Autor: 28 enero 2007

Sandra Petrignani: La escritora vive aquí
Siruela, Madrid, 2006

¿Por qué nos atraen tanto las vidas ajenas? Seguramente porque en el fondo y sin que nos pese, todos tenemos ese trocito de alma de portera que hace operativos y eficaces los más diversos cotilleos y da patente de corso al chismorreo generalizado. ¿Tiene sentido inmiscuirse en las intimidades más o menos miserables del escritor? ¿Hurgar en su vida personal, descuartizarlo, poner sobre el mostrador de la carnicería los motivos y particularidades privadas —muchas veces íntimas— que inspiraron tal o cual página? Seguramente no. Cualquier creador no es mejor ni peor por el hecho de haber pertenecido a las Waffen SS, por emborracharse, engolfarse un poco aquí y allá, llevar una vida disoluta o directamente promiscua, etcétera. Del mismo modo que no es ni mejor ni peor por sentarse ocho horas ante el escritorio a crear páginas inolvidables o unas hemorroides de caballo —o ambas cosas a la vez—. Para apreciar Hamlet no necesitamos saber quién fue Shakespeare, pero es tan tentador…

Suele suceder, además, que detrás de la obra, donde se esconde la persona civil, no hay más que una vida trivial y lamentable, achacosa y gris. Pero les aseguro que este no es el caso de las escritoras que Sandra Petrignani recoge en su libro. Allí se dan cita seis mujeres apasionantes, adelantadas, dolientes y desgraciadas: Grazia Deledda, Marguerite Yourcenar, Colette, Alexandra David-Néel, Karen Blixen y Virginia Woolf —más su hermana Vanessa y su “amante” Vita Sackville-West—. Lo que este libro pretende y cómo se gestó nos lo explica su autora hablando precisamente de Virginia Woolf y su hermana:

“El proyecto de este libro tomó forma en la granja del hada Vanessa. Fue en Charleston, en 1986, donde por primera vez relacioné la vida sentimental de las personas con la casa en que viven. Charleston es la apoteosis de esta idea. Creo que, incluso en los casos más modestos, nada sea más revelador sobre la afectividad de un ser humano que el lugar en el que vive y los objetos de los que se rodea.”

Para inmiscuirse en la vida ajena cualquier excusa es válida, y en La escritora vive aquí las casas le sirven a Petrignani para hacer frecuentemente la maleta e irse en busca de las autoras admiradas por esos mundos de dios: “Los viajes a las casas son los viajes a las vidas. O puede que sea al contrario. Pero no importa. Una casa es un destino de todas formas”. El resultado son unas páginas desenvueltas, chispeantes y, a la vez, tristes. Cargadas de esa tristeza del vivir que nos invade al cerrar el libro porque comprendemos que la vida duele y que eso ni siquiera lo remedia la posteridad.

Grazzia Deledda (1871-1936) vivió una infancia insular en su casa de Nuoro —Cerdeña— para enamorarse perdidamente y durante toda su vida del primer mequetrefe que llegó de fuera. Ni el matrimonio con otro hombre, ni el premio Nobel, ni los agasajos de Mussolini, ni su vida señorial en Roma pudieron librarla del tormento de aquel rechazo.

Marguerite Yourcenar (1903-1987), tras una infancia marcada por el amor al padre y una juventud dilapidadora, vivió durante décadas con la eficiente y celosa Grace Frick en la morada que daría sentido a sus vidas —Petite Plaisance—. Después de la muerte de Grace, Marguerite se enredó en una rara relación con el fotógrafo homosexual Jerry Wilson, al que doblaba la edad y quien se dedicaba —entre otras lindezas— a maltratarla física y psicológicamente. Para colmo, este último amor tampoco la acompañará hasta el final al morir un año antes que ella.

Colette (1873-1954) fue una criatura extraordinaria en muchos sentidos: bella, inteligente, apasionada y muy poco convencional. Pero a menudo se vio inmersa en los delicados regalos que el amor sirve a tres bandas envueltos en papel cuché y que contienen afiladas cuchillas de afeitar capaces de hacer mucho daño. Su padre, el capitán Jules, haría las delicias de Vila-Matas como escritor del no: tenía una “obra completa pensada y nunca escrita (…), una docena de volúmenes cuidadosamente encuadernados, cada uno con un título (Mis campos, Cantos de zuavos, El álgebra elegante…) con todas las páginas completamente en blanco a excepción de una con una dedicatoria a su mujer. Tres maridos, amantes de ambos sexos y un lío con su hijastro Bertrand son el balance de una vida que estuvo más años de los que le podamos atribuir adelantada a su tiempo.

Alexandra David-Néel (1868-1969) llegó hasta los confines del mundo —el Tíbet, entre otros muchos lugares— cuando no estaba precisamente bien visto que una mujer viajara sola. Se permitió una concesión a los tiempos casándose con un dandi al que veía, más o menos, una vez cada lustro —o menos— para así andar más segura con su anillo de señora en el dedo y —quizá también— con algo de dinero fresco en la mochila.

¿Qué decir de Karen Blixen (1885-1962) y de Virginia Woolf (1882-1941) que no sepamos por Memorias de África o por Leonard? Que como todas las demás estudiadas por Petrignani fueron mujeres fuera de lo común, que no se dejaron avasallar más de lo mínimo imprescindible en un momento ferozmente patriarcal. Que mantuvieron su independencia. Que vivieron, amaron y, como todo quisque, sufrieron heridas profundas y vertieron miserias en los pozos negros del alma, pero sobre todo que escribieron y que por eso, solamente por eso, están y seguirán aquí.

Alfonso López Alfonso


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