Autor: 17 noviembre 2006

Mariano Arias

Hace siglos un monje benedictino descubrió un eficaz método para urdir ficciones y encandilar a los novicios y clérigos del monasterio. No le movía ningún interés mercantil, ni siquiera fraternal o de enriquecimiento espiritual personal. El monje, llamado fray Bartolomé, estaba encargado de las labores de consejero del abad y de formación en el solitario monasterio de Entrepeñas. Era hombre culto, joven en la Orden benedictina, bien considerado, riguroso en sus funciones y emprendedor en cuantas labores se le encomendaban. Disciplinado y estudioso, alegre y de espíritu jovial era además el mediador de la Orden con el exiguo mundo exterior que podían conocer los clérigos.

Cierto día el abad le puso en antecedentes de la grave situación que, a su juicio, se había establecido en el monasterio, a la cual no debía de ser ajeno fray Bartolomé:

—A mediodía, mi estimado Bartolomé, se habrá percatado del anormal comportamiento de los monjes. Salvo quienes tienen como cometido la dedicación a cocina o a las labores de limpieza y mantenimiento, deambulan por los pasillos y patios, incluso por el claustro, ajenos a todo, extasiados en nada concreto, fijas las mentes en la inquietud del alma, ensimismados, frágiles en sus decisiones, recelosos, aburridos, proclives por tanto a ser seducidos por las artes del poder demoniaco. Usted conoce las estrictas órdenes de la Regla: no se debe caer en tales estados, calificados por los teólogos y la Institución eclesiástica como atentados contra el mismo Dios, pues quien así actúa con seguridad se encuentra en poder de la voluntad del Diablo.

—Soy consciente de ello —dijo atribulado fray Bartolomé.

—No es bueno que el monje huya de la celda —prosiguió el superior de la Orden—, ni para él ni para la comunidad, que necesita de individuos cuya protección mayor sea su propia seguridad y firmeza de espíritu, que acoja en su interior las virtudes y la moral cristianas. Un monje que al contemplar el horizonte desde su celda piense en la fatuidad de la existencia, en la cortedad de la vida y anhele la llegada de la noche y el descanso de su cuerpo va en contra de la enseñanza de Jesucristo.

—Comprendo —afirmó el monje.

El abad mantuvo un silencio, expectante para fray Bartolomé. La duda y una larga meditación habían hecho­ mella en su rostro: mostraba cansancio, una preocupación en quien ejercía durante años con mano firme la dirección del monasterio. Después de ese silencio habló con seguridad:

—Es mi deseo que usted, en quien reconozco y aprecio inteligencia, discernimiento e imaginación, encuentre la forma de solucionar tan desagradable circunstancia. No me cabe duda de que, con su devoción y fe encontrará alivio para nuestra comunidad —aún compungido y atribulado el abad dedicó una sonrisa sombría a su predilecto servidor—. Desde Juan Casiano, allá por el siglo v, como usted sabe y no es necesario recordarle, se combate el spiritus acediae como una peligrosa enfermedad monacal. Es lo que el Salmo denomina daemonium meridianum, y en su forma extrema llega a producir lo que denominamos el horror loci.

—Es un honor para mí compartir su confianza —respondió fray Bartolomé, respetuoso y humilde. Luego, sin ocultar un tono de voz dubitativo, añadió—: mas permítame ser sincero en mis apreciaciones, no sé cómo hallar la feliz fórmula aliviadora de un mal tan endemoniado como es la tristeza y melancolía de mis hermanos.

El abad se llevó la mano derecha a la cabeza. Su respuesta fue tajante:

—Con imaginación, hermano, con imaginación —cortésmente hizo una señal de que podía retirarse.

Después de estudiar durante días y horas los libros de la biblioteca, después de entrevistarse con los hermanos, visitar los alrededores del monasterio, relacionarse con los campesinos, fray Bartolomé decidió llevar a la práctica sus conclusiones. Eligió un grupo reducido de hermanos, aquellos que en las conversaciones previas habían demostrado mayor receptividad, entusiasmo y un interés y curiosidad por enmendar tan ignominioso pecado. Al atardecer los reunió en la biblioteca escritorio. Les ofreció un cuaderno de los fabricados en la imprenta benedictina, y les puso en antecedentes acerca de la alternativa a la que felizmente había llegado:

—Se trata de urdir una historia, una trama que nos sirva para aliviar las horas de ocio alrededor del mediodía, que en nuestra comunidad no es sino lo que denominamos hastío, afín a la tristeza o melancolía, un estado que no dudaríais en calificar como lamentable. Para ello debemos crear un argumento, soporte de un relato si preferís denominarlo así, con personajes imaginarios, desde luego, de tal modo que cuando les hayamos dado cuerpo literario nos identifiquemos con ellos como si fuéramos nosotros mismos. Quizá lo consideréis un juego y no estaréis confundidos. Mas será un juego que aliviará y curará las mentes extraviadas, agudizará el ingenio y os apartará de las tentaciones del Maligno. Tan reales deben ser los relatos que cuando contemos sus peripecias y aventuras los monjes creerán a pies juntillas en la verdad de sus experiencias.

