Autor: 6 marzo 2009

Javier Fresán

A Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) le gusta hacer semblanzas. Me lo confiesa mientras comemos en el restaurante al que me invita, un gallego cercano a la Fundación Juan March, que dirige desde el año 2003. También yo intento retratarlo en medio de la animada conversación, y poco a poco se dibuja el perfil de un hombre apasionado, con una curiosidad desbordante. De vocación totalizadora, capaz de explorar las vidas paralelas de Goethe y Rosseau mientras sus hijos juegan a fútbol en el salón de casa. Quienes visiten la Fundación lo encontraran sentado en la primera fila del auditorio, con una carpeta en la mano. Me cuenta que es el capítulo o la conferencia en la que trabaja en ese momento; quiere tenerlos siempre cerca, un poco a modo de amuleto. Tras sus estudios de Filología clásica, se licenció en Derecho en sólo tres años y fue número uno en la oposición a Letrado del Consejo de Estado. «Un lugar maravilloso, al que sólo hay que ir los jueves, aunque se trabaja mucho más». Durante el resto de la semana, se doctoró en Filosofía y comenzó a escribir Imitación y experiencia (Pre-Textos, 2003; Crítica, 2005), primera piedra de un proyecto filosófico de largo alcance, que ya había vislumbrado durante su adolescencia. Con esta obra ganó el Premio Nacional de Ensayo, hecho más o menos insólito —recalcó la prensa— si consideramos que se trataba del primer libro de un filósofo de menos de cuarenta años, sin posición académica estable. Después vino Aquiles en el gineceo (Pre-Textos, 2007), una reflexión en clave mitológica sobre los estadios de la experiencia de la vida. Es precisamente este concepto, de cuya desatención filosófica se lamentaba Ortega, el que conduce una tetralogía de la que nos ofrecerá una nueva entrega, Ejemplaridad pública, en septiembre de este año.

A Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) le gusta hacer semblanzas. Me lo confiesa mientras comemos en el restaurante al que me invita, un gallego cercano a la Fundación Juan March, que dirige desde el año 2003. También yo intento retratarlo en medio de la animada conversación, y poco a poco se dibuja el perfil de un hombre apasionado, con una curiosidad desbordante. De vocación totalizadora, capaz de explorar las vidas paralelas de Goethe y Rosseau mientras sus hijos juegan a fútbol en el salón de casa. Quienes visiten la Fundación lo encontraran sentado en la primera fila del auditorio, con una carpeta en la mano. Me cuenta que es el capítulo o la conferencia en la que trabaja en ese momento; quiere tenerlos siempre cerca, un poco a modo de amuleto. Tras sus estudios de Filología clásica, se licenció en Derecho en sólo tres años y fue número uno en la oposición a Letrado del Consejo de Estado. «Un lugar maravilloso, al que sólo hay que ir los jueves, aunque se trabaja mucho más». Durante el resto de la semana, se doctoró en Filosofía y comenzó a escribir Imitación y experiencia (Pre-Textos, 2003; Crítica, 2005), primera piedra de un proyecto filosófico de largo alcance, que ya había vislumbrado durante su adolescencia. Con esta obra ganó el Premio Nacional de Ensayo, hecho más o menos insólito —recalcó la prensa— si consideramos que se trataba del primer libro de un filósofo de menos de cuarenta años, sin posición académica estable. Después vino Aquiles en el gineceo (Pre-Textos, 2007), una reflexión en clave mitológica sobre los estadios de la experiencia de la vida. Es precisamente este concepto, de cuya desatención filosófica se lamentaba Ortega, el que conduce una tetralogía de la que nos ofrecerá una nueva entrega, Ejemplaridad pública, en septiembre de este año.

—Llama la atención leer, en las primeras páginas de Imitación y experiencia, que «la intuición original de su proyecto filosófico le sorprendió en las horas ansiosas de su adolescencia, y fue tomando su primera forma en esa época». También en Aquiles en el gineceo se insiste en que el libro ha nacido de la reflexión autobiográfica. ¿En qué sentido son ambas obras auto­biográficas?

