Autor: 5 marzo 2009

Andrés Trapiello

El escrito que el lector va a encontrar a continuación es la tercera versión de uno que fui enviando sucesivamente a la revista Paradores, que edita la editora Hachette por encargo de la empresa Paradores Nacionales, de titularidad pública, y que la revista Paradores y la Dirección de la empresa tuvieron a bien rechazarle a uno otras tres veces.

Quizá valga la pena relatar aquí la modesta peripecia; quién sabe si acabará teniendo más interés moral este proemio que interés literario pueda tener el articulito.

Todo empezó un día de hace cinco o seis meses con la llamada de una redactora de Paradores. Iban a dedicar un número monográfico sobre León, y habían pensado en uno. Teniendo en cuenta: a) que en toda la larga vida de la revista nunca le habían pedido a uno colaboración ninguna; b) que la única vinculación literaria que tiene uno con León es la solapa de sus libros, donde consta el pueblo donde nací, sin que se me conozca relación de grupo con otros escritores regionales y c) que las urgencias con las que se me apremiaba para entregar el artículo eran grandes, teniendo en cuenta, digo, a), b) y c), dedujo uno que el artículo se lo encargaban sin consultar a la Dirección de la empresa mencionada en el apartado a) y después de habérselo pedido sin éxito ya a algunos de los escritores aludidos en el apartado b). Quizá las razones por las que se negaron estos fuese la paga mezquina con que lo retribuían. Para uno, sin embargo, esto no fue un obstáculo, pues ¿qué no haríamos todos por la patria chica? Incluso más, ¿qué no haría uno por la revista Paradores o mejor aún, qué no haría por publicar en ella? Pero además había una razón íntima y de peso para aceptar esa invitación. La primera y única vez que escribió uno sobre León, hace de esto casi treinta años, fue en el periódico local, un breve artículo que pretendía ser el primero de una serie y que resultó el último, porque el director, ante la avalancha de cartas de protesta, no tuvo más remedio que prescindir de su joven y entusiasta colaborador, a quien tampoco le importaba que se le pagara menos aún que a la mujer de la limpieza, quizá porque su trabajo no tenía la importancia del de esta. Del artículo recuerdo perfectamente sus cinco primeras palabras: «León, como pueblo, vale poco». Creo que la gente no pasó de ahí, a pesar de que me esforzaba durante tres o cuatro cuartillas en explicar que esa afirmación no era del todo peyorativa. La influencia de Baroja, a quien tanto frecuentaba entonces, había tenido, como puede verse, consecuencias fatales.

A partir de aquel día todo fue de mal en peor entre León y yo, y si uno hubiese podido decir de León lo que cierta actriz de Pedro Almodóvar al ser abandonada por un novio libanés («conmigo se ha portado muy mal el mundo árabe»), lo cierto es que en todos estos años uno ha sufrido los desdenes e indiferencias de su pueblo y de sus pobladores en silencio, como todas las cosas íntimas que es mejor sufrirlas en silencio.

Había llegado, pues, el momento de deshacer los malentendidos. Escribí el artículo, en el que se recordaba aquel otro de hacía treinta años, y lo mandé a Paradores. A los pocos días la misma redactora de tropa respondió agradeciendo el envío y poniendo en marcha el pago. No obstante, al día siguiente volvió a llamar. La muchacha no sabía cómo iniciar aquella conversación. A pesar de que a ella y a la redacción el artículo les había gustado mucho y no habían hallado en él nada censurable, se veía en el trago de comunicarme que no podría publicarse; su cliente, la Dirección de Paradores Nacionales, no daba la conformidad.

En un primer momento, por atavismo dadaísta, la censura me ilusionó tanto que le pedí que volviera a repetírmelo. Lo que no le había sucedido a uno en los tiempos de Franco, ni después, le sucedía ahora. Pensé alborozado dos cosas, en este orden: «Más vale tarde que nunca», y también lo que el torero Dominguín después de haber estado con Ava Gadner: «Corro a contarlo». Sí, los jerarcas de la empresa Paradores se negaban a publicar un artículo inocuo en una revista de circulación restringida y gratuita. No les gustaba… el tono.

Me defendí con tanto coraje como humildad, y le dije que cuando se lo habían encargado a uno, suponía yo que ya imaginaban el tono con el que se encontrarían, teniendo en cuenta que si algo tenía uno después de cincuenta libros es tono, igual que si alguien hubiese encargado un retrato a Picasso, lo estúpido hubiese sido devolvérselo al pintor sólo porque este le había puesto un ojo en el cogote, y le rogué a la chica con mayor humildad aún, que no pensara que uno quería compararse con Picasso, porque teniendo en cuenta además lo que iban a pagarle a uno, habría sido de idiotas.