—¿Y los pliegos? —preguntó uno de ellos.

—Los pliegos… ya… Escribiremos nuestras historias, nuestros deseos, como si de una confesión se tratara. No ocultaremos nada… y cada uno de nuestros hermanos la reproducirá.

—Nada —dijo pensativo otro monje sin retirar la vista de fray Bartolomé—, no ocultaremos nada.

—Así es, nada. No se ocultará nada.

—Sin embargo, algunos hermanos desconocen tal arte, fray Bartolomé, solo son receptivos al de la mirada, al dibujo, a la pintura —apuntó tímidamente uno de los monjes.

—Soy consciente de ese desconocimiento, fray Gerundio, saben leer pero no poseen el arte de la escritura, y ello debe afirmar más todavía nuestro afán por hacer­ que la palabra germine en las almas la luz de Nuestro Señor —sentenció feliz fray Bartolomé.

Cuentan las crónicas que los monjes buscaron en sus estanterías los libros que escondían los múltiples sentidos de las palabras. Robando sueño a las noches, llegaron a retirar de los diccionarios aquellas palabras que estorbaban al buen hablar instaurado en la Orden desde su fundación hacía siglos, fundamentalmente adjetivos y nombres cuya etimología clamaba ya no al cielo sino a las autoridades de la Orden o de la Iglesia, propios de herejes y disidentes objetivo de la Inquisición. Celebraban con efusión y alborozo incontenido la elección u ocurrencia de una nueva palabra. Si alguna era desconocida por alguno de ellos se pasaba a votación, previa aclaración puntual de quien la conociera. Y todo ello era apuntado en los pliegos por un monje escriba ducho con el arte de la poética y la retórica. A continuación eligieron también posibles historias, pasando por alto o ignorando aquellas ajenas a la pereza y misantropía, a la tristeza y a la melancolía, pues justamente su cometido último era el de atajar ese mal. Rechazaron asimismo temas escabrosos, aunque alguno de ellos, con cierta timidez no exenta de una comprensible malicia, apuntó la posibilidad de que apareciera su hermana, pero se dejó la deliberación de tan inoportuno tema para más adelante. Al final, se decidió urdir una trama en la que el misterio y la intriga fueran el centro del relato, el nudo principal.

Estos trabajos previos les llevaron algunas semanas de grata y distendida discusión, no exenta de vehementes posiciones, y desde luego en ellas participaron la mayoría de los hermanos. Discretamente, cada uno hizo llegar a fray Bartolomé sus deseos e historias preferidas. Unos se inclinaban por la vida de santos, destacando su ejemplar devoción y conducta, otros por la de mártires, elogiando sus virtudes y su entrega en cuerpo y alma a Dios. Había quienes deseaban ver reflejadas las penas de quienes habían conculcado alguno de los mandamientos, en suma, no hubo acuerdo dadas las distantes posturas.

—Considero —dijo fray Bartolomé en la duodécima reunión— que es momento de pasar a los hechos, nos queda una semana para hacer partícipe al abad de nuestra resolución. Mi propuesta puede ser enunciada así: cada uno de los hermanos que se han comprometido en esta empresa expresará la justificación del tema elegido. Después contrastamos todas las encuestas y las integramos en la que será la historia definitiva. Desde luego, deberá pulirse en estilo y contenido con la inestimable ayuda del diccionario revisado, y por último el abad ofrecerá la consideración final.

Uno de los frailes presentes hizo ademán de querer intervenir.

—Fray Antonio tiene una propuesta —advirtió un fraile—. Desea exponerla… creo que expresa los deseos de los hermanos.

—Así es —respondió con sereno orgullo el aludido.

—Pues será bien recibida —fray Bartolomé le cedió la palabra.

—Me he permitido la libertad de escribir una historia, un borrador, un sueño diría… —hizo una pausa, tragó saliva y continuó—: el otro día mientras visitaba a Ernesto, el campesino encargado de la labranza, a quien todos conocéis suficientemente…

—Habíamos decidido hablar de deseos —advirtió fray Bartolomé con suavidad.

—Es deseo y sueño, en verdad. Desde hace tiempo vengo observando a Ernesto, conozco sus cualidades huma­nas, su entrega y laboriosidad, y me han intrigado sobremanera algunas de sus últimas actitudes.

