Autor: 21 enero 2009

Orhan Pamuk
Otros colores
Mondadori, Barcelona, 2008

Este libro de fragmentos, de perfiles de instantes, puede leerse gratamente como coda a su evocativo Estambul. Ciudad y recuerdos. Los lectores de Pamuk volverán a reconocer la textura de la ciudad por la que viajaron de la mano de un niño que se iba haciendo mayor. De nuevo es la ciudad —Estambul— la excusa para hablar de sí mismo, de su narrativa, de la identidad compleja del yo individual y el yo colectivo.

Estos fragmentos apuntalan el todo de una autobiografía. Salvo para los cegatos sin remedio, la vida nos va insinuando los detalles, los pliegues inadvertidos de que está hecha y sin los cuales no podría explicarse en su extraña plenitud. Pamuk los retoma en este libro, cosa que agradecen las finanzas de sus editores y, de paso, sus muchos lectores.

Dividido en varios bloques, disparejo pero embrigador, Otros colores plantea de fondo el dilema de la identidad en la obra del Nobel turco. Mercedes Monmany ha hablado con acierto de la construcción de sus novelas a partir de la «deconstrucción» del yo, de la identidad, de esa falta de cordialidad, al fin y al cabo, consigo mismo. Al hablar de lo que de real y de sucedáneo tiene la identidad propia, Pamuk se adentra en un problema de transferencias que va más allá del acomodo privado. Las oscilaciones de la identidad turca, la busca de un modo de habitar el mundo según el nombre que figura en el pasaporte (Türkiye), ha dado pie a sentimientos enfrentados. Humillación y orgullo. Atracción y pesadilla. Nostalgia y peligro. Amistad y resentimiento. Ante esta dualidad incontrolable, escribe Pamuk: «Para los que, como yo, viven sumidos en la imprecisión de las fronteras y entre libros, Europa ha sido siempre un futuro, un sueño; un deseo bueno o malo, querido o temido, un objetivo o un peligro que se acerca. Un futuro; pero nunca una evocación».

La dualidad entre Oriente y Occidente, sugiere Pamuk, hay que asumirla no tanto como un desarreglo por el que sentir ansiedad, incluso vergüenza. Antes al contrario. Hay que convivir con esta especie de esquizofrenia, convertirla en una suerte de placer bien llevado, como decía Edmundo De Amicis cuando fumaba ociosamente en un esquife cruzando el Bósforo: uno disfrutaba encendiendo su cigarro en Europa y echando la colilla en Asia o viceversa. En la entrevista que recoge el volumen, concedida a Paris Review, Pamuk dice que «a Turquía no debería preocuparle tener dos espíritus, pertenecer a dos culturas, tener dos almas. La esquizofrenia te hace inteligente (…) Si te preocupas demasiado porque una parte de ti mate a la otra, te quedarás con un solo espíritu». O sea, que este vivir en la fractura, esta especie de diéresis (Oriente/Occidente) sobre el ceño cultural de sus paisanos, antes que angustia, dolor o desesperación, lo que confiere es una suerte de inestabilidad bondadosa entre esos dos mundos. Los dos amagan con enfrentarse, pero es justo en la frontera del amago donde se encuentra cierto ideal de identidad.

Sin embargo, esta especie de «identidad en tránsito» plantea a Pamuk una serie de dudas existenciales. Si los turcos son verdaderamente turcos cuando no se lo plantean, solo se puede ser feliz justo cuando uno no sabe que lo es. Los días malos, los de mayor abatimiento, pueden regalar frases para el mármol como esta: «La mayor felicidad consiste en que uno pueda quedarse a solas con su inmundicia y su miseria». Es, de alguna forma, el pesimismo contento de Schopenhauer, la gruñería invernal de Strindberg, la disolución en vinazo de Pessoa… Pamuk no teme el apartamiento severo, llegar a acabar una novela —El libro negro— acompañado de la música oscura de la noche estambulina, encerrado en un piso alto de un edificio en Erënkoy: «Ahora me doy cuenta de lo feliz que era entonces cuando a las cuatro de la madrugada podía prestar atención cuanto quisiera al silencio de Estambul (jaurías de perros ladrando a lo lejos, árboles susurrando, coches de policía, camiones de basura, borrachos) y podía acabar mi novela fumando cuanto me apeteciera».

De nuevo, pues, Estambul. Sus novelas, que siempre aciertan a no querer acertar, a amagar con el misterio en esa lámpara de araña de la identidad, no se entienden sin la ciudad donde el niño creció, se hizo escritor y ganó el Nobel por primera vez para la literatura turca. Por eso, casi de principio a fin, Otros colores va y viene en diferentes temas, en diferentes textos, en diferentes ámbitos, con aquello donde todo principia como raigambre: Estambul. Así, la obsequiosa infancia en Nisantasi. Así, la crianza entre incendios y derribos en la ciudad cuyos bulevares querían imitar a la carrera a los de París. Así, la inquieta juventud en los pasillos de la Escuela Técnica Universitaria con el libro de Dostoieviski en los bolsillos. Así, la común apetencia de los desclasados por las ideas de izquierda pese a su empacho de niño bien, laico y occidentalizado. Así, el juicio en el tribunal de Sisli por injuriar la identidad turca denunciando el genocidio armenio de 1915 por obra de los turcos. Así, finalmente, el Nobel y la traducción caudalosa de su obra a más de cuarenta lenguas.

Al cabo, quizás el zumbido de Estambul del que habla Pamuk no sea otra cosa que la fonoteca de su memoria. Otros colores tiene mucho de reencuentro y sonoridad con ese casete que sonaba entonces en el libro de sus recuerdos. Las rejas abriendo y cerrando los colmados. El sordo aleteo de las gaviotas bajando de los Balcanes al Bósforo para pasar los inviernos. Los silbatos de los guardias urbanos. Los altavoces de las mezquitas. Pero, sobre todo, «desde hace sesenta años el mismo sonido metálico de la pasarela de madera con ruedas de hierro siendo arrastrada al vapor que se acerca».
Javier González-Cotta


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