—Hay dos maneras de contestar a su pregunta. Por un lado, todo libro tiene una raíz autobiográfica. Echando la mirada atrás, encuentro que yo he sido una persona de vocación muy temprana, si por vocación se entiende la activación espontánea del sentimiento, la curiosidad, el corazón y el intelecto en una dirección que no se correspondía con ninguno de los temas socialmente establecidos. Sin embargo, mi maduración ha sido muy tardía, porque el primer libro lo publiqué con 37 años, aunque antes había dado algunas conferencias y escrito varios artículos. Es una edad avanzada para la investigación teórica: normalmente uno ya ha hecho varias publicaciones importantes con 30 años.

Hay otra posible respuesta, a la que doy vueltas constantemente en mis libros y en una conferencia que estoy preparando para los Estados Unidos. Así como la premodernidad estaba basada en un cierto concepto de objetividad ejemplar, que ha sido sustituido por la nueva centralidad del sujeto y sus necesidades desde finales del siglo xviii, hoy tenemos conciencia de que esa subjetividad ha llegado a unas profundidades excesivas. Debe admitir, por tanto, algún retorno a una objetividad de nuevo cuño. Me interesan muchísimo las experiencias que, aun siendo subjetivas, pueden predicarse de todo hombre en cuanto hombre. Una teoría de este tipo de experiencias será algo que reúna las condiciones de la nueva subjetividad, porque no se centrará en lo extravagante y excepcional, sino en aquello que todo hombre experimenta por el hecho de serlo: por ejemplo, vivir y envejecer, ser mortal. Ahí tendríamos un caso de experiencia que, siendo subjetiva, pretende tener algún tipo de universalidad y objetividad, porque todo hombre la compartiría de un modo u otro.

En este sentido me gusta ver también mis libros: como reflexiones sobre mi devenir, pero no en tanto que personalidad única, con mi nombre y apellido, con la idiosincrasia de mi propia vida, sino como experiencias que todo el mundo puede compartir. Solo me interesa aquello que es común a todos los hombres. Tuve, como digo, una vocación muy temprana, y me pasé casi diez años sobrellevándola, sin saber muy bien qué hacer con ella. Ese tiempo en el que se trataba aún de una emoción no definida coincide más o menos con mis años de Filología clásica. Luego estudié Derecho, hice la oposición a letrado del Consejo de Estado y el doctorado en Filosofía, me casé, y empezaron a salir los libros.

La hegemonía del «giro lingüístico»

—Comienza Imitación y experiencia con una crítica del «giro lingüístico» de la filosofía contemporánea, en la que se demuestra cómo tres soluciones tan distintas a la crisis del positivismo como la hermenéutica de Heidegger-Gadamer, la filosofía analítica de Frege-Russell-Wittgenstein y el estructuralismo francés descansan en realidad sobre el mismo principio básico. ¿Qué propone el sistema de la experiencia de la vida contra la hegemonía del «giro lingüístico»?

—Lo que quiero decir podría resumirse con el título de un artículo que escribí hace tiempo preguntándome cuál era la idea más influyente del siglo veinte. Ahora me he corregido, pero allí se señalaba que todas las tendencias filosóficas del siglo pasado —yo creo que sin excepción— comparten una crítica radical a la modernidad y a la filosofía del idealismo previo, sobre la base de la verdad que encierra el lenguaje. Nosotros no podemos aspirar, dice la crítica, a una verdad eterna, matemática, racional, a priori, porque toda pretensión de verdad que tengamos está condicionada por un lenguaje natural, que es una creación social e histórica y, por tanto, finita, transeúnte y relativa. El descubrimiento del carácter ontológico constitutivo del lenguaje natural es algo que, con diferentes terminologías, fascina a todas las corrientes filosóficas.