Se detuvo, ordenó sus papeles y prosiguió:

—En fin, he aquí el relato: Cuentan que hace muchos años, muchos inviernos, cuando la tierra amanecía blanca y la luna iluminaba los campos, un hombre se adentraba en el bosque y observaba durante la mañana el monasterio de Fonfría. Era el guarda, un fornido hombre, campesino y avezado cazador, que había adquirido la costumbre de salir a primera hora de la mañana a merodear por los alrededores. Intrigado por su figura sombría y sospechosa, destacada a esas horas entre los árboles, e ignorando cuáles serían las actividades que demandaban tan pronto despertar, uno de los monjes decidió espiar sus pasos.

Después de las oraciones el monje, fiel cumplidor de sus obligaciones, se retiraba en la celda, atendía sus servicios y aún le quedaban unas horas para proseguir sus estudios de canto y filosofía. Robando tiempo a la Gramática, a las seis de la mañana estaba atisbando por la ventana los movimientos del guarda campesino. Así, llegó a acumular suficientes y fehacientes datos como para atestiguar la gravedad de su dictamen: el hombre cruzaba el bosque sorteando la valla delimitadora de la huerta y se encontraba con una mujer…

—¡Fray Antonio, fray Antonio!… ¡La Orden! —protestó fray Bartolomé cubriéndose la frente con su mano derecha.

—¿Sí, fray Bartolomé?

—Prosiga, prosiga, le escuchamos —rogó atribulado, intentando mantener sereno el semblante.

—Es ficción, solo ficción —balbució inocente el monje.

—De acuerdo… De acuerdo… hijo…

—El monje, nuestro protagonista…

—¿Pero no le ha puesto un nombre? —interrumpió fray Bartolomé.

—Pues, la verdad, no… bueno, podríamos llamarle… ¿fray Alberto…? ¿fray Bernardo…?

—Fray Alberto es más discreto… —sentenció fray Bartolomé.

—Pues… aquella noche… fray… Alberto no pudo dormir, el campesino era muy respetado por la Orden, había enseñado a muchos hermanos las artes de la agricultura, amén de ser un especialista en cantería, buen ayudante de escultores. Por eso, fray Alberto repitió su espionaje en sucesivos días y elevó sus conclusiones al abad: el campesino, cuyo nombre en previsión de futuras investigaciones prefirió no desvelar, se veía con una mujer dos días a la semana en una cueva del lugar denominado el Pinar, a dos leguas del monasterio en horario indistinto, con seguridad pactado en cada reunión…

—Permítame… —interrumpió decidido un sofocado fray Bartolomé.

—Aún no he concluido, fray Bartolomé —señaló franco fray Antonio.

—Lo sé, lo sé, mi querido hermano, rogaría que fuera breve, que resuma…

—Pues en cuanto fue enterado el abad, este lo trasmitió a la máxima autoridad eclesiástica, y al cabo de una semana se decidió excluirlo de los servicios del monasterio y elaborar un informe. Enterados los hermanos, en algunos de ellos nació esa curiosidad malsana que la naturaleza humana esconde… y el abad tuvo que ejercer su autoridad y reunirlos para concederles explicaciones y calmar sus agitadas mentes: les habló del pecado, de la pena del infierno para el lujurioso, también para la mujer, de cómo el Diablo había desorientado el alma del pobre campesino y le había enredado con las artes infames de las palabras para que actuase de modo tan indigno y tan reprobable… de cómo debían actuar en casos…

—Es suficiente, es suficiente… —fray Bartolomé suspiró hondo, con sofoco observó los rostros expectantes de los monjes, y les habló así—: Hermanos, nos queda poco tiempo para alcanzar conclusiones, ya lo sabéis, debemos entregar al abad una respuesta rápida… y esta historia, mi estimado fray Antonio, ¿cómo se lo diría?, sinceramente, creo poder asegurarle que no va a ser de su agrado.

—Pero a los hermanos les parece ejemplar —respondió con prontitud y firmeza fray Antonio.

Cuentan nuestras crónicas que los monjes se quedaron mudos, atribulados y decepcionados. Por sus cabezas pasaron cantidad de posibles historias sustituibles de aquella relatada por el escriba fray Antonio, pero todas les parecieron despreciables, de dudosa enjundia para la imaginación, cuando no inocentes o desprovistas de interés e incapaces de aliviar y alegrar, así sea mediando técnicas de intrigas, la acedía y melancolía de los habitantes del monasterio.

Fray Bartolomé dio por concluida la reunión. Fijaron la fecha de la siguiente sesión con el firme compromiso de llevar varios relatos en los que un tema tan escabroso como el de la lujuria no figurara ni siquiera por alusión lejana o artimaña retórica en ninguno de ellos. Asintieron los hermanos y se levantó la reunión.

