Autor: 6 marzo 2009

Pedro García Martín

El Madrid al que allega el joven Miguel de Cervantes, endomingado merced a su recién nacida Corte, estaba cojo de orientación. Apenas poseía tres puntos cardinales: un palacio vetusto, un camino alargado y un curso fluvial más bien escaso.

La residencia soberana, asentada sobre solar moruno cerca de la plaza de Oriente, erigía su inmensa mole parda entre jardines solazados y huertas floridas. Escenario ameno que no era óbice para el deambular de duendes por sus frías estancias, el requebrar de amantes fantasmales por sus pasadizos misteriosos, el crujir de extraños ruidos que alimentaban el magín ya de por sí supersticioso del vecindario. La salsa de las hablillas, a día siguiente, en los corrillos de Las Losas de palacio.

La vía comercial entre semana, el paseo cortesano en fiestas de guardar, era la atiborrada calle Mayor, así llamada, como su nombre indica, por ser la más grande. Una arteria neurálgica que concitaba el bullicio de la vida cívica, mientras pululaba una población heterogénea y trajinaban los talleres de los oficios gremiales. De forma que, en sus aledaños, venían a afrontarse las discusiones ociosas de las gradas de San Felipe a las coyundas venales en la mancebía municipal de La Solera. Los ingenios de uno se convertían en clientes de la otra con sólo cruzar tan concurrida travesía.

La corriente acuática no era otra que la del humilde Manzanares, cuyo estiaje permitía a las carrozas circular por su lecho en plena canícula veraniega, de puro seco que estaba. Aunque tenía la ventaja añadida para los varones de ser pobre en agua, pero rico en mujeres semidesnudas rebozadas en arena. Un acicate erótico festivo que no le salvó de la sátira burlesca cuando le motejaba de «arroyo aprendiz de río».

Todo lo cual no hace al caso para que la villa en la que se aposentara la familia Cervantes, de la que los cronistas ponderaban el saludable aire serrano y la finura de sus aguas en medio de un urbanismo abigarrado, fuese en aquellos momentos ni más ni menos que la capital de ambos mundos: el Orbe Viejo continental y el Orbe Nuevo ultramarino.

Y es que la ciudad de Madrid va indisolublemente unida a la biografía del creador quijotesco. Pues hasta en tres etapas cruciales de su vida residirá el escritor en la recién nominada, desposeída y renombrada Corte de la Monarquía Católica. De resultas de estas estancias, proponemos al lector viajero un recorrido por los lugares emblemáticos, donde aún pueden rastrearse las huellas cervantinas en esta capital cosmopolita de los pueblos de España. El foro castizo heredado de aquella villa barroca del Siglo de Oro.

PRIMERA ESTANCIA: GRAMÁTICA Y VERSOS

No le había ido bien la economía doméstica al matrimonio compuesto por Rodrigo de Cervantes y Leonor de Cortinas. El desempeño del oficio de cirujano a cargo del páter familias les hizo peregrinar por Alcalá de Henares, Valladolid, Córdoba y Sevilla. En este itinerario fueron naciendo los seis hijos del enlace, incluido Miguel que tenía en torno a dieciocho años hacia 1566, cuando recaló en la ha poco estrenada Corte castiza. El vecindario en expansión y la afluencia de personajes de variopinta calidad llevaron a los moralistas a calificar la villa de «confusa Babilonia». De ahí que en la Guía y aviso de forasteros que vienen a la Corte, compuesta por Antonio Liñán, a fin de advertir de los peligros que acechaban a los recién llegados, el primer consejo «es que mire y atienda qué posada escoge, en qué parte, y en qué vecindario que sea a propósito para el intento y ánimo con que viene, y que desde ella pueda negociar con mayor comodidad y mayor seguridad».Esos beneficios para el desempeño de un barbero sangrador creyó hallarlos el clan Cervantes en una modesta vivienda de la rúa Leganitos, como se decía entonces, por la que deberían desviarse los peatones que deseasen atajar el trayecto entre la cañada mesteña y el Alcázar Real. Lo más probable es que el nuevo nido familiar fuese el alquiler de una de las conocidas como «casas a la malicia», así llamadas por ser pobres edificios con una sola planta baja, que disimulaban la distribución interior. Merced a esa razón fiscal, estaban exentas de pagar el impuesto de «regalía de aposento», a la que, en cambio, sí contribuían las construcciones de más de una altura.

