Autor: 5 noviembre 2006

Fernando Valls

Nunca publicó Miguel Mihura (1905-1977) un libro de máximas, como hiciera Jardiel Poncela en 1937 con sus llamadas Máximas mínimas, ni tampoco utilizó jamás el concepto de greguería, ni se atrevió a llamar aforismos a sus “pensamientos” breves. Ni siquiera inventó ningún otro nombre más o menos divertido, como hiciera su amigo Tono, con las 100 tonerías, que en 1938 recogió en forma de libro. Así pues, mientras que el concepto de aforismo o greguería debió parecerle a Mihura excesivamente serio, un género de “literatos”, a él que no se considera escritor, sino comediógrafo; la tonería le resultaba un marbete demasiado personal, de un humor algo mecánico. A lo más que llegó, cuando todavía era muy joven, fue a recoger bajo el marbete de “Pensamientos” toda una serie de opiniones breves, más bien toscas y chabacanas, que lo más piadoso sería olvidar, como aquellas que publicara en la revista galante Mucha gracias (111, 13 de marzo de 1926), dirigida por Artemio Precioso, o en Gutiérrez (I, 4, 28 de mayo de 1927), revista de humor comandada por K-Hito. En cualquier caso, lo que sí hizo Mihura, bien que a su manera, fue un elogio de la brevedad, la concisión, el estilo escueto y sencillo (“hay que escribir ceñido y corto”; “desde mi primera obra solo he buscado la sencillez”), aunque sin llegar a caer en lo que él llamaba el artículo-acelga, como le reprocha a Tono con socarronería.

Con el paso del tiempo, el indiscutible magisterio que ejerció Ramón Gómez de la Serna sobre ese grupo de escritores que se viene llamando, creo que con poca fortuna, “la otra generación del 27” (Tono, Edgar Neville, José López Rubio, Enrique Jardiel Poncela y Mihura) se dejó notar, sobre todo en la tendencia al pensamiento sorprendente, la definición insólita, la greguería, o la sentencia ingeniosa y cínica, a la manera de Óscar Wilde. De este último les atrajo su manera de vivir, ajena a los convencionalismos de la época, su cinismo, humor e ingenio, así como sus peculiares ideas sobre la mujer.

Mihura debió de conocer a Gómez de la Serna a mediados de los años veinte, en la redacción de la revista de Sileno, Buen humor, y en alguna ocasión se incorporó a la tertulia de Pombo. “Ramón, como un mago —afirma nuestro autor en 1966— nos colocó en las narices las gafas del cine en relieve, y nos hizo ver las cosas y los hombres de un modo distinto a como las veíamos anteriormente”. Tal y como les gustaba reconocer a todos ellos, fue “el que trajo las gallinas”, pues no en vano lo siguieron en su concepción estética antirrealista, en la idea de la literatura como juego y en sus diversos escarceos renovadores. Su influencia se siente en lo mucho que había en Ramón de escritor original, de enemigo de lo convencional y lo obvio. Todos cultivaron la literatura greguerizante, en géneros distintos (novela, teatro, diario, ¿aforismos? y memorias), como son los de Don Clorato de Potasa, Roque Six, Amor se escribe sin hache, Las cinco advertencias de Satanás, Diario de un niño tonto, Movietono o Mis memorias. Por supuesto, entre los textos que hemos seleccionado hay varios muy cercanos a las greguerías ramonianas.

La tendencia a la frase sentenciosa, aforística, de la que aparecen trufadas todas las obras de creación de Mihura puede rastrearse en los diversos géneros que cultivó: el artículo, el cuento, la prosa memorialística, la pieza breve y el teatro. Algunas de ellas las tenía tan interiorizadas y asumidas como frases independientes, ingeniosas y con voluntad de memorables, que las repite en varias ocasiones a lo largo de los años, en diversas conferencias o entrevistas. También los críticos y estudiosos de su obra las han recibido así, sin dejar de valerse de ellas una y otra vez.