Cuando estaba intentando poner orden, nombrar a los seres de mi mundo intelectual, me encontré con que el paradigma dominante del lenguaje natural, que encierra una aproximación a la realidad que yo llamo «universal abstracto», no ayudaba a comprender la verdadera potencia y capacidad de la idea del ejemplo, que está basada, por el contrario, en un «universal concreto». Yo esperaba entrar rápidamente en una discusión contemporánea ya establecida, pero este estado de las cosas me obligó a recuperar toda una tradición que tiene que ver con el deseo, el ejemplo y la emulación, por medio de una larga investigación histórica que pretendía desmontar también el prejuicio moderno contra la imitación. Recoger esta tradición alternativa que el pensamiento dominante había postergado fue el primer paso para desarrollar después una teoría general de la imitación.

—Sin embargo, cuando en Imitación y experiencia o en Aquiles en el gineceo se intenta comprender el sentido profundo de un concepto, usted comienza siempre estudiando sus distintos significados, su etimología, la evolución histórica, a menudo a través de bellas metáforas. Se da, por tanto, una gran importancia al modo en que los conceptos se expresan por medio del lenguaje. Curiosamente ese modo de proceder es más característico de las filosofías de carácter vitalista, como las de Nietzsche y Ortega, que de quienes defienden la supremacía del lenguaje. ¿No es así?

—En efecto, frente a autores que necesitan desprestigiar el modelo alternativo para reivindicar el suyo propio, yo nunca he infravalorado los logros indudables del «giro lingüístico» para ensalzar mi propia investigación. Quiero decir que no pretendo que los hallazgos del análisis lingüístico sean todos ellos irrelevantes o banales, sino todo lo contrario. Pienso que han representado unos avances culturales de primerísimo orden, de los que yo he aprendido mucho. Por eso, no me extraña que un lector pueda percibir que, tratando de situarme yo fuera del paradigma lingüístico, a la vez haga uso de técnicas que le son propias. Creo que el lenguaje es instrumental para una verdad que lo trasciende: no me interesa el lenguaje por el lenguaje, sino sólo como medio para conocer una idea o esencia que no es lingüística en origen. Y me alegro de que encuentre belleza en la transmisión, porque lo que intento es reflejar con fidelidad en los textos la emoción con que fueron concebidos. Otra forma de explicar lo que hablábamos hace un rato es decir que soy un hombre de emoción temprana y de definición tardía. He estado recreándome durante veinte años en esa intuición sentimental primera, y solamente después he sido capaz de definirla. Siendo así, no es extraño que los conceptos estén impregnados de la emoción con la que los he percibido.

Una historia de la imitación

—Una de las secciones más extensas de Imitación y experiencia consiste, como decía, en una historia de la imitación de la Naturaleza, de las Ideas platónicas y de los Antiguos en la filosofía, el arte y la literatura que va desde la Grecia homérica hasta el clasicismo francés. ¿Qué unifica estas tres formas de imitación hasta convertirlas en lo que denomina una «idea-fuerza» que explica la cultura premoderna?

—Representó para mí una sorpresa enorme descubrir que la mejor manera de definir la cultura premoderna, es decir, toda la cultura occidental hasta el siglo xviii, es enfocándola desde el punto de vista de una teoría de la imitación. Toda la cultura premoderna está basada en la estructura modelo-copia. Si las tres clases de imitación tienen algo en común, es la idea de que la realidad, que es modélica, normativa, eterna, preexiste al sujeto, y de que cualquier realización humana debe desistir de la pretensión de hacer algo original y nuevo, porque el mundo está saturado, completo. Toda obra personal, incluso la más genial, no puede ser sino una reiteración eminente de una perfección ya dada. Cuando hace historia, poesía o alquimia, el hombre no tiene más que repetir unos cuantos modelos, sean los Antiguos, la Naturaleza o las Ideas. Esto es lo que la Modernidad impugna con un gran magma intelectual: en el nuevo paradigma, el yo preexiste a la realidad, y es un yo libre, creador y autonormativo. La transición se produce muy rápido, en apenas quince años, en los que tres teorías de la imitación vigentes en toda la cultura premoderna pierden validez simultáneamente y se sustituyen por la estructura de la subjetividad.