En los días siguientes fray Bartolomé se debatió en un mar de dudas y de laberínticas disquisiciones.

Y la idea genial surgió en el transcurso de una noche en la que los rezos del Kempis entremezclados con la lectura de Santo Tomás y algún místico formaron una cadena de palabras tan exultantes para el monje fray Bartolomé que la noche perdió su negra oscuridad como si un potente relámpago enviado por la Naturaleza divina la hubie­ra iluminado. “¡Ah, gracias Retórica, gracias Teología, gracias Filosofía, gracias Dios mío, Uno y Eterno! —pensó en gozoso recogimiento el feliz fray Bartolomé—. ¡Si las palabras no pueden conceder ni la paz ni la Gracia tan deseada a mis hermanos, la piedra les concederá el favor tan anhelado!”.

¿Qué se le había ocurrido a una mente tan despierta, lógica y fiel con la tradición cristiana como la de fray Bartolomé?

Corrió por los pasillos con inusitado entusiasmo para dar la buena nueva al abad y recibir la anhelada aprobación, contento por haber hallado la solución digna que erradicaría la melancolía y tristeza en esas horas tan infinitamente desgraciadas.

El abad asintió, sonriente, felicitó a fray Bartolomé, quien besó con entusiasmo la mano ofrecida como gracia y consideración y decidió dar vía libre a tan interesante proyecto.

La historia relatada por fray Antonio, en efecto, no fue del agrado del superior, como había supuesto el competente fray Bartolomé, pero la alternativa era plausible: esa historia que no podía ser contada con palabras, pues el diccionario no permitiría el uso de ciertas expresiones ajenas a la moral y la disposición cristiana de los monjes, muy bien podía ser conocida por otro de los sentidos, el de la vista, el de la mirada, bien encauzada y educada con sabiduría y buen ánimo. He aquí por tanto el hallazgo del fraile: el claustro se habilitaría de tal modo que en los capiteles y en las arquerías se tallarían los distintos acontecimientos por los que había pasado tanto el lujurioso hombre como la infame mujer pecadora, los amantes copulando, el Diablo siniestro ejerciendo su poder metamorfoseado en fantásticos o reales animales, y la pena concedida a cada uno de ellos: el infierno, la muerte, el Diablo en forma de serpiente devorando a Ernesto apresado en su boca, los horribles animales del Averno entremezclados entre sí luchando por conseguir la carne fresca de la mujer entregada al cuerpo voluptuoso del Maligno, pájaros, cerdos, dragones… Todos los personajes, representados con exquisito estilo y lujo de detalles, podrían ser contemplados perpetuamente, como ejemplo perenne de la pena concedida por el Altísimo a quienes se apartaran del recto camino marcado por las Escrituras. No era necesario que supieran leer, todos lo entenderían, pues leerían en las imágenes que les entregaría el saber necesario para contener sus temores y la caída en las artes demoniacas.

“Por la palabra encontrarán la luz”, pensó fray Bartolomé, “pero por la visión alcanzarán la verdad que es la fuente de la alegría. Los ignorantes, los iletrados serán educados al contemplar las esculturas como si un libro les informara. Recordarán sin esfuerzo y sus almas saldrán del error, fuente de la tristeza y la melancolía”.

La idea fue tan bien acogida por los monjes que todos decidieron ponerse a trabajar de inmediato con el fervor que despierta la pasión intelectual. El abad incluyó en la Regla de la Orden un artículo especial para eximir de ciertos trabajos a quienes tuvieran habilidad para ayudar a los canteros a restaurar el claustro con la historia de fray Antonio. El entusiasmo llevó también a fray Bartolomé a contratar al campesino Ernesto para dirigir a los eufóricos monjes.

Así fue, el De­monio desapareció de los corredores y las celdas, ya nunca más tentó las buenas almas de los monjes en esas horas del mediodía proclives al pecado según advertía el Salmo. El abad y fray Bartolomé se conmovían cada vez que veían a la comunidad extasiarse y comentar en solitario o en corrillos las figuras esculpidas en el recinto claustral.

Al amanecer de un día otoñal fray Bartolomé, aquejado de insomnio, se acercó al ventanal de la celda. El rocío cubría los verdes prados, la luna iluminaba espectralmente el cercano bosque. Entonces fue cuando creyó distinguir una sombra furtiva entre los árboles, reconocer incluso a Ernesto, quien con paso cauto sorteaba las ramas… pero debió de ser una visión producto de las imágenes de los capiteles historiados del claustro.

Debió de ser así.

Eso se cuenta.


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