Autor: 3 noviembre 2008

Vicente Duque

¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!

(Así habló Zaratustra, «De la Redención»)

… apariencia y fuego fatuo y danza de fantasmas

(La gaya ciencia, aforismo 54)

Maestro de la sospecha

«Maestro de la sospecha» llamó Michel Foucault a Nietzsche. El epíteto hace referencia a esa dimensión del pensamiento nietzscheano que durante mucho tiempo ha permanecido eclipsada por las grandes cuestiones del superhombre o el eterno retorno, cuestiones impregnadas por toda una literatura crítica posterior —sobre todo cuanto atañe al ideal del superhombre— de ciertos atavismos románticos, deudores de una concepción todavía metafísica de una historia poco o nada coherente con la concepción que se hacía el propio Nietzsche de esa misma historia, y de la cultura de la selección que la construye, como valor. El filósofo sería el creador de valores, y entre ellos se incluye a la misma construcción conceptual llamada «razón», en realidad un largo proceso degenerativo en el que se han ido afirmando los ideales nihilistas, los que niegan todo cuanto es fiel al «espíritu de la tierra». El consenso de los sabios, de todos aquellos que desde Sócrates se empeñaron en implantar de manera permanente «contra los apetitos oscuros» una luz diurna —se afirma en Crepúsculo de los ídolos— es una expresión de decadencia. El impulso ascendente de la razón no es sino la fórmula invertida de una enfermedad, un método de sanación que agrava lo que pretende corregir. De la sospecha, que aquí es sospecha de las construcciones de la razón, se deriva, casi instintivamente, el gesto del hermeneuta, del «perforador», del «horadador», del «socavador» de los bajos fondos que hurga «hacia abajo, hacia el fondo, hacia adentro, / hacia cada vez más profundas profundidades».

¿Pero qué había de inédito en el tratamiento que Foucault concedía a Nietzsche?, ¿es acaso «maestro de la sospecha» un apelativo altisonante que encubre sólo un exceso de ceremoniosidad o pedantería? Probablemente no —aunque conviene no descartar cierto gusto por las fórmulas solemnes, sobre todo en filósofos, como el mismo Nietzsche, proclives al histrionismo, o a la práctica de un estilo dotado de una «sonoridad plena, profusamente arrebatadora, a veces ligeramente untuosa», como escribió con acierto un lector pionero, Georg Brandes—; «sospecha» atañe, en realidad, a la meditación sobre las palabras, los núcleos del pensamiento de cuya destrucción se derivarán como efectos generados todas las transvaloraciones, incluidas aquellas que motivarán una nueva lectura de la racionalidad occidental y de su moralidad como malentendido. Según fórmula del mismo Foucault, que así convierte a Nietzsche en pionero del «giro lingüístico» que habrán de instaurar definitivamente las filosofías del nuevo siglo, el filólogo Nietzsche habría abierto para nosotros, al igual que un desgarro en el velo extendido de la razón, un espacio en el que como sobre un escenario teatral surge el lenguaje en su multiplicidad enigmática. El descubrimiento de tal espacio, vinculado a la teoría circular de la interpretación, sería rigurosamente contemporáneo a las primeras tentativas literarias de reagrupamiento del lenguaje en una unidad que, como afirmará más tarde Heidegger, no es otra cosa que la manifestación desvelada del Ser.

«Multiplicidad enigmática del lenguaje»: al redescubrimiento del lenguaje como enigma atribuye Foucault la revalorización y reactualización de todas las técnicas de la exégesis, técnicas que ya no estarán consagradas, al igual que en la antigüedad renacentista y postclásica, al reencuentro de la palabra adánica, prebabélica, sino al descubrimiento de todos los significados ocultos e impensados que acompañan a nuestras palabras. La exégesis moderna, y esa manifestación particular de tal exégesis llamada crítica literaria, no será una réplica de las técnicas arcaicas de interpretación: si en estas se partía de las palabras para descifrar en ellas la Palabra divina, en la nueva interpretación se tomarán las palabras para descifrar en ellas todo cuanto está más allá de las fronteras de nuestra experiencia, algo que ya no es un discurso primero, ni siquiera esa réplica simbólica de un conocimiento no verbal fácilmente formalizable según el sueño universalizante de la lógica, sino la existencia del lenguaje en su ser bruto. Nietzsche, con su meditación sobre el signo y el valor de las palabras, inau­gura la sospecha sobre lo consabido en el sentido de que su labor teórica, construida sobre la exégesis de algunas palabras griegas, a decir de Foucault —al igual que Marx habría hecho la exégesis del «valor», o Freud la exégesis de las palabras mudas que sostienen o cruzan nuestro discurso—, encuentra en la hermenéutica un sentido radical que no le había atribuido Schleiermacher. El espacio teatral del lenguaje del que hablábamos con anterioridad es también a partir de Nietzsche un espacio de incertidumbre en el que se descree de cualquier relación estable entre lo significado y las palabras que lo significan, en el que se niega un vínculo, antes pretendidamente perdurable, que no sea tributario de un gesto de violencia e interpretación forzada.

