Autor: 1 noviembre 2006

Antón Arrufat

Teníamos un día y una hora previamente acordados: martes alas cinco de la tarde. Después volvíamos a conversar los jueves, y de este día hablaré luego, por sus curiosos rasgos distintivos. Lezama me recibía sentado en su sillón, más bien una poltrona, que podía acoger su enorme cuerpo. Por esa época había engordado, caminaba con dificultad y apenas se levantaba de su poltrona, parecida a un sillón de Campeche, con grandes orejeras a ambos lados y amplios brazos. Llegar al Paseo del Prado, a dos cuadras de su casa, le costaba esfuerzo y le anunciaba una disnea. “Yo soy el peregrino inmóvil”, humorizaba.

Recién bañado, afeitado con pulcritud, con una camisa acabada de planchar, como dispuesto a un rito, me recibía en la sala. A su ladouna mesita redonda, encima una jarra metálica con agua fresca, un vaso y un gran cenicero de cristal azul, del azul de los etruscos, podía decirme, o de un azul colonial, por igual me decía.

Terminado mi trabajo en la Biblioteca de Marianao, había realizado a mi vez la parte del ritual que me correspondía. Pienso que bañarse resultaba para ambos una ruptura con horarios y reglas habituales. El baño es siempre un corte, un hasta aquí y un empezar renovado. Sin embargo, como componente del ritual previo a una conversación, al cortar con la porción de nuestras vidas basada en la rutina y en las sorpresas esperadas, nos preparaba para el encuentro del uno con el otro. Cada uno de los dos se bañaba esperando este encuentro. Si destruía o anulaba nuestra cotidianidad, no formaba parte de ella porque era un hecho previo de la comunicación futura. Bañarse para encontrarse con otro, intentar comprenderle y ser a la vez comprendido, trazando un puente entre dos, no es el inocente de cada tarde o de cada ocasión, es un baño intencionado, cargado de significación inusual.

Apenas me abrían la puerta y me sentaba frente a él en un mueble más pequeño, viejo balance de madera pulimentada y rejilla, terminados los saludos formales, iniciaba Lezama una pausa cargada de sentido: daba fuego al cigarro, que sacaba del bolsillo de su camisa, un tabaco anillado de gran tamaño, que podía durar toda la visita sin quemarse, a semejanza del que encendía Mallarmé en sus jueves de tertulia, sentado cerca de la estufa. También Lezama, como el poeta francés, lanzaba extensas bocanadas trazando en el aire figuras geométricas. Añadía a la conversación un poco de ceniza en el cristal del cenicero. Cuando la conversación avanzaba, una de sus manos, la del anillo matrimonial, se movía de modo singular: parecía golpear un tambor invisible.

Las paredes de la sala mostraban cuadros de pintores cubanos. A mi derecha su retrato, pintado por Arche, blanco sobre blanco y la prolongación de una calle al fondo, retrato del poeta cuando era joven. Solía yo, jugando con las formas inquebrantables del tiempo, mirar al joven pintado y saltar con la vista al Lezama entrado en años, a quien el asma hacía respirar con cierta fatiga. A mi espalda, colgado de la pared que daba a la calle, el enorme retrato de su padre, color sepia y de cuerpo entero, con gorra militar y sable al cinto. En un sofá arrinconado, repleto de libros, en el que era imposible sentarse, estaban los ejemplares de sus obras. A veces lo vi inclinarse despacioso, tomar alguno de sus libros, volver a su campechana y sobre sus grandes brazos de madera dedicar el ejemplar al visitante y entregárselo, cariñoso, risueño, como un regalo.

Conversar, decía Montaigne, nos convierte en persona. Es una de nuestras actividades que más nos humaniza. Fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu —cito casi textualmente la clásica traducción de Román y Salamero— es a mi ver la conversación. Y para destacar la importancia que le concede, imagina un instante en el que estuviera obligado a elegir, “consentiría más bien en perder la vista que el oído o el habla”. En este su ensayo, “El arte de platicar”, uno de los más extensos que escribió y del que hablábamos con frecuencia en la visita de los martes, se refiere luego Montaigne a un punto esencial, el de la libertad: “Yo entro en conversación con libertad. Mi manera de ser encuentra el terreno ya abonado: ninguna proposición me pasma, ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean las mías”.