—A pesar de esta desaparición súbita, en la que las Ideas platónicas son absorbidas por el yo moderno, el arte se vincula al genio del creador y no a la imitación de la Naturaleza, y la exaltación de los Antiguos se sustituye por la idea de progreso, su tesis es que durante la Modernidad se desarrolla una cuarta clase de imitación donde tiene cabida la libertad del nuevo sujeto. ¿En qué consiste?

—Hay una época histórica, el siglo xix, en la que la imitación desaparece casi por completo. Ni el realismo ni el romanticismo son imitativos en esencia, bien porque la realidad considerada no es ideal, o porque el sujeto, creador de su propia legislación, libre, original, no admite modelos exteriores. Sin embargo, desde finales de ese siglo empiezan a abundar en todas las disciplinas (antropología, psicología, sociología, lingüística, filosofía, literatura) teorías de la imitación de personas, que se suceden sin concierto. Me pareció un hallazgo fascinante: estaban en la psicología infantil, en el estudio de los salvajes o en la sociología de las religiones. La imitación cobraba así una nueva actualidad después de su olvido absoluto, pero al mismo tiempo aparecía siempre distorsionada por el prejuicio moderno, según el cual cuando encontramos un fenómeno de imitación, estamos ante una subjetividad truncada, como es la imitación de niños, de masas o de bárbaros. Es decir, todas las disciplinas habían recuperado la teoría de la imitación con una vitalidad extraordinaria, pero a la vez eliminaban toda potencia filosófica por el prejuicio moderno de que un sujeto bien constituido no puede imitar. Me vi por ello en la obligación de exponer esas teorías, para hacer comprender al lector el hecho inusual de su florecimiento y luego liberarlas del prejuicio moderno en la última parte del libro, «Fundamentos de una teoría general de la imitación».

La experiencia de la vida

—En la pragmática del ejemplo con la que se inicia esta última sección se muestran tres rasgos del prototipo moral: su encarnación en una personalidad humana concreta, su normalidad moral-jurídica y su excelencia, que consiste en una virtus generalis, es decir, en la acumulación armoniosa en una misma persona de todos los valores que una sociedad estima. Sin embargo, Ejemplaridad pública, la nueva entrega de la tetralogía, contiene una defensa de la vulgaridad como forma de democratización del espíritu. ¿Cómo consigue hacer compatibles la imitación de modelos excelentes con esa práctica de la vulgaridad?

—Para comprender bien ese texto es muy importante darse cuenta de que yo no hago una defensa de la vulgaridad. He recibido muchas opiniones sobre el artículo, que apareció en el cultural de ABC, preguntándome por ella. Si se lee con cuidado, en ningún momento hago una defensa, sino que sólo pido un respeto, como dice el título. Me resulta asombroso que no se haya prestado atención a la vulgaridad como categoría cultural básica; creo que toda propuesta futura de una teoría de la cultura debe tenerla en consideración, porque se trata de la gran conquista cultural que ha producido la igualdad. Tiene toda la fuerza, toda la belleza, toda la verdad que encierra la liberación e igualación de todos los gustos por encima del aristocracismo cultural, y eso representa, sin duda, una novedad ética, estética y metafísica importantísima. Ese artículo defiende la legitimación de la vulgaridad como expresión cultural de la igualdad, pero no su consolidación. Ninguna propuesta de ejemplaridad puede ignorar esta vulgaridad de partida, no puede presentarse como una nueva expresión de aristocracismo, pero tampoco detenerse en ella. Hay que pensar en una ejemplaridad igualitaria que parta de la vulgaridad para reformarla. Por eso, un capítulo se titula «La vulga­ridad, un respeto», pero al final hay otro que aborda «La vul­garidad reformada». Los conceptos de ejemplaridad y vulgaridad se necesitan mutuamente, de modo que una teoría que no pretenda maridarlos se convertirá al instante en anacrónica o poco convincente.