Un mundo convertido en fábula

Hermenéutica, pues, es mucho más que una metodología de análisis y comprensión de una suerte de realidad textual preexistente: es una reflexión que nos permite desarrollar desde el propio lenguaje el espacio de autoimplicación en el que se va a desarrollar una proliferación de los signos. En el coloquio internacional sobre Nietzsche celebrado en Royaumont, en 1964, Foucault había atribuido al filósofo trágico la idea de que la filosofía misma es una filología sin término, una permanente búsqueda de un significado original inexistente. Antes de que podamos hablar de signo existe ya esa relación, deudora más de la violencia que de la elucidación, llamada interpretación. La palabra no indica un significado: impone una corriente interpretativa que precede al signo en sí mismo y que convierte a ese signo en interpretans de otros muchos interpretans anteriores. No hay interpretandum benévolo o malévolo, o marca coherente, permanente y sistemática, sino signos capturados en un constante flujo de interpretaciones que regresa siempre sobre sí mismo y que instaura un tiempo circular, por oposición al tiempo lineal, con vencimiento, de la dialéctica.

Entendiendo que «semiología» designa el conjunto de técnicas que nos permiten establecer dónde están los signos, y que «hermenéutica» —incluso en su acepción más restringida— designa el conjunto de técnicas que posibilitan que los signos desvelen sus diferentes sentidos, hallaríamos que, con Nietzsche, ambas disciplinas se convierten en feroces enemigos merced a un agravamiento de las discrepancias que entre una y otra se venían estableciendo a lo largo del siglo xix. Una hermenéutica ceñida a una semiología tendía a creer en la existencia absoluta de los signos, abandonaba la violencia —los trayectos inacabados, la infinitud de las interpretaciones, en suma— para hacer reinar la presencia del índice y de la significación. Por el contrario, una hermenéutica que se desarrolla sobre sí misma abatirá las fronteras del signo y la significación como positividad a él vinculada para abrir una región en la que el lenguaje prolifera en un murmullo exterior. El tiempo circular que la hermenéutica impone alimenta, pues, un proceso que es más de desfundamentación que de fundamentación. Entidades sustanciales como las de «sujeto» y «objeto» revelan ahora su carácter de juicios, construcciones, interpretans que la empresa hermenéutica difumina y esconde tras nuevas construcciones añadidas: todo signo tiene tras sí una interpretación y una perspectiva, es un lugar derivado y no apto como unidad fundante. Con Scheleiermacher la hermenéutica ya había tomado conciencia de la imposibilidad de pensar el acto interpretativo como identificación —fuera esta en sentido gramatical o psicológico— con el objeto, con el texto que había que interpretar. Con Nietzsche se extiende al lenguaje entero este principio general de incertidumbre, aun a riesgo de entender su hermenéutica como lo que en efecto es: una asunción plena del nihilismo, un relectura radical, genealógica, de toda la tradición filosófica de Occidente.

Sabido es que Nietzsche entiende por nihilismo la suma de todas las fuerzas negativas que hacen que la vida aparezca desposeída de valor. El resentimiento desarrollado por el cristianismo, máxima expresión de nihilismo en esta primera acepción, habría conducido al desprecio de la vida mediante el recurso a conceptos como el pecado o la culpa. Democracia y socialismo, bajo las diferentes especies de la democracia ateniense, el librepensamiento, la Reforma, el nuevo régimen nacido de la Revolución Francesa o el ideal de emancipación auspiciado por las asociaciones obreras, con sus perniciosas tendencias igualitaristas, no serían sino derivaciones de ese inicial movimiento aniquilador de la vida: nihilismo negativo, reactivo y pasivo, a decir de Deleuze, cuyos efectos, en una larga gradación, alcanzan hasta el último hombre.

