Autor: 6 noviembre 2006

José Cereijo

pesar de la conocida frase de Paul Celan (“Da sentido a tu decir: dale sombra”), todos sentimos instintivamente, me imagino, que la sombra y el sentido no son la misma cosa, no se equivalen. Añadir oscuridad no es añadir sentido; en todo caso, más bien lo contrario. Y sin embargo, parece igualmente evidente que la obviedad mata la poesía. Quizá quien mejor expresó esta disyuntiva (al menos en lo que yo conozco) fue Juan Ramón Jiménez, en un brevísimo aforismo que dice así: “Secreto y trasparencia”.

Ahora bien: ¿se trata de añadir oscuridad desde fuera a algo que puede ser imaginado claramente, o bien de algo distinto, y menos artificial? Parece igualmente evidente que —a no ser que consideremos la poesía un puro­ divertimento formal— la respuesta ha de ser la segunda. ¿De qué naturaleza será entonces esa oscuridad, y cuál es su origen?

La respuesta tiene que ver, entiendo, con el carácter emocional del núcleo de la expresión poética. A partir de esa emoción, que ha de estar en el centro del poema para que este efectivamente tenga vida, es posible (y, a mi entender, deseable) llegar a una traducción suficiente, en términos de claridad expresiva, como para que el verso no contenga otra oscuridad que la inevitable en dicha traducción. Pues el lenguaje, en el uso corriente que de él hacemos (y que, al estar en la base de nuestro mismo pensamiento, inevitablemente lo estará también en la de cualquier utilización artística que quiera hacerse de él) busca en cuanto puede la expresión coherente y lógica que puede sernos útil en la vida; tiene más que ver, en su uso normal, con la razón que con las emociones. A estas tenemos habitualmente dificultad para explicarlas; en realidad solo podemos hacerlo por perífrasis más o menos atinadas —o acudiendo a la pura exclamación, sin contenido racional inmediato.

Si esto es efectivamente así, el lenguaje será siempre, en efecto, y por lo que respecta a lo emocional, una traducción más o menos ajustada de otro modo de ser que no es el propiamente suyo. No, en realidad, de un idioma a otro, sino de una especie a otra: la diferencia es de naturaleza. Habrá, por tanto, siempre un desajuste, mayor o menor. Y, si no lo hubiera —si tenemos una expresión clara hasta la evidencia—, será más que probable que, en lugar de una emoción traducida a palabras, tengamos simplemente la descripción de ella, su pura racionalización. Pero la emoción misma no estará presente: se habrá evaporado en el trasvase.

Hay que tener en cuenta que la tendencia natural del lenguaje es la abstracción. Si la palabra árbol, por ejemplo, nos es útil, lo es precisamente porque designa especies, clases, no individuos. Un lenguaje que estuviera hecho todo él de nombres propios, de designaciones estrictamente individuales, nos reduciría a la condición de quienes solo pudieran señalar con las palabras, en lugar de hacerlo con el dedo; nos impediría las conexiones lógicas —y abstractas— que es preciso establecer entre los distintos fenómenos para que pueda darse una expresión coherente y continua acerca de ellos. Crear un orden en la designación. Y esta es, me parece, condición imprescindible del lenguaje corriente —o del uso corriente del lenguaje.

Ahora bien, una emoción viva es una emoción individual; o, al menos, individualmente experimentada. Los hechos de la guerra de Troya no pueden concernirnos, no se vuelven para nosotros posibilidad viva, hasta que no aparecen encarnados en individuos concretos y reconocibles —Aquiles, Héctor, Príamo, Andrómaca…— con cuyas alternativas cordiales podamos identificarnos. A falta de eso, podrán en todo caso ser materia histórica, pero no artística. Lo colectivo, lo genérico —lo que carece de una presencia propia, insustituible— no tiene lugar en el arte; o, si aparece, solo podrá hacerlo con carácter subordinado, secundario. Nunca en el centro. Cuando Antonio Machado señalaba que “el intelecto no canta”, no decía, pienso, más que esto.

