Autor: 21 noviembre 2006

Hilario Barrero

A las cuatro ya es noche total en este día con lluvia, con olor a leña quemada y a tierra mojada. Voy a la biblioteca de Brooklyn a devolver tres películas: The seventh seal, Shoot the piano player y Belle du jour. El tiempo no perdona. La única que se salva es la de Bergman. Luego me acerco a la sección de libros en español. Encontrar un libro concreto es a veces imposible. Los lectores cambian los libros intencionadamente o sin saber. La mayoría está más interesada en leer libros de sexo, de astrología, de consejos, de cocina que libros de literatura. Hoy, mirando distraídamente por los anaqueles, me fijo en un título que, evidentemente, sobresale del resto. Se llama Cómo enloquecer a su mujer en la cama, de una tal Susana Wright. Lo abro y veo que tiene la solapa marcando el apartado que habla de “Cunnilingus”. La autora describe con un lenguaje seudocientífico y erótico cómo lamer la vagina en la que aparecen jugos de diversos olores y sabores. La señora Wright aconseja que el hombre no deje de lamer los labios vaginales y morder suavemente el clítoris a la amada si realmente quiere que esta enloquezca. Me doy cuenta de que el libro está en el lugar equivocado, que algún jovencito ansioso de saber más de sexo o de calentarse con la prosa de la autora, lo ha pasado de la estantería donde están los libros de temas sexuales, y que es muy obvia, a esta más seria donde paradójicamente la obra de la mujer fogosa está flanqueada por La llama doble de Octavio Paz y El loco de Khalil Gibran y no muy lejos de Para mayores de cuarenta años, de Willa Cather.

Hace ya algún tiempo, cuando yo iba a la biblioteca casi todos los días y la sección de español estaba al fondo de una sala donde había poco público, cuando aún no existía la sección de libros en ruso que ahora amenaza con desbancar a la de español, recuerdo que una tarde de domingo invernal vi a un hombre con barba, vestido de negro, con gafas, los ojos cansados, las manos blancas como de cera, tocándose furtivamente la bragueta mientras miraba un libro con fotografías de hombres desnudos. La sección en la que estaba el furtivo lector era la de libros de jardín y el libro reposaba en el poyete de uno de los enormes ventanales, desde donde se veía Prospect Park y unos enormes árboles también desnudos.

A la salida de la biblioteca llueve despacio y algunos lectores que salen se quedan cobijados en el porche. Enfrente está el parque un poco desvaído y el Arco de Triunfo dedicado a los soldados que pelearon en la guerra civil americana, la guerra de Secesión, con Lincoln y Grant dormidos bajo el arco protector. Al pasar por una sinagoga que está en la esquina de Eastern Parkway y Plaza Street huele a leña quemada y ya cerca de casa a tierra mojada. Lo que en otro tiempo fuera un ascua de luz y una orgía de vida es ahora una tela frágil de niebla y de lluvia.

***

En la puerta del Roosevelt Hospital en Manhattan, temprano en la mañana, un montón de árboles de navidad moribundos, amontonados, esperan a ser transportados a sabe Dios qué cementerio, crematorio o llanura. Así sin adornos, desnudos, sin estrellas ni luces, hacinados, amortajados con bolsas blancas de plástico o atrapados en redes, parecen animales pesados, montañas de nieve apelmazada, ballenas blancas sin vida, sacos llenos de cenizas y brasas. Las calles de Nueva York se han llenado de un bosque talado. Hay huelga de resina y escasez de olores a pino y a pradera. Allí donde nacieron y se criaron y crecieron para morir jóvenes, el sol ha podido meter su hocico en el hueco silencioso donde sus raíces escribían temblores en primavera.

Después de vivir tantos años en la gran ciudad uno, a veces, no ve cómo cambia, no se fija en cómo se despierta, no se da cuenta del milagro que supone que cada mañana millones y millones de personas se levanten, salgan a la calle y muevan esa ciudad. Uno sale una mañana fría de enero y va a otro barrio al que no suele ir y le parece estar en otra ciudad: donde hace unos años había un edificio de pocos pisos ahora han levantado otro negro que parece un trasatlántico con cientos y cientos de ventanitas; en donde había una iglesia han puesto un restaurante y donde había un restaurante vegetariano han abierto una tienda de teléfonos móviles.