Por lo demás, en esta breve antología se recogen textos que abarcan toda su trayectoria de escritor, ya que la más antigua data de 1927 y la más reciente de 1976, un año antes de su muerte. Y aunque, tal y como las damos, tengan valor y sentido, casi todas son intertextuales pues forman parte de un conjunto más amplio del que las ­hemos extraído, intentando presentarlas siempre de la manera más literal posible, sin trastocar, en modo alguno, el pensamiento del autor, ni su fraseo habitual. Debe quedar claro, sin embargo, que no fueron concebidas como textos independientes, ni mucho menos como literatura gnómica.

Lo sugestivo es que en estos “pensamientos” se hallan algunos de los principios en los que quizá creía, dichos con humor y una cierta sinceridad, envueltos si acaso en esa retórica ternurista tan suya. Pero no debe olvidarse, sin embargo, que ciertas ideas que algunos tacharían de políticamente incorrectas, otra prueba más de los vientos de idiotez que llegan de las universidades norteamericanas, las pone Mihura en boca de sus personajes; mientras que en las conferencias y entrevistas aparece llanamente lo que opina el autor, obviedad esta que da vergüenza tener que recordar, aunque no haya más remedio, tal y como están hoy en día las cosas.

Mihura utiliza muy diversos registros, que van del trascendente al jocoso, aunque el humor sea siempre la vereda que tome cuando necesita abordar una cuestión grave y no desea caer en sentimentalismos. Una sonrisa la suya que siempre aparece atenuada por ese tono ingenuo, a veces incluso infantil, de que tiñe sus escritos. Aquí aparecen casi todos sus motivos literarios habituales: el amor, la pareja, el matrimonio, el humor y la propia literatura, sin que falte el exabrupto contra los críticos, cuyos dictámenes le parecían más propios de forenses.

A veces, estas afirmaciones con aire sentencioso son la conclusión de un texto más amplio; pero también pueden entenderse como la cortesía que despliega el autor ante sus entrevistadores, dándoles los titulares hechos, comportamiento curioso en quien fuera enemigo acérrimo de conceder entrevistas, en las que tan incómodo se sentía. Como en todo ello hay algo de apuesta o incluso de envite, tiende a la afirmación categórica o a generalizaciones del tipo: “el mar es una cosa…”, “los hombres, las mujeres, son…”, de ahí que caiga, a veces, en la simplificación. Lo que sí pretende es dejar en el lector un buen sabor de boca, un recuerdo amable, divertido e incluso poético.

Entre los muchos procedimientos retóricos de los que se valió Mihura para entretener y cautivar al lector, quizá la definición sea uno de los más frecuentes, sobre todo en su obra en prosa. Recuerda Covarrubias, en el Tesoro de la lengua castellana, que la voz aforismo proviene de un nombre griego que utilizaban los médicos para, en pocas palabras, resumir las propiedades de algo. En nuestro caso, como ha observado muy bien Emilio González-Grano de Oro en el interesante libro que les ha dedicado a estos­ auto­res (La otra generación del 27. El Humor Nuevo español y La Codorniz primera, Polifemo, Madrid, 2004), casi siempre se trata de un método para reducir las cosas al absurdo. Y aunque el maestro del “género” quizá fuera Tono, recuérdese su célebre definición de agujero como “un pedazo de nada rodeado de un pedazo de algo”, aquí tampoco faltan ejemplos, en una amplia gama que va desde su definición del mar o de los recién nacidos, hasta la que nos proporciona de Nueva York. Con todo, la verdadera especialidad de Mihura quizá fueran los animales (angulas, palomas, percebes, boquerones, chipirones o pavos reales), muy presentes en esa extraordinaria serie que escribió en 1940 para la revista Tajo, dirigida por Alfredo Marqueríe.