En consecuencia, al trasladar una emoción al lenguaje siempre quedará una parte que resista a ese traslado, una zona de sombra. La equivalencia nunca será perfecta: no puede serlo. Es por eso, a mi entender, por lo que habrá siempre, en el uso artístico del lenguaje, una parte de secreto, como quería Juan Ramón. Es decir, se trata de un mecanismo semejante al que actúa, por ejemplo, en la poesía mística. No solo el fenómeno particular allí recogido, sino cualquier experiencia emocional auténtica, tiene una parte de inefabilidad. Hay una cierta imposibilidad de volcarla entera en el lenguaje, a causa de la diferencia de naturaleza. Y esa será la zona de sombra que rodee, constitutivamente, al decir poético. Y que podrá ser mayor o menor, según el temperamento personal del artista y la propia condición de la experiencia. No, pues, algo añadido, en busca de una engañosa apariencia de profundidad —en resumidas cuentas, inventada— sino algo inherente a la naturaleza misma del decir poético.

Por eso es discutible la frase de Celan: si en efecto dicha oscuridad es algo esencial en poesía, no tiene sentido —y solo puede inducir a error— hablar de ella como si fuera algo susceptible de ser añadido al discurso. O está en él por naturaleza, como decíamos antes, o quizá es que nos hemos equivocado desde el principio. Pero intentar introducirlo “desde fuera”, voluntariamente, no parece que pueda conducirnos sino a la inautenticidad: a que lo que es falso suene, en efecto, a falso.

Y por eso también la obviedad es igualmente condenable en poesía. Si lo que tenemos es un discurso, una pura expresión lógica, el núcleo emocional al que me referí desde el principio, o bien se habrá desvanecido en el traslado, o quizá no estuvo nunca. Sea uno u otro el caso, lo sustancialmente poético habrá desaparecido. Ese es, en efecto, el gran riesgo de la discursividad poética. Por eso las Odas a la vacuna (o a la Liberación de la clase obrera) suelen tener tan poco que ver con la poesía: preocupados por convencer, sus autores desatienden, o ni siquiera se imaginan, el hecho de que la autenticidad de la experiencia emocional resiste a la claridad del argumento, simplemente porque pertenece a otra especie que ella. Dos y dos son cuatro, en efecto (o la vacuna indudablemente beneficiosa, o el que se evite la explotación del hombre por el hombre, muy deseable), pero esa claridad argumentativa es algo que solo puede conseguirse al precio de una generalización y abstracción de la experiencia en la que el germen individual, vivo, desaparece. Y no se puede hacer poesía partiendo de un uso del lenguaje que es sustancialmente diferente, cuando no la negación misma, del que requiere la autenticidad poética. Podemos sumar dos naranjas a otras dos naranjas para obtener cuatro naranjas; pero las naranjas, en ese proceso, no serán más que un nombre, perfectamente sustituible por cualquier otro: tornillos, perros, buzones. Nada quedará de ellas, de su presencia real. Y es que ahí solo cuenta la pura abstracción del número.

En resumidas cuentas, el uso poético del lenguaje tiene sus propias exigencias, que no se pueden olvidar impunemente. Ni cabe añadir oscuridad artificialmente a una expresión que no necesita, y seguramente rechaza, semejante falseamiento (imitación equivocada y absurda de la sombra que le es natural, como quien, no conformándose con la propia de un cuerpo, quisiera añadirle otra o pintar de negro la suya), ni tampoco empeñarse, igual de artificialmente, en reducirla a la claridad lógica de un discurso. En uno y otro caso, estaremos atendiendo no a las necesidades del poema, sino únicamente a nuestros propios deseos con respecto a él. Lo estaremos utilizando.

O, más bien, intentándolo. Porque la expresión artística es, tal como yo lo veo al menos, esencialmente libre. Cuando en su centro hay un deseo de utilización —política, social, de vanidad personal: lo que se quiera—, la verdad artística se ausenta. Mejor dicho, es expulsada. Su lugar —ese núcleo, desde el que ha de irradiar su autenticidad a la criatura artística que a partir de ella se genere— habrá sido­ ocupado por algo que nada tiene que ver con ella. El resultado será una imitación más o menos convincente —ge­neralmente, menos—, pero solo eso: una superchería. Y una imitación, por más perfecta que sea, no está viva, no puede estarlo. El tiempo, inevitablemente, la irá gastando, y poniendo de relieve su falsedad al hacerlo.


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