Sin embargo, también es posible interpretar que nihilismo —y a esta segunda acepción nos referimos cuando afirmamos que el nihilismo es la esencia, lo que es y acontece de la hermenéutica— designa la desvalorización de todos los valores supremos, incluso de aquellos velados bajo la metáfora de la virtud o la luz diurna, esos mismos ideales de carácter reactivo que desprecian a la vida. Como correlato a la pérdida de toda instancia objetiva, ética y ontológica, como correlato a la desaparición de la idea inmutable de signo, la hermenéutica propone la deliberada ficcionalización del mundo considerado hasta hace poco como mundo real: de «cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula». El mundo real es, pues, un mundo de signos sobre el que se ha operado una mitologización de ciertos conceptos-fetiche; frente al «mundo verdadero», cuya mera existencia es una idea superflua, el filósofo debe denunciar el delirio teórico de un conocimiento sobre el que la moral ha edificado conceptos que se pretenden perdurables.

Lo inédito de la empresa nietzscheana, que por lo hasta aquí expuesto podría parecer una nueva variante del viejo relativismo solipsista que algunos hacen remontar hasta Cratilo, partidario de descartar las palabras por su inadecuación a un «fluir» incesante de las cosas, es que, llegado a este punto, el filósofo plantea la asunción de la vocación nihilista por parte de la hermenéutica incluso en el plano de la lingüisticidad, incluso en el sentido de la deconstrucción lingüística de los enunciados filosóficos que, ignorando y falseando el conjunto de fuerzas activas sobre el que reposa la vida, han dado origen al «conocimiento». En el breve y decisivo trabajo de 1873 titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, el joven Nietzsche ya advertía que en la construcción de conceptos quien trabaja originariamente es el lenguaje, auxiliado más tarde por la ciencia; el científico trabaja, como una abeja que rellena de miel las celdas de un panal, en un columbarium de conceptos articulado previamente por el lenguaje. Si la del «mundo verdadero» es una idea superflua lo es porque como idea no puede desmentir su carácter ilusorio, debido, en último extremo, a su plasmación en un vocablo. Pero la sospecha, la desconfianza del hermeneuta no es solo desconfianza parcial hacia el lenguaje o la formulación discursiva del concepto: no existe un estado prístino de la idea con anterioridad a esa misma formulación discursiva. En sus cursos de Basilea Nietzsche había expresado la idea de que no existen conceptos universales, unívocos, a los que con posterioridad se haga corresponder exactamente con sus nombres. Al contrario: labramos los conceptos a través de su uso en el lenguaje y es gracias a este que aquellos cobran vida y se transforman. La lingüisticidad no es una órbita ajena o un aspecto instrumental del intelecto: es el intelecto mismo. En función de esta condición lingüística que crea y que, nihilista, destruye —merece la pena recordar aquí las palabras de Nietzsche a propósito del «placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer del destruir»— el conocimiento se nos revela como ficción, ilusión creada por animales inteligentes «en el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal» y destinada a perecer, como se nos recuerda en la fábula con la que se inicia Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. El socavador de los bajos fondos trabajará en los conceptos como en fantasmagorías y productos de un hacer, de un «hacer abstracción» elaborado a su vez sobre residuos de metáforas.