En otras ocasiones, se vale de la comparación insólita, como cuando empareja la vida y las escaleras de caracol. Pero, sin duda, sobre lo que más le gustaba a Mihura “filosofar”, y en esto sí coincidía con Jardiel Poncela, era sobre el amor, las mujeres, la soltería y el matrimonio. Todos ellos, motivos recurrentes, cuando no temas habituales en la mayor parte de su obra. Se ha repetido hasta la saciedad la definición que, de su teatro, le proporciona en feliz acierto a Emilio de Miguel Martínez: “Mi teatro soy yo y una mujer enfrente”. Pero además el autor ha explicado en diversas ocasiones el porqué de su rechazo al matrimonio y de su pertinaz soltería. Recuérdese al respecto que también su amigo López Rubio falleció soltero, aunque nunca hiciera alarde de semejante condición. No parece el momento más oportuno para plantear si Mihura fue un escritor misógino, ni tiene ningún interés literario dilucidarlo; aunque la respuesta resulte evidente desde nuestra perspectiva actual. Reprochárselo hoy, según se ha hecho (también se le ha acusado de racista, por los comentarios que se hacen sobre Buby, “el negro más falso de la Negrería”, en Tres sombreros de copa), sería como indignarse porque Cleopatra no viajara en avión…

Por lo demás, disfrutó Mihura definiendo y especulando sobre los oficios, ya se tratara de bomberos o amas de cría. Incluso en un cuento de Gutiérrez, publicado en 1931 y titulado “Ama de cría”, se permite casar a un “bombero científico”, don Rito, con una de estas señoritas. Sobre las últimas, cuya presencia en los textos de Mihura anteriores a la guerra civil es tan frecuente, recogemos una frase que puede leerse como expresión de un tiempo ido, a diferencia de otros pensamientos suyos, mucho más intemporales.

No podían faltar, claro está, la correspondiente definición del humor, el papel de la sátira, la lucha contra el tópico o el rechazo del sentimentalismo. Por lo que se refiere al humor, suele estar siempre en deuda directa con las ideas de Gómez de la Serna. Y a pesar de que Mihura se considerase el menos intelectual de los escritores, tampoco faltan las reflexiones sobre materias más o menos literarias, como las dedicadas a los prólogos de los libros, la crítica literaria o las comedias escritas en colaboración. Circunstancia, esta última, no se olvide, habitual en la época, hasta el punto de que tanto él como su padre, Miguel Mihura Álvarez, escribieron varias obras junto con otros autores. Pero quizá la expresión más afortunada sea aquella en la que se burla de los excesos de los escritores vanguardistas, tachándolos de “mecánicos intelectuales”. Tampoco puedo dejar de pensar que a Carlos Edmundo de Ory, quien ha llamado a sus peculiares aforismos “aerolitos”, dado su aprecio por la vertiente más disparatada de la literatura de estos autores, le gustará la definición de aerolito que da Mihura, al definirlo como un “telegrama interplanetario”.

Nos ha dejado, además, un par de epitafios formulados en registros diferentes: uno jocoso y otro trascendente. El primero se halla en la línea de las muchas sentencias que dedicó Jardiel a los médicos, aunque Mihura los adorase; de hecho, fue muy aficionado a la lectura de prospectos como lo es hoy Juan José Millás. El segundo epitafio lo encontró José María Moreiro entre los papeles del autor que se conservan en Fuenterrabía.

En fin, no fue Mihura, ni pretendió serlo nunca, un pensador profundo ni un aforista original por su potencia lingüística, pero sí se muestra a veces, en la estela de Óscar Wilde, Ramón Gómez de la Serna y Jardiel Poncela, imaginativo, melancólico, paradójico y divertido, como él mismo debió mostrarse —por lo que sabemos— en la vida privada, en el trato personal. Según predicó el autor de El incongruente de sus greguerías, estas piezas solo se justifican en su conjunto. Su finalidad no parece ser moral, Mihura fue siempre un escéptico redomado, pero sí alertadora, aunque su objetivo último estribe siempre en sorprender y divertir al lector. En cualquier caso, se pone siempre de manifiesto en estos textos lo que de peculiar observó en la condición humana y en su comportamiento sorprendente (no en vano, su vida adulta transcurrió en años de crisis sociales y políticas permanentes, entre la II República y la guerra mundial), así como una mirada a veces ingenua pero aguda. Por todo ello, Mihura se presenta aquí también como un singular intérprete del mundo, de todo cuanto le llamaba la atención y que, como dijo Ramón, “gritan las conductas y las cosas”.