Lo cierto es que, a despecho de la precariedad del hogar, el joven Miguel pudo asistir como alumno al Estudio de la Villa, sito en la calle del mismo nombre y dirigido por el maestro don Juan López de Hoyos, a la sazón párroco de la vecina iglesia de San Andrés. Sendas placas recordatorias y la ubicación del actual Museo de la Villa paredaño del templo nos evocan los primeros pasos capitalinos del futuro novelista.

Sin embargo, y de momento, el mencionado centro era una escuela de gramática que se fundara en tiempos de los Reyes Católicos, donde se preparaba a los colegiales para un próximo ingreso en la Universidad de Alcalá de Henares. Por las clases recibidas, siguiendo la tradición gremial, cada estudiante pagaba tres reales mensuales al director en concepto de matrícula. Que nuestro protagonista cursó con provecho las enseñanzas recibidas lo demuestra el hecho de que el docente López de Hoyos le invitara a colaborar en la confección de cartelas para arcos triunfales y demás arquitecturas efímeras que loaban a la monarquía. Pero, sobre todo, lo avala la inclusión de algunos de sus poemas en el libro que el sacerdote humanista dedicó a La muerte y exequias de la reina Isabel de Valois, donde su mentor le califica de «caro y amado discípulo».

Ahora bien, en 1569 se trunca de forma abrupta la carrera poética de tan prometedor alumno, al dictar los alcaldes de Casa y Corte una provisión real contra Miguel de Cervantes, que amenazaba con desterrarle durante diez años y cortarle la mano derecha, como consecuencia de un duelo en el que había herido al influyente caballero Antonio de Sigura. Al tiempo que nuestro escritor ponía tierra de por medio, marchando a la corte romana de monseñor Giulio Acquaviva, en Madrid comenzaba a editar la primera imprenta y se inauguraban los corrales de comedias de la Cruz y de la Pacheca, ubicados entre casas vecinas a los actuales teatros Español y de la Comedia. Era llegado el tiempo de la fiesta en la cultura áurea del Imperio hispano.

SEGUNDA ESTANCIA: 
CORRALES DE COMEDIAS

Los años más peligrosos y turbulentos de la biografía cervantina parten de su ingreso en los tercios que guerreaban en Italia. Unos ejércitos triunfales que, tras la creación de la Liga Santa, vencerán a la armada del Gran Turco en la famosa batalla de Lepanto. A la actuación heroica del arcabucero Cervantes en combate, le sucede el penoso cautiverio de Argel, al que pone fin el rescate del trinitario fray Juan Gil en el momento en que nuestro forzado estaba presto para ir de galeote a Constantinopla.

Para cuando Miguel vuelva a pisar suelo español, han pasado doce años de juventud azarosa, regresando a Madrid en 1580, donde se avecindará en distintos domicilios del actual barrio de las Letras. Con treinta y tres años a sus espaldas, encuentra a sus parientes en situación de penuria, prendiendo en sus mientes el empeño en obtener algún cargo oficial, incluso pasando a Indias, al objeto de saldar las deudas familiares.

Desde la pobre morada de los Cervantes, se capearon la peligrosa epidemia catarral y los malos augurios que trajo consigo el paso de un cometa. Señales agoreras, portentos diabólicos, que tanta desazón provocaron en los pulmones y en los temores de los madrileños.

En medio de esta corta tregua, se reencuentra con los amigos y los círculos literarios, enzarzados en los mentideros de la villa: el mundano de San Gil, el político de Las Losas y el de cómicos en la calle del León. Al cabo, Miguel publica su primer libro en 1584, a la sazón la novela pastoril intitulada La Galatea. Pero, sobre manera, se aficiona a los escenarios y escribe comedias para los «autores» o empresarios de compañías de teatro legua, que apenas las estrenan en el corral del Príncipe entonces de moda, muy próximo a la sede de la actual Compañía Nacional de Teatro Clásico.