La conversación, si estamos libres y dispuestos, a lo que llaman “interpelar” los franceses, nos propicia la posibilidad de acercarnos al otro, a veces mediante un relámpago súbito, de sorprenderlo en un momento de confidencia, conocerlo y a la vez conocernos, y permite a los demás que realicen —conjuntamente— esta operación sentimental y del intelecto. Es como construir ese puente, que mencioné, o deshacer una tela de araña. A esta práctica fundamental y misteriosamente humana, ágape o coloquio, no fue ajeno Lezama. Siguiendo los consejos de Montaigne, era un practicante asiduo en la relación con sus amigos y en su escritura. Lo evidencian las minuciosas charlas en Paradiso, complicadas estructuras dialógicas, múltiples y contrapuestas, verdaderamente dialogantes, el fraterno fervor comunicativo de sus personajes, y las otras, las conversaciones de la extraña vida real, por las que sintió tan apasionada afición, y que sin duda, para quienes lo acompañamos, prefiguran las de la páginas escritas.

Tras encender el tabaco, la conversación se iniciaba con una pregunta muy suya: “¿Qué tal de resonancias?”. Primero venían a nuestros labiosanécdotas,chismes de la vida social y literaria, abriendo el camino o construyendo el puente, que solíamos contarnos y escuchar con avidez, sumamente divertidos. Después, en busca de mayor soledad propicia, soledad planeada, pues yo nunca llevaba los martes a nadie conmigo y él nunca invitaba, citaba ni recibía a nadie esa tarde, y cuando su mujer se hallaba en la sala, recibiendo al visitante, secreto conversador, el poeta se volvía hacia ella para decirle con suavidad y cierto aire de mando: “Antón quiere tomar el mejor té de La Habana. No lo hagas esperar, María Luisa”. Ella entonces, al tanto de la práctica de la conversación que se avecinaba, se iba hasta el fondo de la casa a preparar el té, una casa habanera larga y estrecha, con los cuartos seguidos en fila y un patio húmedo sin sol, con unas plantas mustias. En el fondo, naturalmente, se hallaba la cocina.

Era un juego que Lezama sabía propiciar, y al quedarnos solos, se inclinaba hacia mí con aspecto de connivencia para hacerme maliciosamente una pregunta, una pregunta muy suya: “¿Y de amores, qué?”. Permanecíamirándome ansioso, vuelto a recostarse en la campechana, a la espera del relato de mis aventuras sexuales. El interrogatorio era entonces implacable. Pedía y exigía detalles, nombres, actitudes. Yo las inventaba, exageraba o narraba las historias como habría querido que hubieran sucedido. Insistía el poeta con sus preguntas, soltando carcajadas, que le hacían llevarse a la boca la mano con el anillo o quedándose serio de improviso, en medio del jipío que irrumpía en su garganta de asmático. Si el jipío aumentaba, ponía el tabaco en el cenicero, y la risa, a ratos cohibida o de pronto expansiva, se ­hacía absoluta, Lezama se veía precisado a usar el nebulizador, que se encontraba cerca en la mesita. Este rito, tan poco sagrado, terminaba cuando María Luisa volvía con el té.

La conversación, la que habitualmente cumple su proceso mediante fragmentos, observaciones, citas y repentes, derivaba. Derivar no es el término exacto. Iba más bien enlazándose, y los temas salían al parecer de algo que se abría ante nosotros. Como Lezama fue un practicante diestro, sabía ser cortés. O como le gustaba decir, con un vocablo muy usado por Proust, sabía ser gentil. Su gentileza y por supuesto su astucia de buen conversador, factores imprescindibles del diálogo real, consistían en atender y escuchar a su interlocutor, con inesperados silencios, acuciosas interrogaciones y añadidos, estimularlo a que se expresase y se entregara al movimiento caracoleante de la conversación. No era un participante de grandes tiradas oratorias, grandes e inútiles parrafadas sobre sí mismo o sobre cualquier tema: sus íntimos problemas no estaban del todo resueltos. Hombre de interrogantes y de inquietudes, contradictorio y dubitativo, su conversación se ­hacía al hablar con el otro.

En Tratados en La Habana, en su mayoría integrado por artículos publicados en el periódico Diario de la Marina, figura un breve estudio dedicado a este asunto, escrito en abril de 1955. “Avanza la conversación como deshaciéndose en cada una de sus irisaciones —dice en uno de sus párrafos—, procura no subrayar para provocar el placer de una súbita inmersión, pues le interesa hasta la pasión secreta que el que escucha mantenga su libertad para ocultarse y reaparecer ante la diversidad que frente a él se ejercita. Pues mantener el acecho en el otro es su pasión, casi su locura”. Y más adelante señala una de las paradojas estratégicas del conversar, mostrarse y ocultarse a la vez, para lograr “la concurrencia con el otro”.