El mar es una cosa grande con agua dentro, que sirve para que unos señores muy serios se pongan a su alrededor con un palo en la mano de cuya punta cuelga un hilito, estando rodeados a su vez de otros caballeros mucho más serios todavía, que les miran atentamente.

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La vida y las escaleras de caracol son dos cosas incongruentes y ligeramente estúpidas.

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Coquetas son esas mujeres gordas que le están diciendo a uno en Madrid que lo aman con ceguera, y al mismo tiempo se están timando con un médico militar que habita en Toledo, y con un pelotari en Éibar.

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Las carreteras son películas con letreros, que es una bella imagen que gustará mucho a los mecánicos intelectuales.

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Un niño que acaba de nacer es un rollo de manteca amasado con leche de rosas.

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Un niño es un cangrejo que no se come, con cuatro patas menos que los cangrejos y que se asusta de las gitanas.

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Las mariposas entran en los cafés con su mantilla puesta…

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La mariposa es como una señora cursi que acaba de mudarse a un hotelito de Torrelodones, y que por las mañanas sale al jardín a oler las flores, y a dar la lata, y encontrarlo todo precioso, aunque en realidad no sea precioso.

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Esto del corazón todo lo tiene que echar a perder, vaya por Dios.

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Las criadas están siempre esperando a ese señor desconocido que llama a la puerta para escaparse con él y que la saque de ese potro del tormento que es la silla de la cocina.

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Nueva York es ese campo con muchas casas encima, en donde todos los señores son tan riquísimos que saben hablar­ hasta en inglés.

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El ombligo es el botón que no se cae nunca.

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Los soldados siempre escucharon con amor el canto de estas verdaderas sirenas que son las amas de cría, que tienen medio cuerpo de mujer y medio cuerpo de vaca, siendo su medio cuerpo de vaca el que las inclina a estar siempre al aire libre en el campo, o en los jardines, junto a la hierba fresca.

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Cuando traen las angulas en la cazuela todas vestiditas de blanco y dando gritos y saltando, parecen niñas del colegio que están en el recreo jugando al rugby con el aro.

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Las palomas las hacen en Correos con las cartas que han sobrado del día anterior.

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Los percebes parecen unos viejos de noventa años, todos asquerosos y llenos de arrugas; pero luego resulta que tienen dentro un niño muy sonrosado y muy mono que se está bañando y que se divierte salpicándonos.

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El boquerón es un señorito muy flamenco, que está siempre frito por todo y que se pasa el día y la noche reunido con varios amigos, de los que no se separa ni a la de tres ni a la de nada.

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Las aceitunas son unas señoritas muy gordas y muy ordinarias que tienen siempre un palillo en la boca, como las flamencas y los abrecoches, y que no se quitan el palillo ni para respirar.

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La sensibilidad es el traje de etiqueta del espíritu.

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En las comedias escritas en colaboración, como los paseos en tándem, uno de los ciclistas suda por el otro, el cual, sin que nadie se entere, lo único que hace es dejarse llevar amablemente.

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Un misántropo es un hombre que se retira de la ciudad, a vivir solo, porque los demás hombres no pueden aguantarle.

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Un rápido automóvil pasa veloz por la carretera. De repente, de no se sabe dónde, sale un perro que trata de alcanzarle, corriendo tras él y dando feroces ladridos. Pero el automóvil sigue su camino a toda velocidad y deja al perro atrás. Entonces el perro, vencido, fatigado, con el rabo entre las patas, se vuelve, fracasado, a su sitio. El automóvil es el arte; el perro que ladra es la crítica.