—Puede ser incluso peligrosa, si repasamos la historia del siglo xx…

—Desde luego. El libro que estoy escribiendo ahora parte de la idea de que las dos grandes conquistas del siglo veinte son la finitud y la igualdad; por eso le decía que he cambiado de opinión respecto a mi artículo sobre el lenguaje. Ningún siglo anterior había tratado estas dos experiencias como lo hace el siglo veinte, y, de hecho, la fusión de ambos conceptos es mi idea de democracia: una realización histórica de la finitud y de la igualdad como proyecto político. La designo en otros lugares como la empresa de construir una civilización igualitaria sobre bases finitas.

Ha habido autores de un gran radicalismo en la crítica de la filosofía tradicional, como Heidegger y Ortega, pero sus propuestas se quedan siempre a medio camino, porque al hacer una crítica de la metafísica tradicional desde el aristocracismo, en realidad pertenecen de lleno a la cultura que critican. Eso les impide percibir a fondo la verdad y originalidad de nuestro siglo, que vive el advenimiento de la finitud y la igualdad como conceptos centrales. Cuando los filósofos de la destrucción de la metafísica tradicional se ponen a razonar sobre los nuevos modos de pensamiento suelen ser manieristas o esotéricos; de pronto no se les entiende nada. Me parece que es porque ellos no han comprendido estas ideas.

—El final de la metafísica del ejemplo de Imitación y experiencia pone en relieve la imposibilidad de realizar el modelo perfecto y relaciona la experiencia de un hombre con lo que puede esperar de la vida. ¿Hacia dónde se dirige esta esperanza en Necesario, pero imposible?

—Yo he concebido un sistema cuyo hilo conductor es el concepto de experiencia de la vida, que relaciona los dos libros que he publicado y el que estoy a punto de terminar. Con ellos me gustaría haber propuesto una filosofía del mundo, que es en sí misma una combinación de la negatividad de la experiencia y una promesa que no se acaba de cumplir. El mundo no sólo es pura negatividad, sino que insinúa, como decía Stendhal hablando sobre la belleza, una promesa de felicidad. Podríamos definirlo como una promesa de felicidad permanentemente desmentida por la experiencia de la negatividad. Ya en el seno mismo del concepto de experiencia habría una dialéctica entre promesa, esperanza y cumplimiento o incumplimiento. Además de esa esperanza, ¿hay legitimidad para pensar en otra más allá de la experiencia, no limitada a la que ya tenemos? Esa es la tarea que me propongo en Necesario, pero imposible: explorar las bases que harían posible concebir una esperanza más allá.

De Esciros a Troya

—Si en la primera entrega de la tetralogía se define el sistema de la experiencia de la vida, la segunda aborda el estudio de una de las experiencias más radicales en la vida de un hombre: el paso del estadio estético de la adolescencia al estadio ético de la madurez. ¿Cómo refleja el mito de Aquiles este tránsito y en qué sentido es un aprendizaje de la mortalidad?

—El mito cuenta la historia de un héroe que, siendo hijo de una diosa, tenía derecho a una cierta inmortalidad, pero al que el oráculo había avisado de que, si iba a la guerra de Troya, moriría. Por eso, su madre decide encerrarlo en un gineceo en Esciros, el lugar donde menos podía esperarse que se escondiera el futuro héroe de Grecia. Al mismo tiempo, los griegos habían emprendido una guerra contra Asia, que simboliza la lucha entre la civilización y la barbarie. A ellos también les habían dicho que, sólo si Aquiles participaba, podrían ganar la guerra; de modo que la civilización entera estaba en vilo, dependiendo de su intervención.