Recuerdo, al ver el trajín, tanto ruido, albañiles que gritan, grúas que gruñen, sirenas que se despiertan sobresaltadas, la calle Ancha de mi Toledo de entonces, donde una tienda —la de juguetes de Díaz Marta, la de tejidos Nodal, el bazar de la Rosa, la tienda de botones y perfumes la Favorita— eran lugares de y para toda la vida. Las mañanas eran suaves y lentas: tomaba un café en la Bóveda o en San Antonio o en la Suiza, daba una vuelta por Zocodover, la comida en casa… y vuelta a empezar. Había una monotonía azoriniana que ahora, mientras miro la vida en la sala de espera de una clínica, regresa a mí sabiendo que al salir a la calle volverá la prisa a empujar y las ganas de vivir a entrar en mis bolsillos, mi mirada y mi sangre. Sentir que la vida nace cada mañana, aunque tú no lo sientas, aunque tú no lo creas.

***

Los miércoles termino de trabajar a la una y a esa hora el metro en que regreso a casa va casi vacío. Es raro ver a jóvenes que, por ley, deben estar en la escuela. Hoy al entrar al vagón casi vacío oí voces de unos chiquillos que estaban sentados en los asientos delanteros. Una señora leía la Biblia enfrente de mí, un joven dormía, una madre enlutada iba con su hijo y un viejecito leía el periódico acercándoselo a los ojos. Yo iba leyendo Constantes vitales, de Javier Almuzara. El libro, galardonado con el premio Emilio Alarcos de poesía, tiene resonancias neoyorquinas y es un hermoso tomo de poemas breves, irónicos, intensos, clásicos, populares y llenos de sabiduría antigua, relámpagos que deslumbran, tormentas que calan el cuerpo y el alma, imágenes que chisporrotean iluminando la oscuridad, poemas que nos recuerdan la rosa de Ronsard y el carpe diem renacentista. Un libro que late en cada verso y que en cada lectura se presenta distinto “y que aspira a la invisible retórica de la precisión”.

En el recorrido que hace el tren número 2 bajo el túnel, entre Manhattan (Wall Street) y Brooklyn (Clark Street) hay un largo trayecto. Minutos después de que el tren abandonara la estación la pandilla comenzó a gritar. Les miro un momento y les veo saltando de un asiento a otro, columpiándose de las barras y empujándose unos a otros. La única chica que parece la mayor del grupo da un puñetazo a uno de los chicos y este le grita: “¡Puta!”. Vuelvo al libro. Leo un poema que se titula “Ventana cerrada”: “La mosca se empecina / contra el frío cristal, / que a simple vista es aire / pero impide pasar. / Con un mínimo gusto / la dejo en libertad. / ¿De qué me sirve a mí / abrir de par en par?”. De pronto, oigo a uno de los del grupo que acercándose a mí me grita:

—¡Eh tú! ¿Qué lees?

—Es blanco —dice la chica.

Veo, de reojo, al pequeño que se acerca más a mí y se para enfrente. Sigo leyendo:

Me juego lo que resta

a la carta ilustrada

con la vieja metáfora

del azar y el destino.

Todo o nada es la apuesta

de esta lenta partida

perdida de antemano.

Tan solo está en mi mano

contar lo que descuento día a día,

ganarle tiempo al tiempo

doblando lo vivido,

y existir y escribir con la conciencia

de jugarme la vida a cada instante

y la resurrección en cada línea.

—Déjale, ven p´acá no ves que es un cocksucker —le dice la chica riéndose.

Al llegar a la estación me levanto, salgo del vagón y espero al próximo tren. También hay otros tipos de bombas aparte de las que explotan matando a cientos de gentes. Y está este libro que me acompaña, me ayuda y me protege, y que tiene tanta sobriedad que hace daño. Un libro de poesía que le pone ritmo a las constantes de mi existencia en un metro de Nueva York. Un libro que viste de luz un momento de sombra en mi vida.

***

Están sentados en el café Savansky de la Neue galería. A. recita unos versos de Juan Antonio Tablada y B. que es zurdo apunta algo en una libreta delgada de pasta negras. Fuera, en la Quinta Avenida, la nieve sienta cabeza en un banco, mientras el sol le da dolor de espalda y le hace moverse un poco, sudando de escalofríos. Vienen de visitar la galería Fritz y tienen, todavía, en sus retinas el esplendor de dos Rembrandt, la dureza de un Holbein y la delicadeza de un Corot. El agua, en el jardín, maduraba en voz alta. Ahora, miran a través de las ventanas del café y ven los árboles desnudos, Central Park nevado, una pareja que camina cogida de la mano: un cuadro anónimo que se renueva cada día y que, en lo esencial, es siempre el mismo. El café llega servido por un camarero que hubie­ra podido ser un modelo de Caravaggio, trae una bandeja de plata ovalada y en ella una taza alta de loza fina, un vaso pequeño con una cucharita encima de él. A. mira a través de la ventana y mezcla su mirada con la de la gente que pasa. B. sigue escribiendo en el cuaderno con letra apretada. Hay un silencio nevado que se rompe cuando el camarero se acerca. Al salir a la calle el frío es como si un enemigo les esperara para acuchillarlos sin aviso.