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Los girasoles son unas margaritas especiales para hombres que pesan más de los cien kilos.

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El rencor es la caja de caudales de la maldad.

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El aerolito es un telegrama interplanetario.

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No se debe nunca confesar a una mujer que se la ha dejado de querer: sobrevendría un drama. Tampoco se le debe­ confesar que se ama a otra: sobrevendría una tragedia. Lo mejor es estar calladito y esperar que una de estas cosas le suceda a ella.

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La diferencia que hay entre un hombre y un cocodrilo es que después de haber cometido una mala acción, el cocodrilo llora.

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El pavo real es ese bicho que se pasa todo el tiempo mirando de un lado para otro, como preguntándose: “¿Pero cómo no vendrá ya el fotógrafo?”

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La Vía Láctea es el anuncio luminoso del Universo.

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Los chipirones en su tinta durante los tres primeros días nos parecen encantadores, pero después los dejamos porque nos parecen los calcetines de un niño sucio que se han caído en un barreño.

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El maravilloso café con leche es la honrada cocaína de los artistas.

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Todas las mujeres están histéricas, porque de niñas sueñan con encontrar un príncipe rubio que las lleve al altar, y después, de encontrar algo, encuentran un señor moreno, con reuma.

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El amor es como la sal de frutas… Si se deja pasar la efervescencia del primer momento después sabe a demonios…

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Las mujeres no razonan, pero tienen siempre razón.

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Era tan cursi aquella pobre señorita que no tuvo necesidad ni de tener un novio ni de pecar para tener el niño. Tuvo un hijo, de pronto, a fuerza de tanto acostarse con su cursilería.

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Las ovejas son como un pedazo de almohada con un perro dentro, y ese tener tanta lana por todas partes es lo que produce a las ovejas tanto sueño y tanto aburrimiento. Pero en verano llega un hombre con unas tijeras y le quita a la oveja la almohada que tiene por encima y se la leva a su casa. Entonces solo se ve el perro y hace feísimo.

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El humor es un género literario al que se suelen dedicar los poetas cuando la poesía no da lo suficiente para vivir bien.

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La sátira nunca podrá vencer al tópico, que es robusto y se alimenta bien.

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El humor es una sonrisa bien educada. Una risa que ha ido a colegio de pago.

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El humor es a la literatura seria lo que el agua de seltz al agua de Lozoya. El mismo líquido, pero adornado con unas burbujitas para que haga más mono. En realidad, nada; un capricho, un lujo; una pluma de perdiz que se pone uno en el sombrero; un modo de pasar el tiempo…

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La ópera es esa señora tan alta y tan gorda, llena de collares y de solemnidad, con aire majestuoso de contrabajo.

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No hemos comprendido nunca el contrabajo. Un instrumento tan grande, para imitar tan solo el gruñido de un perro, me parece demasiado.

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El humor no es un disfraz, sino una cobardía. El humorista no se enfrenta con la gente ni con las situaciones; le suele sacar la lengua a los hombres, pero cuando los hombres han pasado ya…

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Un prólogo me ha parecido siempre que es como una impertinencia que se le hace al autor del libro.

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En las comedias y en las cartas de amor sobra casi todo. Lo único que interesa es el encabezamiento y la despedida.

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El hombre bien educado es aquel que puede escuchar con enorme interés cosas que no le importan nada.

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Me gusta tan poco escribir que cuando termino una obra me quedo tan sorprendido como cuando una soltera da a luz un niño.

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El humorista es el gracioso que se las da de fino.

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Los solteros somos hombres que nos hemos casado con nosotros mismos. Y en la mayor parte de los casos, somos un matrimonio que nos llevamos fatal.

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El humor es la gracia envuelta en papel de celofán.

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Lo único molesto del matrimonio son esos primeros cincuenta años que siguen a la luna de miel.

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Dos epitafios

La vida me ha recompensado con lo más precioso que exite. He conocido la ternura.

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Ya decía yo que este médico valía muy poco.


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