Autor: 21 noviembre 2006

David Gilbert: Los normales
Traducción de Ángeles Leiva
Mondadori, Barcelona, 2006

“La tibieza del sentimiento nunca cambia”. Así comienza una de las mejores novelas norteamericanas de los últimos tiempos. Billy Shine, licenciado en Harvard con el dinero proveniente de un suculento préstamo, se descubre en Nueva York sin trabajo, con una deuda que ha de devolver y una formación cultural y humanista, sin la aplicación práctica para encontrar empleo en la selva de la Gran Manzana. Billy decide abandonar a su novia y durante las primeras páginas asistimos a un vibrante recorrido por la historia más inmediata del protagonista y por la agonía de la redacción de una carta de despedida, en la que el sentimiento de abandono no se puede ocultar con ninguna fórmula del lenguaje. Trata de que su deserción no suene a tal, pero no es capaz de llevar la tarea a cabo. Una tibia amargura anuncia la traición. Casi mantenido por su novia y acosado por las deudas, que no puede satisfacer, acepta la llamada de una empresa médica que solicita voluntarios “normales” para la inoculación de un nuevo fármaco, que ha sido probado en animales, pero que necesita contrastarse en seres humanos.

El personaje es seleccionado, junto con otros voluntarios, cada uno con su personalidad: sus manías, sus miedos, sus obsesiones. La empresa busca ciudadanos corrientes, sin afecciones graves, de complexión normal, en definitiva seres “normales”, y estos son los protagonistas de la novela, y al tiempo, el lector es protagonista también.

David Gilbert, el autor de Los normales realiza un ejercicio de introspección social: analiza las relaciones, los encuentros y desencuentros, entre los distintos protagonistas, los lazos que se tienden en el seno de un entorno controlado y las reacciones que se producen ante determinadas situaciones de presión. Pero sobre todo, es una crónica del desencuentro. Billy Shine se enamora de una compañera de experimento, recibe noticias de la agonía de su madre, su compañero de habitación sufre una crisis nerviosa, que se traslada a otro compañero, en un enfrentamiento cruel que delimita el contorno de la tolerancia o el respeto a los demás. Cada paso del personaje anuncia una destrucción de cuanto le rodea y de sí mismo. Vive temeroso de que descubran su escondite y le obliguen con brutalidad a pagar un dinero que no tiene. Los que le rodean son como planetas en órbita elíptica, que se alejan y se acercan sin que el joven Shine sepa discernir el lugar que ocupa en sus ánimos, si es apreciado u odiado.

A lo largo de la novela, David Gilbert utiliza a Billy Shine como un catalizador de emociones. Sus compañeros ven amplificadas sus sensaciones en relación con él, mientras que nuestro hombre se sumerge en una apatía creciente, donde las decepciones no son más que una continuación de lo que ha sido su vida, al lado de unos padres que le ignoraron, y a los que él ignora cordialmente o con rencor, según los momentos. A lo anterior se añade la voluntad de su padre de suicidarse llegado el caso, y que Billy practique la correspondiente eutanasia.

Los registros temporales de esta novela son un camino pausado, un tapiz que Gilbert va tejiendo sin prisa pero sin pausa, y que conforman el cuadro de una sociedad banal, donde cada personaje tiene su propio color y las frases se unen entre sí con la fluidez de un narrador de pulso, que se ha curtido en campos de batalla literaria de primer orden, como Harper’s o The New Yorker.

“En la habitación 306 se respira sueño y aire acondicionado”. “Rodney Letts presenta un aspecto miserable se mire por donde se mire. Sobre él se cierne una expresión ojerosa, así como una higiene improvisada, como si se hubiera aseado a lengüetazos aquella misma mañana y se hubiera llenado los bolsillos con muestras gratuitas de perfume”. “Billy está dormido, o finge estarlo, confiando en poder engañarse a sí mismo y quedarse dormido de verdad; con los ojos cerrados, la boca abierta, exhalando zetas”.

David Gilbert escribe con una poética urbana, de imágenes certeras y análisis serios sobre las personas y sobre la cultura, interpretando que la vida es una enfermedad del espíritu (al modo de Novalis, para quien la vida es “una acción apasionada”), con la diferencia de que el protagonista quiere participar de su vida, sin que hasta ahora ello le sea posible. La empresa médica cuida de la sonrisa de los ciudadanos, de su bienestar y ataraxia permanentes, pero por debajo subyace el desasosiego y la tristeza vital, el desconcierto del día a día rodeado de semejantes y, sin embargo, solos.

En definitiva, Los normales, y es lo más dramático del asunto, nos habla de nosotros, de la gente “normal”, con unas páginas sobresalientes.

José Ángel Gayol


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