***

Desde la habitación de A. y B., en el piso 28 de un hotel­ en Manhattan, se ve el Empire State acorralado por dos enormes edificios que parece que se hubieran abierto para que la torre pudiera aparecer en escena y uno teme que se cierren cuando llegue la noche como un telón pesado de sombras y el edificio desaparezca. A. colecciona hoteles de Nueva York y B. colecciona cafés del mundo, de los que escribe poemas llenos de olores, de humo y de melancolía. B. tiene una sonrisa recién hecha, luminosa, una sonrisa que huele, que tiene sonido. A. se retrata delante de una enorme fotografía de un joven que hay en la Quinta Avenida y que tapa la fachada de un edificio que está en construcción. A. se pone entre las piernas del modelo y abre las suyas y se mete las manos en los bolsillos mirando desafiante y feliz. Cuando se imprime la fotografía se ve a A. cerca de la entrepierna del joven tapándole la bragueta. El modelo parece que sonríe y no sabemos si es por la presencia de A. dentro de su territorio. Más tarde, en Brooklyn B. encuentra, en una librería de libros de segunda mano, los poemas “largos” de Robert Kerox, “un libro que andaba buscando hacía tiempo” y se le ve feliz. Entran a calentarse en un Starbucks que hay en la Séptima Avenida. Al final de la habitación hay una puerta con una ventana en forma de arco que al abrirla conduce a un patio donde en verano los clientes toman café. Hay una luz rara, una luz con olor a café recién molido que parece que huye lenta y pensativa entre tejados. En un restaurante polaco en Montague Street, A. contempla detenidamente y con detalle el que bien hubiera podido ser un joven del siglo xv, el joven de un cuadro del Bronzino. B. comenta que acaba de leer un poema de una poeta polaca, premio Nobel, que escribió sobre algunas de las personas que se arrojaron desde las ventanas de las Torres Gemelas y que en su vuelo hacia la muerte perdieron lo que llevaban en los bolsillos. Al lado de B. hay una joven que escribe un diario sin levantar la vista de las páginas, como si se estuviera desnudando delante de todos.

Atardece y A. comenta que es tiempo de volver a la civilización y toman el tren hacia Manhattan. Un momento después comienza a caer una lluvia delicada desde las altas torres de la noche y alguien que camina hacia su casa ve cómo la lluvia se va despojando de todo lo que lleva en sus bolsillos para estrellarse, ya sin peso, en el asfalto.

***

Memorial Day, gris, melancólico, lento y lluvioso. Un día para el recuerdo de tantos que murieron en guerras inútiles, cuerpos gloriosos que en trincheras en tierra de nadie perdieron la posibilidad de volver a su tierra de siempre. Lo más: un nombre en un bronce, una corona cada último domingo de mayo, una música mojada, un desfile desorganizado con unos cuerpos viejos y renqueantes. Los que se salvaron.

Salimos dirección dumbo (Down Under Mahanttan Bridge Overpass), una sección entre y bajo los puentes Manhattan y Brooklyn. Cerca del río salen y llegan los taxis-barcas que unen Manhattan con Brooklyn. Si se sitúa uno en medio de la calle Washington, en el sitio preciso, verá parte del Empire State rodeado por un óvalo de hierro del puente de Manhattan. En esta zona está el célebre café River, una heladería famosa y el anexo de ABC, una tienda en la que se venden muebles de “oportunidad” o alfombras persas a precios prohi­bitivos.

