Autor: 21 enero 2009

Antonio Cabrera
El minuto y el año
Ediciones La Palma, 
Madrid, 2008

Pocos libros me han emocionado tanto como este último libro publicado por Antonio Cabrera, escritor nacido en Medina Sidonia (Cádiz) en 1958, pero ubicado hace años en un pueblo de Castellón, La Vall d’Uixó. Antonio Cabrera se dio a conocer como poeta con En la estación perpetua, publicado en el año 2000 por la editorial madrileña Visor tras ganar el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe. Ese mismo año ganaría también el Premio Nacional de la Crítica. Un año más tarde apareció en las librerías su segundo libro de poemas, de tema ornitológico, titulado Tierra en el cielo y publicado por la editorial valenciana Pre-Textos. En 2004 publicó en la editorial Visor Con el aire, libro que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla y el Premio de la Crítica Valenciana. Además de dedicarse a la poesía, Antonio Cabrera ha ido colaborando en varios periódicos (ABC, El País, Levante-EMV) y ha traducido a Gianni Vattimo (Poesía y ontología, Universidad de Valencia, 1993) y a Josep María de Segarra (Los pájaros amigos, Pre-Textos, 2003).

Solicité un ejemplar de El minuto y el año a la editorial, pensando que sería su cuarto libro de poemas, pero al abrirlo me llevé la sorpresa de encontrar 300 hojas de excelente prosa. En estos artículos periodísticos, publicados en ABC (edición valenciana) entre octubre de 2003 y septiembre de 2006, el autor reflexiona sobre los misterios de la existencia, las costumbres de los hombres y de la naturaleza, el tiempo que fluye y lo permanente. Según el autor, «se habla en ellas de encuentros con instantes y objetos cotidianos, de situaciones meteorológicas, de clases de luz, de árboles, de animales en su estación o de sucesos que se produjeron casi siempre en segundo plano» y en ellas se encuentra «el triunfo constante de lo real más inmediato y presente».

No sabría decirles cuál de las tres partes que conforman este libro me ha emocionado más, si la primera, titulada «Sol amarillo, hierba verde»; si la segunda, titulada «Bestiario», pues en ella se dan cita numerosos animales de cielo y tierra; si acaso la tercera parte del libro, «La sombra propia», que recoge temas ya tratados en el primer apartado y abre un espacio a nuevas reflexiones. En total, 94 prosas cargadas de belleza, que nos hablan de un tiempo personal, introspectivo, lírico.

Antonio Cabrera se muestra en este libro como un gran contemplador. De todo lo contemplado sabe obtener placeres sutiles y emotivos, que desea compartir con el lector. Contempla lo cotidiano, lo aparentemente ordinario, pequeño, insignificante y vulgar, para hallar múltiples sugerencias en esos objetos y barnizarlos con altas dosis de magia y belleza. A Cabrera le gusta escudriñar los aspectos más sencillos de la vida, enfocarlos con una óptica diferente, más entrañable, y diseccionar las capas en busca de aquellas más profundas, para leer el mensaje oculto que esconden y lograr esa chispa de emoción que él tantas veces alcanza y nos brinda con generosidad. Disfruta observando los pequeños seres de la Naturaleza, esos objetos a los que —por cotidianos— apenas damos importancia y prestamos atención, como lo haría un niño que va descubriendo el mundo y sus misterios: minuciosa, emocionada, incluso diríamos ingenuamente. Contempla y nos enseña a contemplar, que no es poco.

Nos confiesa: «Hay ocasiones en que nos encontramos de improviso dándole a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido. (…) Alguna vez hemos apreciado cómo la llave de todos los días, gastada de rozar con la yema de nuestros dedos, nos va regalando muy despacio su metal, lo que tomamos por misteriosa sumisión. Cuánto asombro pueden causarnos gestos u objetos siempre presentes. Qué grande es el potencial de sorpresa almacenado en la costumbre» (pág. 105).

En otra página encontramos esta reflexión: «Vivir es no pensar, se ha dicho. Con más exactitud, vivir es no pensar demasiado, contentarse con un par de ideas disfrazables. (…) La vida, eso que sucede mientras buscamos explicaciones, pide muy poco a la especulación. La inocencia y la mitología se ajustan mejor a la respiración y al latido» (pp. 88-89).

Piensa Antonio Cabrera que el mundo rebosa sentido por todas partes y que observarlo con atención es el mejor antídoto contra el tedio. Dotados como estamos los hombres de curiosidad, a menudo caemos en el desdén, en la facilidad, y olvidamos de sorprendernos por todo cuanto nos rodea, ya sea una bandada de estorninos en un atardecer otoñal, la floración violeta de un jacarandá, la blancura soleada de las sábanas al aire en una azotea, el tráfico incesante de las avenidas, las hojas del calendario, las horas plomizas del verano, los primeros níscalos de octubre, las nieblas tempranas, la sangre acumulada en la jeringuilla, el comportamiento de la cigarra, los olores de las frutas… tantas cosas que nos pasan desapercibidas en el día a día, que están cargadas de belleza y asombro. Disfruta también comentando noticias aparecidas en la prensa que seguramente habrán pasado por alto a muchos lectores, y de las cuales podemos extraer mucha sabiduría. Lo más nimio puede ser grande; lo insignificante, un gran hallazgo.

No solo le interesa el pequeño detalle y siente fascinación por las variedades de un mismo hecho; tras demorarse lentamente en los objetos que captan su atención, el escritor nos conduce en cada artículo a una reflexión lírica, humana, sentimental, que refleja su personalidad y nos ayuda a conocerlo: un hombre en armonía con la naturaleza y el tiempo, que al contemplar el paisaje se sabe dentro del paisaje, que vive inmerso en la poesía cotidiana, que sabe que el mundo está hecho con las hebras casi infinitas del lenguaje. El ideal de Antonio Cabrera es unir pensamiento y emoción, dejar que su mirada se vaya convirtiendo en pensamiento.

Poco importa que tras sus gafas nos miren unos ojos con astigmatismo e hipermetropía —como él mismo nos confiesa— si la suya, estación tras estación, es la mirada del misterio, la llave que logra emocionarnos.

Mercedes Escolano


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