Uno de sus rasgos más sorprendentes —también de su estilo como escritor—consistía en su capacidad de asociar. Relacionaba hechos distantes y diferentes entre sí, lo más cotidiano con lo más esotérico, las alusiones intelectuales con las más evidentes. Esto era para él una de las funciones de la metáfora, ala que llamaba “lo relacionable”. Datos biográficos, relatos de viajes, ocultismo, chistes populares, autores raros, citas en varios idiomas, todas pronunciadas mal sin duda, aparecían en el chisporroteo de su conversación. Ejercitaba una singular virtud: interpolar la anécdota oportuna e ilustrar con un aspecto ­humorístico o de inesperado misterio. El punto central de su conversación, al igual que el de su obra escrita, residía en considerar el mundo como una vasta e intrincada red de analogías, como un cosmos organizado, al modo en que lo entendían los griegos, sustentado por la existencia de un Dios omnisciente. En esto era, como en otras partes de su poética, un simbolista baudelairiano. En su sistema analógico del mundo radicaba su capacidad de asociación fabulosa. Quizá su barroquismo alcance idéntica explicación o fundamento. El barroco es perifrástico, alude. Un objeto lo conduce al siguiente o al anterior: porque son, en rigor, análogos. El mundo es una inmensa galería ordenada de espejos frente a otros espejos. Espejos dobles, triples, múltiples. Al final las cosas valen porque nos recuerdan y aluden, o mejor, se relacionan, con otras y entre sí. A menudo, mientras conversábamos, me parecía verlo andar despacioso, moviendo la mano en la que humeaba el tabaco, andar por un bosque de símbolos que dejaba caer sobre él miradas familiares, hasta hallarse en el centro de una vasta unidad en la que se respondían colores, sonidos y aromas dulces como el oboe, enfermizos y corruptores, o verdes y frescos como la piel de los niños.

Hace un momento recordé su tratadito sobre el arte de la conversación, cercano al de Montaigne y sobre todo al de Jonathan Swift. En el texto inglés se enumeran ciertos peligros —el afán de sobresalir y de mostrar ingenio, el contradictor incansable, el contador de anécdotas— que acechan y podrían frustrar su proceso. A estos peligros y personajes peligrosos agrega Lezama: el que habla­ siempre de sí mismo, las convicciones previas, la autoridad destemplada y los humores tornadizos. A un buen conversador le resulta inútil quien durante toda la conversación perora sobre sí mismo, afectando el ritmo interior del diálogo. Igual ocurre con el que pretende siempre tener la razón, imponer sus criterios o decir la última palabra. La conversación es un ejercicio frágil y quebradizo que parece ocurrir en una suerte de acceso a una zona de transparencias mutuas, a la que se llega cuando los interlocutores —en corto número, en lo que insistía Lezama, y si se trataba entre dos solamente, mejor—abandonan parte de su yo perfectamente armado, y se entregan a una fluencia personal, a un continuum, para dialogar con el otro, quien a su vez realiza idéntica operación espiritual, tan poco corriente.

El hablar de Lezama, lo enuncié antes, estaba vinculado a su manera de escribir. Sus diálogos verbales tenían cierta semejanza con su escritura. En su plática, cuando era espontánea e inesperada, se podía reconocer la imaginería, el don metafórico, la capacidad asociativa, el culto exagerado del artificio y el tono reflexivo de su escritura. Una de sus más acertadas definiciones de la poesía surgió —la palabra es exacta— durante uno de nuestros martes. Al modo socrático de pronto me dijo: “La poesía es el manantial dentro del mar, el agua diferenciándose del agua”.

Quien lo oyó hablar encontrará en Paradiso y en Opiano Licario, sus dos novelas, mucho de su tono al conversar. Algunas de sus páginas de efectiva hermosura me parecen más que escritas, habladas, o con mayor exactitud: conversadas. Tal vez quien no lo oyó no podrá participar de esta experiencia de doble lectura, pero es importante testimoniar el hecho para que sus críticos lo tengan en cuenta.

En esta relación de la palabra escrita con la hablada, Lezama es uno de los escritores más orgánicos que he conocido personalmente. Creo en la autenticidad del escritor cuya obra se acerca a su palabra hablada, prueba que, naturalmente, carece de comprobación general y no implica, por tanto, ningún criterio estético válido. Sin embargo, para quien puede realizarla es la única prueba posible de la auten­ticidad de una escritura. Poco le importaba, además, que su interlocutor, en un momento dado, entendiera o no lo que él estaba diciendo. Era su manera de expresarse y por tanto no podía prescindir de ella. Quien no lo conoció podrá pensar que buena parte de su escritura es un ejercicio estilístico, una voz impostada, un arduo artificio de gabinete dominical. Quienes lo tratamos pudimos comprobar que su barroquismo era parte de su naturalidad.

