Autor: 16 noviembre 2008

Pelayo Fueyo
Poesía completa
Pre-Textos, Valencia, 2008

Cabría preguntarse por qué la obra de Pelayo Fueyo (Oviedo, 1967) no ha alcanzado el puesto que merecía en la poesía española. Es cierto que figura en algunas antologías importantes y que sus últimos libros han sido publicados por editoriales de primera línea. Pero, con todo y con eso, su trascendencia está por debajo de su calidad y no es el nombre indiscutible que debería ser. Si la poesía es un género minoritario, y parece ser que lo es, Pelayo Fueyo es aún más minoritario: acaso un poeta de culto, apreciado por unos pocos; un raro entre los raros.

Fueyo ha publicado ahora su Poesía completa (tal es el soso título) y quizá sea esta una estupenda oportunidad para darse a conocer entre un público más amplio. Es la ocasión, al menos, de revisar una obra llena de complejidades, coherente consigo misma desde los primeros textos a los últimos; una obra que se nutre de pensamiento y de experiencia y de la propia literatura para ir siempre un poco más allá de lo inmediato, de lo evidente y consabido.

La alegoría, lo arcano, la paradoja, el secreto encerrado en una caja cuyo contenido solo podemos conjeturar… Con esos materiales construye Pelayo Fueyo sus poemas, que parten siempre de la realidad cotidiana para indagar luego sus misterios significativos, todo aquello que no se aprecia con un vistazo. Unos pocos símbolos se repiten de continuo: el espejo, el reloj de arena, la rosa, el guiñol… Objetos y formas que sirven para tratar de explicar la infancia o el encuentro amoroso, que se convierten en vehículos para un conocimiento más hondo de la existencia y sus asombros.

Su primer libro, Memoria de un espejo (1990), rastrea la propia identidad, reconociendo, como Alicia, un mundo paralelo de significados en donde las preguntas del pasado nos llevan a algunas respuestas y a nuevas perplejidades: ¿qué nos ha dado el tiempo? ¿Qué hay detrás de las máscaras? ¿Somos el original de nosotros mismos o una mera copia adornada de rutinas? Hay en estos poemas una angustia atormentada y un ansia por eludir el desconcierto, pago habitual de los que buscan ese secreto encerrado, ese arcano. Un tono pesimista que ya no dejará de impregnar las sucesivas entregas.

En El mirador (1992) se interroga a los objetos: el tablero de ajedrez, la caracola, el atlas o el baúl abierto. Da la impresión de que la identidad tan trabajosamente buscada se difumina en presencia de las cosas. Surge entonces el apetito de no ser, o más bien de no estar; un deseo de otredad que limpiaría la mirada para ver con mayor claridad el mundo que nos rodea: «En el cuadro hay un hombre que, desde un malecón, / contempla el horizonte, por el que cruza un barco. / El hombre que yo hubiera deseado haber sido / mira desde ese barco hacia ese malecón, / sin ser representado, sin poder ver a nadie / más que a mí contemplando el cuadro que lo ignora».

Existe una cierta continuidad entre los dos libros siguientes, Parábola del desertor (1997) y La herencia del silencio (2003): poemas de pensamiento más puro, más analítico, en los que las alegorías se hacen transparentes y, quizá paradójicamente, las emociones pasan a primer plano. Abundan los poemas amorosos y los homenajes literarios: Hölderlin, Trakl, Rilke, Pessoa o Leopoldo María Panero entre los estrictamente contemporáneos. Esos nombres, junto a los de Borges, los poetas simbolistas franceses y el 27 español constituyen otros tantos puntos de referencia para orientarse en una poesía que nunca resulta fácil ni evidente, que siempre parece decirnos que hay una puerta aún por cruzar y que el premio será el conocimiento o nada.

A los títulos publicados, Fueyo añade en su Poesía completa un poemario inédito, La danza del ocioso, que retoma todas sus obsesiones (la infancia, el asombro amoroso, la identidad, la muerte) con procedimientos como el monólogo del arquetipo (un actor, un moribundo, un loco) o el poema-relato de tintes metafísicos. Es acaso la obra donde Fueyo resulta más claro, sin dejar de ser complejo, donde la carga experiencial adquiere más relevancia, aunque lo que de verdad interese al poeta es, de nuevo, aquello que está detrás, que no se hace patente a la mirada.

Poesía difícil, apta solo para paladares entrenados (lo que quizás explique su carácter minoritario), la obra de Pelayo Fueyo ha ido creciendo en hondura a cada nueva entrega y aceptando mayores retos. En una elocuente fábula borgiana, leímos cómo un rey premiaba a tres poetas: al correcto y canónico, un espejo de plata; al que emocionaba y deslumbraba, una máscara de oro; al que contemplaba la belleza prohibida, una daga para morir. Pelayo Fueyo pertenece a esta última estirpe.

José Luis Piquero


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