” Pero en medio de la noche, en la más ardiente soledad “la vida tiembla”, renace como la brisa que anima las cortinas y la dota de sentido.

Este osado poema unitario, en endecasílabos blancos, que sucede en un día (ese lunes lluvioso de octubre, de la sección tercera) está concebido como un tránsito de la perturbación a la armonía, de la oscuridad a la luz, de la noche al día, que es donde la vida crece y nos desborda, como una incesante búsqueda de la propia identidad y del conocimiento que cauterice las heridas y nos salve.

José Luna Borge


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