La muchacha, sobrepasada por las circunstancias, decidió trasladar el asunto a la redactora jefa. Tenía esta un nombre precioso, Leonor Ventura, muy novelesco, y por teléfono una voz también muy bonita y aterciopelada, con la que corrigió a su subordinada, a la que dejó, pobre, por mentirosa o por tonta: la Dirección de la empresa no tenía nada que ver, era solo algo… «profesional». Lo resolveríamos, dijo rumbosa, con dinero. No lo publicarían, pero lo pagarían.

«Faltaría más», le dije. Pero más por el fuero que por el huevo, le advirtió uno que si persistían en la censura se verían en un pequeño escándalo, periódicos, agencias, en fin, esa clase de escarceos con los que de vez en cuando los escritores amenizamos gratis el cotarro este de los pobres. Era muy bonito oírle porfiar a la redactora jefa, también joven, asegurando que no era censura lo que se había practicado con el artículo. Recordaba a esos que de vez en cuando sacan por televisión después de quemar vivos a unos gitanos, y que se muestran indignados y ofendidos de que alguien les tome por racistas. De ninguna manera quería que se la llamara censora; lo que hacían con el artículo no era censura, dijo, sino «una decisión empresarial». Bien porque nadie quería una reyerta, bien porque había empezado a fluir entre nosotros dos una corriente muy bonita, infinita y de amor, acordamos intentarlo de nuevo, tras dejar de lado el burdo chantaje del dinero. Envió uno la segunda versión, de la que desapareció el recuerdo a aquel fatídico artículo que empezaba afirmando que León, como pueblo, vale poco, y que gracias a que valía poco había podido conservarse mejor que otros pueblos que valiendo mucho más que León, como Valladolid, habían sido destruidos antes y más concienzudamente. En fin, la vieja tesis de uno: según cómo, la pobreza preserva y el progreso destruye.

A los pocos días y después de evacuar consultas (obviamente con esa Dirección que, según aseguraba la Voz de Terciopelo, se mantenía al margen), volvió a comunicarme que no podía ser, pues aún quedaban frases que los señores inquisidores consideraban poco adecuadas, una sobre todo, en la que se afirmaba que el León que yo conocí de niño era «una ciudad levítica, atravesada en todos los sentidos y a todas horas por curas y militares, tan deprimentes». Es decir, habíamos pasado ya del tono al fondo. Se multiplicaron las conversaciones, las llamadas de teléfono, los tratos, las amenazas corteses, la pantomima. Nuestro amor iba en serio: se mostró irreductible. Se ve que a alguien de Paradores Nacionales los curas y los militares de los años cincuenta no le parecían deprimentes. Bendito sea Dios, Arriba España. No obstante uno, criado a los pechos del posibilismo, no quiso darse por vencido, y propuso una última enmienda: donde ponía «tan deprimentes», lo dejaríamos en «tan insistentes». Pidió tiempo la redactora de nombre novelesco y voz aterciopelada para consultarlo con la autoridad competente (militar, supongo, o eclesiástica), y a los dos o tres días telefoneó consternada con una negativa absoluta e inapelable. Era demasiado tarde. Ella misma, por más que lo disimulara, estaba avergonzada. Tantos remiendos no habían servido de nada. Pensé entonces que debería haber suprimido también el pasaje en el que se comparaba León con Brujas la muerta, porque seguramente aunque no supiesen de qué se trataba, su instinto de muleros acabaría haciéndoles disimular y tapar la ignorancia con la suspicacia. Demasiado tarde.

No obstante se comprometió a pagar el artículo siempre y cuando no lo publicara uno en parte alguna. Mis esfuerzos para hacerla comprender que los derechos intelectuales de un artículo incluso como el que acababan de vetar son de la misma naturaleza que el de los budas de Bamiyá, o sea, que nadie podría destruirlo o impedir que circulara por monstruoso que le pareciese, se acabaron cuando uno, poco considerado con su nombre tan sonoro y novelesco, y viendo que su gesto gallardo le iba a salir tan barato, les mandó a ella, la Voz de Terciopelo, y a su cliente, la empresa de Paradores Nacionales, al mismo lugar al que envió el actor Fernán Gómez a un espontáneo, en memorable andanada.