Se ha hablado, a propósito de Nietzsche, de una generalización «abusiva» de la noción de interpretación, que había llevado, como última y radical consecuencia, a esta concepción del conocimiento como ficción creada por animales inteligentes. A este propósito conviene tener presente que en Nietzsche hablar de «error» o de «falsificación» no equivale a denunciar el conjunto de conocimientos como algo opuesto a la «verdad»; el problema que esta actitud hermenéutica radical plantea no es que exista ilusión «del» o «en» el conocimiento, sino que el conocimiento mismo sea una ilusión, una ficción. «Ficcionalismo» es un término que, como es evidente, nos relaciona de nuevo con la transformación del mundo en fábula, construcción textual literaria, composición y conjunto de incidentes, de peripecias, que articulan y componen la acción. Esta dimensión literaria del vocabulario nietzscheano no opone frontalmente Literatura y Ciencia, de un modo semejante a como en Grecia se oponían Poesía —narración de los acontecimientos como estos han podido ser— e Historia —narración de los acontecimientos como estos realmente han sido—. No hay aquí una dinastía de lo real o verdadero opuesta a una dinastía de lo irreal o engañoso: Nietzsche extrema su posición interpretativa nihilista haciendo del hablante una instancia artísticamente creadora que solo desde el olvido de su inicial dimensión literaria —olvido necesario, toda vez que es el que le permite vivir en un mundo dotado de alguna tranquilidad, seguridad y coherencia— ha podido erigir los ídolos de su conocimiento. Así pues el ficcionalismo, entendido como retórica del lenguaje y de toda actividad humana que esté ligada al mismo, figurará en el centro de interés de la nueva e intranquilizadora actitud hermenéutica, que solo así puede ser cabalmente entendida como filología sin término.

El final de los dos mundos

Las consideraciones de Nietzsche sobre retórica y lenguaje aparecen dispersas a lo largo de sus escritos, sin embargo, y a pesar de esta dispersión, su insistente reaparición bajo la especie de aforismos o máximas que buscan poner de relieve la tesis de la naturaleza trópica o figurativa del signo nos demuestra la esencialidad de una idea: la de que la relación entre las palabras y los conceptos que pretendidamente estas significan es una relación trópica, una relación planteada como un juego de sustituciones lingüísticas en permanente expansión, un juego cuya regla ninguna racionalidad puede delimitar y ningún entendimiento conocer por el simple hecho de que en él la regla es el lenguaje y el lenguaje es retórica. El ficcionalismo se halla inscrito en el decir del filósofo; cualquier comentario que pueda hacerse deberá partir de este presupuesto, que no es un origen, ya que en sí mismo es una interpretación: discurso figurado, metafórico —imaginario y sin referencia concreta a un discurso real inexistente— que interpreta en tanto que significa. «¿Qué es entonces la verdad?» —se pregunta Nietzsche en el famoso pasaje con el que se inicia Sobre verdad y mentira en sentido extramoral— «Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal». Abandonado a la retórica, hasta el punto de hacerse indistinguible de la figuración, el lenguaje no hace otra cosa que crear nuevos tropos. La actividad hermenéutica es así nueva metaforización, tráfico de monedas desgastadas, metaliteratura en la que las palabras son términos imaginarios de una relación metafórica en la que ellas mismas son términos literales previamente metaforizados. Al margen de las determinaciones tradicionales del discurso literario (un sentido literal frente a un sentido figurado; un sentido recto frente a un sentido alegórico), toda palabra o metáfora irá siempre precedida por una relación hermenéutica que solo podrá ser indagada con el recurso a nuevas metáforas. El mismo círculo hermenéutico, esa «circularidad viciosa» ante la cual, según Heidegger, tan recalcitrante es la mentalidad científica contemporánea, asume con Nietzsche una dimensión simultáneamente retórica y cognitiva: si cada interpretación debe haber interpretado ya para poder interpretar, aunque haya sido «oscuramente» y como precognición, cada metáfora debe haber metaforizado previamente para poder metaforizar, esto es, debe poder remitirse a una metáfora previa, y esta a su vez a otra, y esta a otra…

El hombre es un artista creador merced a esta actividad metafórica. La metáfora inicial, por así decirlo, no habría consistido sino en la extrapolación de un impulso nervioso a una imagen y en la extrapolación inmediata de esa imagen a un sonido. El círculo retórico hace del artista una presa capturada en las redes del lenguaje, en tanto que usuario de las palabras. La red en la que se debate y de la que es presa permanente es una cadena alegórica de elementos figurados cuyo sentido aprehendido, manifestado ante nosotros de manera inmediata, encierra otro sentido oculto y siempre ausente que, no obstante, nos vemos obligados a dilucidar, y que en ese esfuerzo constante de indagación solo puede ser a su vez parcialmente aprehendido desde las alegorías preexistentes y desde otra nuevamente creadas. Lenguaje es, pues, sinónimo de ficción edificada sobre una cadena de tropos carentes de verdad. En consecuencia, paradójicamente, a partir de ahora ya nada es aparente: no queda nada perteneciente al rango de la apariencia porque la universalización de lo literario desmiente no solo los criterios mismos de verosimilitud o adecuación a la verdad que las poéticas clásicas imponían, sino la existencia de un linaje de la mentira o la ficción, configurado con arreglo a esos mismos criterios; ningún tropo irreal se opone a nada semejante a la verdad, porque esta no existe, el tropo es lo único existente. Como concluye Nietzsche «al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente».