Los amoríos en la ciudad y la boda en Esquivias del maduro Cervantes conviven con la ilusión por las bambalinas, en una ciudad dinámica donde el ajetreo mundano llamaba la atención de cuantos extranjeros la visitaban, como escribe sir Richard Wynn: «No hay, como en esta ciudad, ningún lugar del mundo en que tanta gente ande por las calles, que charle, que coma en los espectáculos; y de cada diez personas, hay una que lleva gafas». Sería por aquello de que si hay algo que mirar es «de Madrid, el cielo».

TERCERA ESTANCIA: EL QUIJOTE

Después de un accidentado paso por Valladolid, siguiendo los caprichos de la veleidosa Corte de Felipe III, un escarmentado Miguel de Cervantes fija su residencia en la madrileña calle de la Magdalena, detrás del palacio de Pastrana. Entre el otoño y las Navidades de 1604 se compone la edición príncipe de la primera parte de El Quijote en la imprenta de Juan de la Cuesta, sita en el número 87 de la calle Atocha, cuyo edificio se ha convertido hoy en la sede de la Sociedad Cervantina. El éxito fulgurante de la obra maestra de nuestro protagonista le dio más renombre literario que dineros, pues le permitió editar en años sucesivos las Novelas ejemplares y el Viaje del Parnaso, pero también le produjo el sinsabor de ver aparecer el falso Quijote de Avellaneda.

Poco después del regreso de la Corte a Madrid, Miguel escribe la segunda parte de El ingenioso hidalgo en un nuevo domicilio, ubicado en la linde de las Huertas, frente al cementerio de San Sebastián, cerca de la imprenta y de la librería en la que se editaban y vendían sus libros. No obstante, aún faltaba una nueva mudanza al que será su hogar postrero, en la calle del León, a cuya finca se le ha cambiado tanto el interior como la entrada, que ahora se hace por la calle que lleva su nombre y al final de la cual —paradojas de alcaldías poco letradas— se halla la casa del que fuera su rival Lope de Vega.

De manera que es en este solar sombrío que le recuerda con un bajorrelieve sobre la nueva puerta, donde estaba acabando la dedicatoria de su obra póstuma el Persiles, cuando fallece en 1616, sintiendo que «el tiempo es breve, las ansias crecen y las esperanzas menguan». El sepelio corrió a cargo de sus cofrades franciscanos, siendo enterrado en una sepultura anónima en el convento de las Trinitarias Descalzas, hoy en la calle Lope de Vega —y de nuevo, se repite el desafuero municipal—, donde la Academia de la Lengua colocó una placa en memoria del ilustre cenotafio cervantino

La posteridad adornó la capital con recordatorios del autor y de sus afamados personajes. Desde los ilustrados a los románticos, el busto de Miguel de Cervantes fue esculpido en la fachada de edificios nobles, formando parte de la más clásica estatuaria urbana, del talante de la Biblioteca Nacional y el Ateneo. Pero, sobre todo, debemos a la revalorización de su obra por los escritores de la Generación del 98, la celebración en 1905 del tercer centenario de la primera edición de El Quijote. Puesto que durante esos fastos se emplazaron esculturas y placas conmemorativas en lugares emblemáticos de la ciudad. Es así, viajero lector, como puedes contemplar hoy la figura de nuestro dilecto escritor enfrente de la fachada de las Cortes y la de sus universales personajes don Quijote y Sancho en la plaza de España. Siluetas en bronce que han pasado a ser iconos turísticos en forma de postales, carteles, fotografías y videos, en tanto algunos de los souvenirs más solicitados de la Villa y Corte. Lo que yo en dado en llamar «las imágenes pobres de El Quijote».

Al cabo, clausuramos esta lectura de la ciudad barroca, en cuyas páginas callejeras hemos homenajeado a un creador, tan genial hoy como pobre de aprecio entonces, como ha sido Miguel de Cervantes. Pues este Madrid cosmopolita disfruta ya de más de un palacio y aun de muchas calles mayores. Pero, eso sí, dado que cualquier cuartillo de vino tabernario sigue conteniendo más agua que el Manzanares, henos a vueltas con la discusión acerca de «si se venden los puentes o se compra un río». Sea cariñosa dedicatoria fluvial y final. ■ ■


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