La imagen del Aquiles adolescente en el gineceo me parece un símbolo perfecto del estadio estético de la adolescencia, por su indeterminación (vestido de mujer, estéril, falto de compromiso) y por su ensimismamiento. Por otro lado, había un estadio ético —el de la responsabilidad, la función social, la centralidad de los demás y no del yo—, que era para Aquiles la posibilidad de ir a Troya. Lo fascinante del mito es la transición que hace nuestro héroe de Esciros a Troya: ¿por qué Aquiles, siendo inmortal, teniendo todas las necesidades satisfechas, decide ir a una guerra en la que sabe a ciencia cierta que morirá? ¿Qué estímulos tiene?

En esta pregunta veía reflejada la experiencia universal del hombre, que nace en una especie de gineceo infantil-adolescente y en un momento dado tiene que decidir integrarse en la sociedad; es en esa integración donde experimenta la irrelevancia de su propio ser finito. ¿Qué lleva a un individuo a ingresar en una sociedad en la que va a ser uno más entre un montón y va a experimentar su propia mortalidad? La historia de Aquiles plasmaba con fuerza plástica y gran radicalismo el tema que yo quería plantear en el libro, que era la experiencia de la vida, no enunciada de forma genérica, como en Imitación y experiencia, sino dialécticamente, a través de sus estadios. El libro indaga primero la naturaleza del estadio estético, y luego las razones de la transición al estadio ético. Hay un capítulo que se titula precisamente «¿Por qué, en definitiva, Aquiles abandonó el gineceo si sabía que iba a morir?», o lo que es lo mismo: ¿por qué un ser inmortal decide hacerse mortal?

—¿No concede una importancia excesiva a la familia en esta transición del estadio estético al ético?

—Alguna vez me han preguntado de dónde viene esa defensa encendida de la familia, y tengo que decir de nuevo que yo no la hago explícitamente. Sólo hablo de que el estadio ético comporta dos tipos de especialización: la del trabajo y la del corazón. La especialización laboral tiene como resultado los frutos del trabajo, y la especialización del corazón tiene en principio, pero no necesariamente, otros frutos, que son los hijos. Lo importante es que en ambos casos aparece una responsabilidad nueva. Kierkegaard sí que hace una defensa del matrimonio, que está presente cuando recojo sus citas, pero yo tengo buen cuidado en hablar siempre de amor ético, nunca de familia ni de matrimonio. Son palabras tan cargadas de connotaciones que me pareció que podrían distorsionar la comprensión de mis ideas, que se centran en la especialización del corazón. Lo que importa en este esquema es la especialización del amor romántico, que sería genérico, en un amor ético, cuyo resultado a menudo son los hijos, pero otras veces simplemente la entrada del yo en una nueva responsabilidad.

Las novelas de educación

—No deja de ser significativo que el cuadro Aquiles descubierto por Ulises, que refleja una escena central del mito, sea el resultado de la colaboración entre un Rubens maduro y consagrado y su discípulo Van Dyck, que era un adolescente en el taller del maestro en esa época. ¿Cómo se inscribe la relación maestro-alumno en la teoría del ejemplo? ¿Qué importancia tienen las novelas de educación (Bildungsroman) en el aprendizaje de la mortalidad?

—Si me permite un excurso, puedo hablarle de una idea que me preocupa desde hace algún tiempo. Toda producción cultural humana era en principio oral, y eso tiene el elemento maravilloso de la presencia del que emite y el que recibe el mensaje en un mismo acto. La Ilíada, Herodoto, los líricos o la tragedia son ejemplos de composiciones que fueron concebidas para ser recitadas y que hubiera una comunión entre el poeta y el pueblo. No nos damos cuenta de hasta qué punto la cultura occidental ha sido oral hasta el siglo xix, incluso después de la aparición de la imprenta como técnica de difusión masiva de los textos.