Hermenéutica y retórica trascienden, pues, su condición de disciplinas auxiliares de la lectura y el desciframiento de textos a partir de esta concepción tropológica del lenguaje. Hablar es, simultáneamente, metaforizar e interpretar en un proceso inconcluso. La hermenéutica, como actividad que trabaja en el espacio de autoimplicación en el que proliferan los signos, reúne en sí misma aquellas características de tekné y dynamis que eran propias de la retórica y que Nietzsche había descrito en sus cursos de Basilea: como conjunto de conocimientos y aplicaciones técnicas sobre textos, la hermenéutica posibilitará la confección de conceptos analíticos que revelarán el carácter figurado de nuestros vocablos, y que, en un sentido metalingüístico, circular, operarán sobre sí mismos en tanto que unidades metafóricas; como ejercicio dinámico, de fuerza, privilegiará de cada tropo aquel matiz que sea capaz de impresionar, de ser eficaz y servir mejor al efecto de persuasión, porque esa y no otra es la función última de nuestro lenguaje y también la función última de nuestra interpretación de las palabras: la construcción de un híbrido de técnica y fuerza persuasiva que, violentando lo ya dicho, conceda un valor de verdad, por precario que sea, a nuestro propio decir.

¿Qué instancia puede provocar o detener el proceso interpretativo si los valores de «verdad» se han revelado ilusorios, si el material lingüístico con el que se construyen los conceptos es un material figurado, trópico, que carece de un referente estable, que parece capacitado para transmitir únicamente doxa, y no episteme? El ficcionalismo nietzscheano parece desembocar, inevitablemente, en una concepción generalizada de la interpretación y del mundo como conflicto de interpretaciones en permanente expansión hacia un nuevo infinito. El «adivinador de enigmas», el «redentor del azar» será un simulador consciente del carácter fragmentario y ficticio de sus simulaciones, emplazamientos de dispersión y reenvío en los que fuerzas activas y reactivas crean y destruyen sus cambiantes mitologías para liberarnos de toda nostalgia de un origen.