Aunque la lluvia aparece y desaparece de vez en cuando, el mirador desde donde se ve una vista de Manhattan con el puente de Brooklyn en primer plano, está muy animado. Muchas parejas que se casan se acercan hasta aquí para hacerse fotos con Manhattan al fondo. Hoy he tenido la suerte de ver no una, sino ocho parejas de recién casados besándose, abrazados, sonrientes, siguiendo obedientes las instrucciones, a veces cursis, a veces cómicas y a veces teatrales de los fotógrafos. Aprovechando que ha salido un sol débil y curioso todas las parejas posan para la el fotógrafo “oficial” más los invitados, todos con cámaras digitales y videos. Por un momento las ocho parejas, cada una en su grupo, cada una con sus fotógrafos y cameraman, se abrazan bajo la suave luz de un sol perezoso. De pronto se nubla y comienza a llover y el mirador se queda vacío y las parejas corren hacia las limusinas que les esperan, con champán y copas encima del capó. Ellas levantándose los vestidos, un poco torpes con tanta ropa encima, ellos cerrándose el frac, los invitados resguardándose bajo los árboles hasta que deje de llover. Por el río pasan barcazas de basura lentas y pesadas, barcos de vela ágiles como gaviotas sucias y los taxis-barcas amarillos que contrastan con la grisura de Manhattan que aparece como si estuviera en miércoles de ceniza.

De nuevo aparece el sol y salen de sus nidos metálicos las ocho parejas, como palomas asustadas y sonrientes, corriendo hacia la barandilla donde abrazados, el velo de tul de ella tapando la cara del novio o el ramo de flores un poco caído, siguen las instrucciones del fotógrafo que sueña con posturas imposibles en una mañana lluviosa y ventosa en el último día de mayo.

Una pareja de novios se besa ficticiamente y es fotografiada a su vez por el fotógrafo que está siendo fotografiado por un invitado que está siendo fotografiado por mí. A la misma vez dos jovencitas vestidas con un traje rosa de seda están siendo fotografiadas por alguien más que está a mi lado y un cameraman que sale en medio de la foto que yo he tomado está tomando unas escenas con una cámara de vídeo. Por un momento me veo dentro de la alegría de todos cuando en realidad soy un intruso en medio de tanta felicidad. Por el río pasa un barco velero como una novia sin novio.

Me acerco a una de las parejas que está justo en la esquina de la barandilla desde donde se ve la mejor vista del puente de Brooklyn y del río. Se abrazan con pasión, ella sonríe, el velo se pone en el medio del beso, el fotógrafo se lo retira, una rosa se cae al suelo, el novio se quita el frac y se queda en camisa y coge a la novia de la cintura, y fuera de programa, la sube y comienzan a girar y por un momento el velo se enreda entre los dos dejándolos unidos. Y entre tanta alegría comienza de nuevo a llover. Se queda vacío el lugar. Miro al suelo y veo la rosa, todavía brillante y llena de vida, llenándose de lluvia, sola y olvidada.

***

Se nubló de pronto y se desencadenó una tormenta furiosa. Después estuvo lloviendo perezosamente durante dos horas y se aclaró la tarde ya casi al final. Poco a poco, por Manhattan, por donde venía lo oscuro, se fue abriendo paso una leve línea anaranjada que fue cambiando de rosa a violeta, a verde, a amarilla hasta que el horizonte se incendió y el perfil de la ciudad creció como si estuviera en llamas, el sol reflejándose en los cristales, las ventanas ardiendo. Lentamente la hoguera se fue apagando y los frisos abrasados y el esplendor pirotécnico desaparecieron. Unas nubes, primero rosas, grises luego, blanquecinas después y por último negras han llenado el horizonte, dejando a Manhattan desfigurada y empañada. El más dramático atardecer que he presenciado en muchos años.

***

No es lo mismo caminar por una ciudad que por un cuerpo. Se recorre un cuerpo con miedo, con pasión, con frialdad o con asco, se pasa por determinadas zonas deprisa o lentamente, escribiendo una historia o borrándola. Hay quienes huelen, lamen, besan, muerden, chupan un sitio concreto y hay quienes tropiezan en las curvas y se pierde entre los muslos y casi ahogados bruscamente respiran para volver a ahogarse. Algunos tienen miedo de pasar por zonas oscuras, otros, como si fuera un mapa, van anotando cada milímetro de piel que ha sido caminada. Hay quien nombra, con lápiz de saliva, esquinas, colinas, valles o cuevas y escribe palabras que borrará el agua salvadora y hay quien se baña en sus aguas más profundas y beben de ellas para saciar una sed no nombrada. Algunos sacian su hambre: cuerpo místico, objeto de un deseo inaccesible. Un cuerpo desnudo es una ciudad con calles, avenidas, fuentes luminosas, parques, subidas y bajadas, zonas ardientes y zonas heladas, parajes donde puedes ser asaltado por el enemigo o lugares donde puedes beber licores que manan. Un cuerpo desnudo puede causar una guerra, la caída de un imperio, traer la muerte y prolongar la vida, puede oler a rosas y a naranjas amargas. En movimiento es nido para el placer, leña para la noche en fuego, en reposo es manantial de sombras, espejo de la luz, cristal nocturno. Tu cuerpo, que me sé de memoria y que he tachado centímetro tras centímetro con el lápiz de mi lengua, ha sido ascua, brasa, incendio y calentura. Ahora es un mapa abierto y arrugado, imprescindible, que me orienta y me previene de entrar en la ciudad oscura.