Hacia las siete, cuando empezaba a oscurecer, dábamos por terminada nuestra conversación y quedábamos citados para el próximo martes a las cinco de la tarde. Un jueves sin embargo sonó el teléfono en mi casa y escuché la voz de Lezama. La comunicación se mantuvo largo rato y, a partir de ella,comenzamos a llamarnos los jueves. De la conversación en su casa, dondelas caras y las manos, el humo del tabaco y los gestos que acompañaban nuestras risas y nuestras tristezas, el ambiente de la sala y del resto de su casa prevalecían y formaban en cierta manera parte esencial del diálogo, desaparecieron y comenzamos a ser solo voces y pequeños ruidos técnicos. Ni Montaigne ni Swift practicaron esta forma casi fantasmal de conversar. Hablamos del dios griego Zeus, que se transforma en voz, haciendo desaparecer el resto de su cuerpo, y que en El asno de oro es un capítulo enigmático. En esos largos jueves, durante los que convertíamos un invento técnico en una posibilidad espiritual, leí a Lezama un poema sobre esa mismacomunicación entre ambos. Creo que nunca se ha publicado y hoy lo hagodentro de estas palabras de recordación. Tras su lectura hubo un silencio. Lezamafueel primero en hablar. Me dijo: “El poema tiene en usted una larga estación…” Es extraño: aunque me parece escuchar su voz a través del teléfono,no puedo recordar o percibir las últimas o la última palabra con que concluía la frase. No estoy seguro de que dijera “estación”. Quiso decirme que el texto que acababa de oír, convertido en voz, había permanecido germinando dentro de mídurante cierto tiempo y venía a enlazar nuestra amistad. Él oyó esto que dice así:

Mientras vives y escuchas,

miras la labor de tus abejas,

inclinándote para oír contestas el teléfono,

está bien que antes de tu muerte venidera,

sepa en el tiempo saludarte.

Cuando mi juventud se hacía de derribar estatuas,

y jovial se ejercitaba mi lengua en la diatriba,

me acerqué a mordisquear tu mármol, con lengüetazos rencorosos.

Buscaba un modo de decir que no fuera tu modo.

Tú habías llenado la Isla: sus cosas eran formas 
de tu mirada.

Terco y distinto,no acepté el triunfo de tu palabra.

Negarte era una manera de ser, y tú lo sabes.

No está lejos el día en que fuiste diatriba.

Ahora sé que todo es más vasto,

y que otros, en mitad de su pobreza,

oiremos cantar el ruiseñor de Teócrito.

Antes de tu muerte, yo que soy diferente,

no creo en la resurrección de mi carne,

siento la historia como un matadero, heridor de agonía,

ni Dios ni la Virgen me esperan con inmensas alas,

no soy el hombre mediador de la imagen,

y creo en el cuerpo mientras tú esperas en el espíritu,

quiero decirte, cuando miro el cielo estallar

y me siento mortal, quiero decirte,

con pobres vocablos humanos,

que tu espíritu perecedero inventa su eterno decir,

y no hay otra resurrección que la de tu palabra.

Antes de que mueras, Lezama,

recibe el temblor de abrazarte en el tiempo y saberte inmortal.

La última imagen que guardo no es la del conversador de los martes, sentado en su poltrona, el tabaco humeante, o la voz de los jueves, es la de un moribundo en la cama de un hospital, jadeando, apenas sin poder hablar, estrechando fatigado las manos de los que van a despedirlo. Esta imagen permanece en mí y remata un periodo de su existencia sumido en la soledad y el desamparo. Tantas veces me ha parecido inconcebible que un hombre que buscó la comunicación y el diálogo con el otro, que poseyó un gran poder expresivo, una fabulosa capacidad verbal, muriera entubado, sin poder articular palabra. No tuvo, como quiso tener Rilke, una muerte propia.

Suelo pasar por su casa y detenerme a mirar por la ventana de la sala. En ella me recibía y nos sentábamos a conversar. Ahora es una especie de fundación que lleva su nombre. En el fondo, en un cuarto cercano a la cocina en la que María Luisa hacía el té, dentro de una urna de cristal iluminada, están la mascarilla mortuoria y el vaciado de sus manos. Me aparto de la ventana y sigo caminando.


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