Hoy en día todo eso se ha perdido: yo escribo en soledad, y mis libros se leen en soledad, no conozco a mis lectores, de modo que algo que nació para la oralidad se ha convertido en una suerte de vicio solitario. Abogo por su recuperación, creo que por eso me gustan tanto las conferencias. Los textos que uno ha escrito para ser estudiados en soledad se transforman en el momento vivo de una charla. Además, la oralidad tiene una carga de responsabilidad que el vicio solitario ignora. Uno no puede presentarse ante una audiencia que de buena fe se ha reunido en la plaza pública y hablar sólo de sí mismo, de sus sentimientos, su originalidad, sus frustraciones, de lo que le preocupa. Debe, por el contrario, hacer poesía en nombre de todos, y esa es la esencia de las producciones culturales en la fase oral. Defiendo la recuperación de una cierta responsabilidad en el arte, no moralizante, desde luego, sino simplemente que recoja el deber de hablar en nombre de todos y no sólo de uno mismo.

—Y las novelas de educación tienen algo de eso…

—Efectivamente. Aunque están pensadas por escrito, recuperan la cultura oral, porque plantean por qué motivo un yo que ha adquirido conciencia de serlo admite integrarse en el mundo social. El proceso de socialización es tan complejo en una época que ha prescindido de los relatos metafísicos, religiosos e ideológicos, que no hay razones muy convincentes para convencer al sujeto de que se integre en la sociedad. Por eso me seducen tanto las novelas de educación, no las novelas-tesis, que se me caen de las manos, sino aquellas que plantean el problema palpitante de qué tipo de yo debe inculcarse en un joven para que se convierta en un ciudadano ejemplar. Toda novela de educación es una especie de novela ejemplar, que diseña un programa para ir construyendo un ciudadano que se subordine al bien común. El dilema del yo que, siendo un fin en sí mismo, se integra en una sociedad que tiene que subordinarlo aparece, por ejemplo, en el Emilio de Rousseau y en Los años de aprendizaje de Wilhelm Master, de Goethe, dos obras que comparo en Aquiles en el gineceo. Son libros que leí con auténtica fascinación durante mi juventud. Sin embargo, yo no he tenido ningún maestro presencial indiscutible; he sido más bien un discípulo díscolo, con un grupo de modelos difuso adquirido a través de mis lecturas.

La socialización del yo

—Sus obras reflejan una enorme atracción por la Grecia arcaica de los poemas de Homero y Hesíodo. ¿Qué explicación propone Aquiles en el gineceo para el paso de la individualidad de los dioses de la primera Grecia al mundo romano, en el que, como dice Hegel, «la seriedad y la dignidad de la virtud romana son ser abstractamente sólo un romano»?

—Me gustaría glosarle un poco la teoría de Del héroe al concepto, que es un libro que ya se anunciaba en Imitación y experiencia. Sería un estudio anclado intelectualmente en la tetralogía; liberado de los fundamentos teóricos, podría entregarme al placer de hacer una historia de las ideas. Lo que intento defender es que ya en Grecia observamos una transición entre la cultura de la ejemplaridad concreta y el conceptualismo abstracto y despersonalizado. Normalmente los manuales plantean como un momento de gran creatividad el nacimiento de la filosofía, las matemáticas o el derecho a partir del siglo vii. En cambio, yo sentía una fascinación extrema por la época inmediatamente anterior, en la que la realidad estaba llena de un ser denso, que no se representaba mediante conceptos, sino mediante figuras prototípicas: los héroes homéricos, las figuras de la cerámica roja y negra, los kuroi de la escultura arcaica, la lírica griega temprana, etcétera.

En mi opinión, ocurría lo contrario de lo que se suele pensar: en la Grecia arcaica lo concreto de determinadas personalidades ejemplares enunciaba algún tipo de norma universal. Lo verdadero, lo justo, lo bueno no se expresaban mediante definiciones, sino mediante comportamientos heroicos llenos de fuerza normativa. Más tarde se produce un divorcio desgraciado: por una parte, vemos aparecer una ley universal sin concreción, de la que nace la filosofía, la ciencia y las leyes enunciadas abstractamente; por otra parte, lo concreto ha perdido su ley y está abocado a la tragedia. Son las ideas platónicas (esencia sin existencia) frente a la tragedia (existencia sin esencia); se ha escindido el yo, que era concreto y ejemplar, en un concreto-trágico y en un universal abstracto.