Un bibliotecario de la Universidad de Columbia, Caleb Smith, después de haber invertido treinta y un meses, gastado dos pares de zapatos, perdido una novia y frustrado un atraco, ha dado fin, a los pies del Empire State Building, al proyecto de caminar cada calle de Manhattan.

***

Está el que llega un viernes y se va un domingo y cree que porque ha estado en la Quinta Avenida conoce la ciudad. Está el que viene con un grupo, autobús del aeropuerto al hotel con viaje a las cataratas del Niágara incluidos y se pasa una semana contando, en la oficina, “lo bonita que es la ciudad”. Está el maestro que viene contratado a una escuela del Bronx a enseñar Historia de este país y no sabe qué fiesta se celebra el tercer lunes de febrero. Está el corresponsal que se cree que lo sabe todo y que comete errores que achaca a la prisa. Está el novelista que viene como profesor invitado por una temporada a una universidad y luego escribe un libro con una prosa casi perfecta que tiene un gran éxito comercial aunque el libro esté lleno de ventanas, tópicos, puntos comunes, sea tedioso y repetitivo. Está el que viene con los ojos abiertos y lo ve todo de color de rosa y el que viene con los ojos cerrados y todo le parece negativo. Están los que critican al país y se llevan las maletas llenas de Levis. Está el director de cine que es aclamado y sabe dónde encontrar droga y cuerpos frescos a buen precio. Está al que le nombran director de “Algo” cultural y le preguntan, recién llegado, que diga los nombres de los españoles más representativos en la ciudad y nombra a los que son de su partido o amigos de su mujer. Está el que viene “a aprender de la dinámica de la ciudad”, el cineasta, el pintor, el poeta, el narrador y hacen un corto cuando llegan a su país sobre la ciudad que nunca duerme, pintan una serie sobre los perfiles de la ciudad, escriben poemas sobre el puente de hierro o novelas con personajes de cuarta. Está el que se cree que los jamones, que no hay, cuelgan de hilos de oro y se encuentra con un apartamento en el Bronx con cucarachas, miseria y a dos horas del centro de la ciudad. Están los que vienen a la aventura y se empeñan en vivir en el corazón de la ciudad y para poder pagar el alquiler pasan hambre, comen un bocadillo de mantequilla y trabajan repartiendo alfombras aunque luego digan que están haciendo un “master”. Están los familiares de la monarquía, que ocupan puestos honoríficos en instituciones culturales, aunque no tengan ni el bachiller terminado. Está la pandilla de diplomáticos en consulados, delegaciones culturales, la onu, que saben que su tiempo es breve y aprovechan todo lo que pueden. Está el que vive aquí por unos cuantos años y se cree que se lo sabe todo y cada vez se da cuenta que no sabe nada. Está el que escribe un diario de la ciudad, cuando esta ciudad lo que necesita es un “Minutario”. Están los que de verdad aman la ciudad, vienen sin prisa y, sin pedirle nada, hacen las mismas cosas que hacen en la ciudad donde viven: se sientan a leer un periódico, toman un café mirando el río, charlan con un amigo. Está el que viene deslumbrado por la voz del sexo, de la noche y de la aventura y estas tres cosas le desgarran el corazón, le nublan la vista y entregan a su madre el cuerpo que llegó lozano y bello, muerto y lacerado. Está el que lleva viviendo en la ciudad más tiempo que el que vivió en su país y es ciudadano americano y ese sí que se cree que lo sabe todo y su casa es como un consulado, adonde van a parar sobrinos, primos, amigos, ex amantes, amigas de la madre, el cuñado de la hermana… Está el que ha vivido aquí casi toda su vida y está ya un poco de vuelta de los tópicos, de las ventanas, de los cortos, de los largos, que tiene cuerpos enterrados en cementerios sin verjas y a ras de hierba, que se entretiene en primavera, verano, otoño e invierno en fotografiar el mismo árbol, que conoce al perro de la vecina del quince, que invita a una viejecita de 89 años a una copita de Jerez y que, con cautela y miedo, escribe sobre el olor de una panadería, el color de unos ojos, la fuerza de una nevada, sobre el descubrimiento, en una librería de viejo, de un libro de un escritor desconocido que vivió en esta ciudad, Nueva York, y escribió un diario que hablaba de cosas cotidianas que no pasan nunca de moda, como la muerte.

