Autor: admin 21 julio 2009

Henry James
El amante de Italia
Selección, traducción, prólogo y notas de Hilario Barrero
Trabe, Oviedo, 2009

El amante de Italia recoge la traducción al español de las páginas más significativas de Italian Hours, de Henry James. Se trata una galería de estampas donde James dejó constancia de una de las pasiones confesables que mantuvo a lo largo de su existencia: el amor hacia Italia. Desde 1872 hasta 1909, el autor fue recopilando diversas crónicas que hoy pueden leerse como un tratado sentimental sobre el arte de viajar y como el testimonio histórico de «una Italia que ya no existe, pero que ha quedado viva para siempre en los trabajos de James», según afirma Hilario Barrero en el prólogo del volumen. En efecto, la Italia del narrador norteamericano es una cartografía real y metafórica, un tapiz donde se enhebran los hilos del arte, la historia y la cultura. Por eso, El amante de Italia limita con (casi) todos los géneros literarios sin dejarse atrapar por ninguno. El lector que se embarque en su periplo asistirá como espectador privilegiado a una singular lección de estética, agitada con unas gotas de ensayo antropológico y mezclada con las convenciones geográficas de cualquier guía turística. En ese sentido, esta es una obra tan clásica como moderna, cuyo mestizaje no procede de un afán programático, sino que es consecuencia inevitable de la mirada del escritor. Ante los asombrados anteojos de James desfilan la grandeza de los monumentos antiguos y las minucias de la vida cotidiana. Todo ello aparece plasmado mediante una prosa que no pierde la oportunidad de reflejar los contornos de cuanto le rodea, y para la que nada es accesorio. Discutible y preciso, a veces proclive a la distancia displicente y otras veces aquejado del síndrome de Stendhal, Henry James entrega aquí un acertado estudio del natural y una auténtica novela de aprendizaje. Al final, el viaje a Italia acaba por configurar una modalidad de regreso a la Ítaca particular de un autor nómada: la patria de la escritura, a la que el novelista se dedicó con puntillosa fidelidad y cierta hiperestesia.

Autor: admin 5 mayo 2007

Ana Rodríguez Fischer

En un memorable cuento de Henry James, “La casa natal” —incluido en el volumen Lo más selecto (1903) y perteneciente, por lo tanto, a su etapa de madurez— encontramos una exquisita y lúcida crítica de lo que a lo largo del xix, pero muy especialmente en el último tramo de aquel siglo, llegó a ser ineludible práctica de todo viajero culto y snov que pretendiera alardear de su condición: la visita al “lugar del genio” y, mejor aún, a la casa natal de los grandes hombres, de conservarse y haber sido habilitada para esas muestras y exhibiciones. En su relato James disecciona con hilarante y perversa maestría el turbio y múltiple engranaje de motivos e intereses (tanto lucrativos como panegíricos) que impulsaban este tipo de operaciones a través de la figura de Morris Gedge, quien en su juventud había regentado “una pequeña escuela privada de las que se conocen como preparatorias, y sucedió que había acogido bajo su techo al hijo pequeño del gran hombre, que, por entonces, no era tan grande”. Un incidente ocurrido entonces, y que pudo haber sido grave pero que afortunadamente tuvo un desenlace feliz, hizo que, al cabo de los años —y tras ir Gedge de desgracia en desgracia, en lo que al trabajo o la profesión se refiere—, se recurra a él para encargarle “la custodia del templo”; es decir, las visitas guiadas, que exigían, naturalmente, la construcción de una historia justificadora de la genialidad del gran hombre. Y ahí ya puede el lector imaginar cómo opera el genio de Henry James (y no digo más, para que corra a leer ese relato quien no lo haya hecho ya).