Sin embargo, supuso uno que una negativa tan empecinada tenía que obedecer a otras razones, y habló con algunos de los amigos que aún le quedan a uno en León, y todos ellos le informaron de algunas cosas que son, como diría Serlock Holmes, muy significativas. A saber, a) que los Paradores Nacionales están presididos por un tal Martínez, b) que este Martínez, compadre de Zapatero, fue alcalde de San Andrés del Rabanedo (León), c) que su jefe político, al ser promovido a la Jefatura del Gobierno, pagó su lealtad con esa sinecura por no tener Martínez otras luces para aspirar a cargos de mayor lucimiento, d/ que acaso por ser el tal ex alcalde hombre muy amante de la familia, y a las pocas semanas de acceder él a su cargo, quiso promover a su hija de veintipocos años al cargo de Directora General de Paradores Nacionales (dejándose convencer a última hora de que dada la tierna edad de la nena y a pesar de su indiscutible valía sería menos escandaloso dejarla sólo en directora de un Parador Nacional), y quiso evitar que su padre, también ex alcalde, un hombre pío al que se conocía en la región como el «sacristán de Toreno» por serlo en sus ratos libres, quiso evitar, decía, que viera cómo se molestaba a los curas en una revista de la jurisdicción de su hijo, aunque también pudo ocurrir que este, contagiado él mismo de las miasmas del Frente de Juventudes, que durante tanto tiempo estuvieron en suspensión en el ambiente de León, tampoco le gustara nada que se incordiase a los militares, unos y otros, curas y militares, alcaldes y sacristanes, qué duda cabe, ayer, hoy y mañana, tan… insistentes, y e) que el tal Martínez tenía quizá viejas cuentas pendientes con el hermano de uno, periodista en León, poco considerado en sus artículos con su carrera política, con su lealtad, con su amor a la familia y con su propias exaltaciones a las Jefaturas locales y otros cargos en el Partido.

Después de aquello, en dos o tres periódicos, donde referí discretamente el caso, se le ofreció a uno publicar el artículo, siempre y cuando no se mencionaran ni a la revista Paradores ni a los Paradores Nacionales ni a Martínez, para no exponerse a las represalias publicitarias de una empresa que periódicamente se anunciaba en sus páginas. Lo comprendí perfectamente y lo encontré muy razonable.

Una vez más, Clarín le acoge a uno en las suyas no sólo sin pedirle nada a cambio, sino pagándole incluso más de lo que Voz de Terciopelo iba a pagarle, lo cual, dicho sea de paso, le hace creer a uno al mismo tiempo en la justicia distributiva y en la poética. Y, sí, León probablemente vale más como pueblo de lo que mi humor atrabiliario creyó en su atribulada juventud; lo que no le cabe a uno duda es de que Martínez, de quien no conoce uno el nombre ni la jeta, no vale nada como inquisidor ni como censor ni como Presidente de los Paradores Nacionales. Aunque quiero creer, porque es uno compasivo de nación, que quizás empiece a valer algo cuando la política, en uno de sus despiadados e ineluctables reveses, le devuelva a San Andrés del Rabanedo, y quede en él varado como uno más de esos pobres y lastimosos cesantes de los que habló Galdós.

LEÓN, CON LA VOZ APAGADA

Tiene uno por delante mil palabras para hablar de su pueblo, León, y hacérselo atractivo a quienes leen esta revista [Paradores] en la paz de una posada. Ha creído uno siempre que la pobreza preserva si no se sabe ser rico, y que en ese caso es mejor ser pobre que rico. Aplicado esto al asunto que nos concierne ahora, León, tendríamos que algunas de las ciudades y pueblos más atractivos hoy, pueden serlo porque ayer fueron pobres y quedaron orillados de la codicia y de los especuladores. Para decirlo de un modo gráfico, si una ciudad no puede alcanzar el boato y la magnificencia de Roma o de Venecia acaso encuentre lo mejor de sí misma en su propia modestia, en su carácter, por lo mismo que si alguien no está dotado para la música hará bien en no cantar, limitándose a hablar de una manera natural y sin retórica.

Gracias a que León fue pobre muchos siglos (o a que «valía poco»), ha podido conservar mucho de su carácter, y hoy vale infinitamente más que lo que valen tantos otros pueblos que entonces le adelantaban: porque ha aprendido a decir su verdad más íntima no cantando, en sinfónica estridencia, sino con la voz apagada, como las viejas y mortecinas ciudades castellanas que encandilaron a los escritores noventayochistas.