***

Voy con dos amigos al Nelson Rockfeller Park, en Battery Park, donde hay una colección permanente de esculturas de Tom Ottorness. Antes hemos pasado por las heridas de las Torres Gemelas que ya están empezando a cicatrizar. Nos sentamos en el Financial Center, amparados por la sombra de las palmeras y abrazados por los grandes ventanales teniendo a nuestras espaldas las gradas del nuevo circo neoyorquino.

Caminamos luego paralelos al río Hudson hasta el jardín donde están las esculturas de Tom Otterness agrupadas bajo el sugestivo título de The real world. Los trabajos de Otterness son como estrofas de El libro de buen amor (elogiando a la mujer pequeña y satirizando vicios y costumbres) con personajes de la Divina Comedia, el Decamerón o Canterbury Tales: monos que guardan la entrada al parque, un hombrecillo con un lápiz que te mira burlón, un gato espera elástico vigilando a un pájaro que vigila a un gusano que es a su vez vigilado por el gato, Dodo, mitad pájaro mitad pavo, pone un huevo blando que recogen dos figuritas minúsculas, un teléfono sin cordones está comunicando con los poderosos de Wall Street, los enormes pies de algún gigante caído esperan el cuerpo y el peso de los visitantes, el perfil de un dios estrellado en el suelo, un libro abierto cuenta una historia y se llena de lluvia, un ejército de enanos, poniéndote la zancadilla, camina a tus pies, un hombre se arrastra como un perro bajo el peso de las pisadas de los demás, la luz juega una partida de ajedrez con peones de bronce, y la ambición, el poder, y los pecados capitales son como espejos donde quedas reflejado. Una sociedad en miniatura que incluye políticos, banqueros y ladrones, trabajadores y peregrinos, depredadores y depredados, víctimas y héroes, preparada para empezar a trabajar. Y una fuerte presencia de erotismo representado en personajes con grandes penes, testículos y senos.

Este escultor nacido en Wichita, Kansas, en 1952, esculpe metáforas tan barrocas como algunos versos de Góngora y tan minimalistas como los trabajos de Arvo Pärt. Un mundo lleno de emoción con un intenso componente literario. Sus esculturas, regordetas y caprichosamente asimétricas, tienen una oralidad tan marcada que casi se oyen hablar, todas narran historias mezcladas con personajes reales y animales dantescos, vicios y virtudes, todas tienen un buen elemento humorístico porque son como personajes de cómic, y todas provocan en quien las mira un comentario sarcástico o social. Todas te hacen sonreír con amargura o te hacen torcer el gesto alegremente.

Se retratan mis amigos rodeados de las esculturas, mezclándose con los diminutos personajes que, por su ironía, son como gigantes a pesar de su pequeñez.

Pasa un barco por el río procedente de Liliput.

Yo buscaba ayer a la muerte entre los cementerios de las iglesias Trinity y St. Paul en Manhattan pero la vida me llegó cuando visitaba The World Financial Center, teniendo enfrente de nosotros los huecos dejados por las Torres Gemelas. Una banda de música de la escuela James Madison de Brooklyn, llenando la soledad del lugar con marchas festivas, acompañaba a los participantes de una carrera que conmemoraba la que hizo un bombero al enterarse del atentado. Comenzó a correr desde New Jersey a través del túnel para ayudar a los demás. Entró en la boca de lobo y no salió nunca. El fuego lo devoró.

Yo iba buscando la muerte mientras me alejaba de Manhattan en un ferry que me llevaba a Staten Island y me encontré con la vida en unos ojos de manzana, boca de sidra, cuerpo de columna románica, sonrisa de niebla.

Yo iba alejándome de la mañana mientras la maqueta de Manhattan se iba haciendo cada vez más pequeña pero la espuma del ferry, espuma despeinada, me devolvía a la ciudad.

Yo iba buscando bronce que estuviera fundido y me encontré con un mundo medieval que tropezaba entre mis pies.

Yo iba buscando la tarde caminando a Brooklyn y me encontré en el Promenade, donde otro perfil de Manhattan se llenaba de oscuridad.


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