Nuestro nuevo infinito

Un fragmento del aforismo 374 de La gaya ciencia afirma: «El mundo se nos ha convertido otra vez más en infinito: en tanto que no podemos descartar la posibilidad de que comporte infinitas interpretaciones». En una suerte de macrocosmos lingüístico en el que unas palabras generan otras nuevas arrastradas por una semiosis que no tiene término, en el que las interpretaciones, discursos alegóricos y figurados privados de cualquier referente «real», se suceden con rapidez, la voluntad de poder —entendida como elemento genealógico, diferencial y genético a la vez, de las fuerzas que la interpretación pone en juego— es la que interpreta, es decir, es la que concede vigencia a una interpretación sobre otras. En la construcción alegórica llamada realidad, un inicial sentido aprehendido encubre otro sentido oculto y siempre ausente cuyo significado nos vemos obligados a intentar dilucidar; pues bien, voluntad de poder es precisamente ese impulso adivinatorio, esa capacidad de trascender una forma dada —que aquí puede ser entendida como forma lingüística unívoca, pero cuya adecuación a la «verdad» es «una idea que ya ni siquiera obliga», en palabras de Nietzsche— mediante la creación de otra forma que margina y reinterpreta la precedente. La interpretación hegemónica, vigente sobre otras interpretaciones preteridas, es sólo momentánea cualidad de la voluntad de poder, discurso ficticio transitoriamente entendido, en términos retóricos, como sentido recto de otros discursos que componen con él una relación de fuerzas siempre cambiante y en metamorfosis. La condición proteica de las interpretaciones designa su esencia, su modalidad de existencia, y justo es reconocer que la tensión de fuerzas provoca violencia y confrontación en un mundo que se configura explícitamente como conflicto de interpretaciones, campo de Agramante de fábulas que se pretenden mundos verdaderos por exclusión de otras fábulas. La derrota, la exclusión, es el efecto natural de toda experiencia hermenéutica; inicialmente, y en el ámbito de la lingüisticidad, porque toda interpretación supone la consideración exclusiva como evento de lo dicho sobre lo no dicho, posteriormente, y en el ámbito de lo cultural, porque la suma de los eventos considerados a la luz de la interpretación dominante solo puede hacerse sobre cesuras trágicas que relegan al olvido lo que para tal interpretación hegemónica ni siquiera ha sido: la mentira literaria, la ficción, en suma, siempre opuesta a lo real. Pero si tanto el mundo verdadero como el mundo aparente son ideas fagocitadas por un discurso tropológico que tiende al infinito, a ser infinitamente interpretado, ¿no se convierte toda interpretación en una interpretación «de proscenio», «de fachada», parafraseando la famosa expresión con que Nietzsche califica a la filosofía?, ¿no es toda interpretación, como toda palabra, también una máscara, y, más concretamente, una máscara teatral? Deleuze, en su día, defendió la tesis de que El nacimiento de la tragedia no se había limitado a ser una reflexión sobre los orígenes del teatro, sino que era, de hecho, un intento de fundación práctica del teatro del futuro, hacia el que su autor aún creía posible impulsar a Wagner. El Zaratustra sería, así, un libro concebido en el ámbito de la filosofía, pero hecho también para la escena con la intención de colmar, en un vertiginoso juego de máscaras superpuestas, el vacío interior de la máscara —de la palabra, diríamos— en su vasto espacio escénico. Según Foucault, Nietzsche habría contribuido a disipar «la filosofía de la representación, del original, de la primera vez» mediante el retorno trágico de la filosofía-teatro. Lejos de la copia, la mímesis, la imitación de una verdad o realidad preexistente, la actitud hermenéutica de la nueva filosofía habría ayudado a desplegar un espacio lingüístico y tropológico «multiplicado, poliescénico, simultáneo, fragmentado en escenas que se ignoran», en el que la lucha, la confrontación de las diversas hablas, las diversas interpretaciones, suscitaría momentáneos efectos de verdad.

La hermenéutica de Nietzsche, desde el ámbito de la lingüisticidad y la retórica, con las armas humildes de la crítica filológica, revela, pues, el carácter fabulístico del mundo verdadero. Del recuerdo del decadente Sócrates, del viejo curandero Platón, el mismo filósofo que había puesto en guardia al pensamiento sobre el presunto efecto mistificador de la metáfora —la figura que no solo creaba una realidad simulacro, sino que desrealizaba, esto es, destruía aquella misma realidad lingüística preexistente que la constituía en tanto que figura—, solo nos queda un «rubor avergonzado». El nuevo pensamiento de la interpretación será el del filósofo-artista, el del que tiene el valor de decir sí incluso a lo problemático y terrible, el del que «trepa por mendaces puentes de palabras / sobre un arco iris de mentiras», el del que «fija su mirada largo tiempo en los abismos, / en sus abismos», el del que afirma con desmesura dionisiaca su voluntad de vivir en el filo mismo de las palabras que nos representan. Al igual que en la estampa inolvidable de ese caminante estoico con el que se despide el joven Nietzsche de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, que se envuelve es su manto cuando el nublado descarga sobre él y se aleja lentamente bajo la tormenta, hemos aprendido a adaptar cada verdad como una máscara «de facciones dignas y proporcionadas», una máscara jovial, poética, afirmativa. Voluntad nihilista y voluntad estética, tal vez las mismas que animaban a la gaya scienza de cantores y caballeros, alimentan y concilian ahora, a partes iguales, los placeres de la construcción y de la destrucción de las palabras en un común devenir poético. Para el hermeneuta, para el artista, para el socavador de las verdades, no hay ya más apariencias o realidades; el reconocimiento de sus palabras como ficticias no presta ya valor de verdad a las palabras de los otros. El miembro de la comunidad de espíritus libres con la que tantas veces soñó el ermitaño de Sils-Maria ha decidido utilizar artísticamente la falsedad y la mentira, puesto que sabe de qué depende el efecto de verdad: ficción, como apariencia, significa solo una realidad «seleccionada, reforzada, corregida», es decir, sometida a interpretación, una vez más. ■ ■


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