Me interesa contar la historia de cómo el héroe, lleno de libertad concreta y normativa al mismo tiempo, pierde su verdadera entidad. Compuesta por miniestados independientes, lo único que unía a Grecia eran la mitología, la lengua y los juegos olímpicos. Sin embargo, en Roma había una administración fuerte y unitaria. Por eso, lo verdaderamente romano del romano es su romanidad, es decir, ser elemento de un todo que lo trasciende; él tiene existencia, pero lo que le da esencia es la república romana. Creo que ahí se perdió algo que estaba vivo en la Grecia arcaica y por lo que yo sentía una seducción estética y ontológica. Aunque, bien mirado, fue la crisis de esta manera de expresarse culturalmente lo que hizo nacer la filosofía o la física.

Ejemplaridad pública

—Imagino que en esta transición juega un papel esencial el surgimiento de la polis. ¿Cómo se traslada la experiencia de la finitud del hombre concreto, narrada en Aquiles en el gineceo, a la esfera pública?

—Tengo la convicción firme de que ahora mismo se están gestando las bases de una nueva civilización igualitaria sobre bases finitas, que ha emprendido una destrucción de las creencias y costumbres colectivas que durante milenios han servido para socializar al yo: la religión, el patriotismo, la metafísica, la idea de cosmos. Sin embargo, la crítica nihilista contracultural no ha sustituido esos relatos legitimadores, que persuadían al yo de que tenía que ir a Troya, por otros nuevos. Está claro que si toda la sociedad se mueve en una dirección virtuosa, el individuo apenas tiene que hacer esfuerzo para sacar al mejor que lleva dentro: sólo debe incorporarse a la colectividad.

Actualmente vivimos en una democracia sin mores, sin costumbres, y no tenemos los instrumentos antiguos de socialización. ¿Qué estímulo tienen los hombres conscientes de su individualidad, acostumbrados a satisfacer su espontaneidad estético-instintiva al instante, para integrarse en la sociedad? En ese sentido, considero fundamental para la viabilidad de una civilización futura profundizar en la investigación sobre las razones inmanentes a la propia personalidad para pasar del estadio estético al estadio ético. La virtud ciudadana de orden ontológico-existencial es el instrumento para garantizar la supervivencia de un mundo igualitario sobre bases finitas. ¿Cuáles son las razones para reformar la vulgaridad? ¿Por qué debemos sumarnos a la armada griega que lucha contra Troya? Es lo que exploro en Aquiles en el gineceo y lo que me gustaría generalizar en Ejemplaridad pública.

—Esta ejemplaridad de la que habla debería empezar por los políticos…

—Me interesa mucho destacar que yo considero persona pública a todo individuo que haya realizado la especialización del corazón y del trabajo; desde luego, impugno el monopolio del concepto que tiene la clase política. Todo ciudadano es persona pública y, por tanto, muchos de los razonamientos que estoy desarrollando en Ejemplaridad pública son aplicables a la sociedad entera. Así, procuro establecer una noción de ejemplaridad igualitaria: si todo ciudadano, le guste o no, es ejemplo para los demás y recibe el ejemplo de los demás, entonces vivimos en un horizonte ejemplar que hace incuestionable la responsabilidad del yo. Es un prin.cipio basado en el hecho de que todos formamos parte de una red de influencias mutuas, eso es lo fundamental. Como elemento de mayor intensidad, pero no cualitativamente diferente, estaría el mundo de los políticos, a los que pido una mayor responsabilidad sólo porque su influencia es mayor, no porque constituyan una categoría distinta.

—Con este llamamiento a la ejemplaridad, apago la grabadora y damos por terminada la entrevista. Pero seguimos charlando un rato en la terraza de la Fundación y, antes de despedirme, le pido que me firme sus libros: «Para Javier Fresán, con la esperanza de que culmine con éxito su iniciado viaje a Troya». ■ ■


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