Autor: 24 enero 2006

Benjamín Prado: Mala gente que camina
Alfaguara, Madrid, 2006

No creo que haya que darle muchas vueltas a la cuestión para concluir que Mala gente que camina, la hasta ahora última novela publicada de Benjamín Prado, es, por muchas razones, una obra notable. Así lo sugiere su asunto de fondo —el robo de los hijos de presas republicanas por las autoridades franquistas en la inmediata posguerra para entregarlos a familias afectas al régimen—, pero no en menor medida la manera en que se aborda ese sombrío tema mediante las indagaciones casi detectivescas de un profesor de literatura de un instituto que, si en principio sólo busca investigar en torno a Carmen Laforet para pronunciar una conferencia en Estados Unidos, resultará favorecido por el azar, encarnado en la madre de un alumno, que le traerá la posibilidad de acercarse a la interesantísima figura —quizás sobre todo por ficticia— de Dolores Serma, militante de la Sección Femenina, colaboradora de Mercedes Sanz Bachiller en las labores del Auxilio Social, pero también, y sorprendentemente, autora de Óxido, una olvidada novela de alcance simbólico que parece denunciar las humillaciones sufridas por esos niños y madres derrotados no sólo en la contienda civil sino en la vida. Desde aquí, el intento de revelar las claves que ayuden a entender esta contradicción perfilará los trazos más generales de un relato cuyo desenlace se intuye, acaso, más de lo que debiera y es posible que demasiado pronto.

Finales aparte, pienso que el texto compone una singular propuesta donde Benjamín Prado no ha vacilado en protegerse a la sombra del árbol galdosiano para afirmar su voluntad de reinterpretar el presente a la luz del pasado más o menos inmediato o atreverse con la siempre difícil armonía entre la Historia y la imaginación —Dolores Serma ha sido en este punto una eficacísima ayuda—, acudiendo a la voz escéptica y la mirada oblicua de un antihéroe llamado Juan Urbano, tan alegórico y representativo en su nombre y en su ser como el Ramón Villaamil inventado por don Benito, para sacar a la luz no sólo los secretos de un tiempo ya ido sino, en apuesta de mayor alcance, las mentiras de la condición humana. Lo cual, frente a las comodidades de un narrador en tercera persona, implica, desde otro ángulo, asumir los riesgos de la técnica autobiográfica (de cuyas exigencias y problemas ni siquiera Pérez Galdós consiguió quedar al margen, tal y como él mismo manifestaba en un prólogo a las dos primeras series de sus Episodios nacionales). Lástima que a la valentía no la haya acompañado el éxito, pues, a mi juicio, el recurso de las conversaciones entre el personaje y su madre para suplir las carencias derivadas de una perspectiva limitada, la de quien habla de lo leído y no vivido, y lograr compensar desequilibrios ideológicos resta credibilidad y fuerza a un discurso que, por distintos conceptos, hubiera merecido mejor suerte.

De otro lado, es claro que para alcanzar su objetivo el escritor ha confiado a la literatura y lo literario un importante papel. Surgen, así, aciertos como la casi perfecta —por no decir que perfecta— recreación de los ecos existencialistas y el estilo antirretórico de la gran narrativa española de los cuarenta en las citas de Óxido que se nos dan a conocer o las reflexiones sobre el proceso de construcción de la novela que tenemos en nuestras manos. Sin embargo, considero que el peso libresco llegar a ser excesivo. Las lecturas a las que Prado ha acudido para documentarse (desde testimonios y estudios acerca de la situación de las reclusas en las cárceles franquistas hasta la producción del psiquiatra Antonio Vallejo Nájera o las memorias de Dionisio Ridruejo, libro de presencia casi obsesiva) y su propia pasión culturalista le han impedido sentirse libre; son demasiados los niveles que se cruzan —fragmentos de la bibliografía consultada, de pasajes de las conferencias que Juan Urbano debe dictar en Estados Unidos o de los del ensayo que compone sobre la narrativa de la primera posguerra, titulado Historia de un tiempo que nunca existió— hasta hacernos perder el referente de base, de forma que, en ocasiones, es necesario recapitular acerca de qué se está leyendo y Mala gente que camina, como tal novela, se nos aleja más de lo conveniente.

Con todas y con esas (y con algunas otras: el cinismo de segunda mano con el que nuestro profesor se relaciona sexualmente con las mujeres, algo chirriante a estas alturas, la especie de moraleja última, tan prescindible…), no cabe dejar pasar de largo la oportunidad que Benjamín Prado nos ha brindado de descubrir y aceptar una terrible parte de nuestra Historia (también de descubrirnos y aceptarnos). Sin duda, es un ejercicio que la conciencia agradece.

Carmen Alfonso


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