León no era una ciudad monumental, de acuerdo, su importancia administrativa en el conjunto del país había sido escasa o nula desde los tiempos de Ordoño II, no había contado con grandes ferias ni tampoco con manufacturas prósperas, no había en ella llamativos palacios y la poca burguesía que tenía, médicos, abogados, jueces, era la propia de una ciudad de tercer orden, por usar los escalafones de la Restauración. Tenía, sí, una catedral gótica muy bonita, una de las más bonitas de España, algunas iglesias, un par de palacios antiguos destinados a funciones públicas, la Audiencia, el Gobierno Civil, el Gobierno Militar, el hospicio (¡aquel triste caserón de San Francisco!), la cárcel (¡la vieja y tenebrosa cárcel), dos o tres sanatorios, alguna casa estrafalaria modernista, media docena de conventos fúnebres, un poco repertoriado comercio de ferreterías, sastres y coloniales, dos estaciones de tren, algunas fondas y cantinas, cafés, un teatro y… El color predominante de la ciudad que yo recuerdo de mi niñez era el ferroviario, y su fisonomía tendía a la grisura, calles ni muy cortas ni largas, ni anchas ni estrechas, casas ni altas ni bajas ni pomposas… Era el suyo un murmullo urbano como murmullo es el de las hojas de los chopos de las riberas de sus dos modestos ríos. Era también lo que conocemos como una ciudad levítica, atravesada por militares y curas solanescos, tan insistentes… Los partidarios del pecado satisfacían malamente sus candorosas aspiraciones en media docena de cines y otra media docena de librerías en las que se expendían algunos libros mezclados con devocionarios y cuadernos escolares. La gente que sentía alguna inquietud intelectual no tenía pues mucho donde escoger, y se entregaba al chateo por los bares del célebre Barrio Húmedo… Hay algo en el nombre de este pintoresco laberinto, en una ciudad como León, de inviernos atroces y prolongados, de áspero lirismo. Probablemente la causa de que hubiese tantos bares, tascas, bodegones y cantinas, al menos en la época de la que hablo, haya que buscarla en el clima. No a la ligera uno de los personajes más celebrados por la comunidad, a quien se festeja cada año en una tumultuaria procesión, es un pobre pellejero, Genarín, a quien arrolló el camión de la basura, en una de sus micciones contra los cubos de la muralla. Iba completamente borracho no por vicio sino para no morir de frío.

Ese era todo su glamour, hoy transfigurado. Y acaso por él, o por la falta de él, la ciudad quedó durante muchos años orillada, aunque la codicia y la especulación de la que hablábamos aún tuvo tiempo de dar en ella algunas mortales dentelladas en los años sesenta y setenta. Pero, en fin, mal que bien, León pudo conservar lo único que no le interesaba más que a los pobres poetas simbolistas del novecientos, Unamuno, Machado o Azorín, y que hoy es su verdadero tesoro: su carácter singular y su atractivo. Para cuando empezó a entrar en ella el dinero ya era tarde y pudieron detenerse los destrozos y aún remozarla, restaurarla y mejorarla, hasta convertirla en lo que es hoy: una de las ciudades más provinciales y serenas del severo Septentrión.

Desde hace años, cuando vuelvo a mi pueblo, hago siempre el mismo recorrido, la plaza de Santo Martino, tan simbolista, San Isidoro, la calle del Cid, la Calle Ancha, la Catedral, la Plaza Mayor, las callejuelas del Barrio Húmedo… En ese periplo entra uno, desde luego, en la catedral, a ser posible al final de la tarde, cuando el sol de poniente mete dentro, a través de sus portentosas vidrieras, una luz caramelizada y litúrgica. Y por supuesto, nunca falta la Plaza del Grano, que le produce a uno la misma emoción que a un erudito el palimpsesto virgiliano salvado de los bárbaros. Esta becqueriana plaza, en la que siempre hay niños jugando, con la fuente donde abrevaba el ganado y sus olmos viejos, el pavimento de cantos de río, los soportales y su viejo convento de clausura, es el vestigio más genuino y romántico que pueda imaginarse de una vida silenciosa y recoleta.

En pocas ciudades como en León habrá sentido uno la sugestión de las ciudades viejas, tranquilas, provincianas, paseando por sus calles cuando los leoneses, empujados por el frío, la han dejado a merced de la noche y de unas farolas anémicas que hacen de nosotros apenas unas sombras. «¡Qué maravilla Sevilla sin sevillanos!», decía el sevillano don Antonio Machado. Como Brujas la muerta, de Rodenbach, hay algo en esta ciudad íntimo e inefable que se hubiera perdido irremediablemente si León, como burgo, no hubiese sido la «apartada orilla» de la que habló Zorrilla y luego Bergamín, y si hubiera valido lo que algunos leoneses quisieron que valiera. ■ ■


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