Autor: 21 marzo 2009

José Antonio Garriga Vela
Pacífico
Anagrama, Barcelona, 2008

La vida, en este país, durante la década de los sesenta, no era fácil. Todo tenía ese tono gris, tibio, deprimente y decididamente cutre que pocas series y películas actuales, por mucho que se empeñen, consiguen reflejar fielmente. Siempre, por unas causas u otras, acaban deformándolo, suavizándolo, edulcorándolo. El mundo, aquel mundo, bajo la dictadura, bajo la fuerza de la mano dura, bajo las leyes de un sistema forzosamente impuesto, siempre estrechamente relacionado con la Iglesia católica más siniestra y reaccionaria, terminaba siendo bien injusto para los perdedores, para los diferentes, para una buena parte de la sociedad. Un feo blanco y negro, tan diferente al luminoso blanco y negro de aquellas películas americanas que conseguían hacer los sueños un poco más cercanos y la vida un poco más llevadera, terminaba por inundarlo, por masacrarlo todo. Ahí, en ese tiempo, arranca la historia de esta familia.

Un padre, una madre, dos hermanos. Y una calle, una de esas calles donde puede caber todo un mundo. El mundo de los supervivientes, de los que intentan mantener la dignidad, de un modo u otro, pese a las circunstancias y las adversidades, construyendo barcos o frases, según los talentos y los estados de ánimo. Frases como las que escribía Hemingway, escritor al que el narrador de esta historia, uno de los dos hermanos de esta familia, quería parecerse. No solo en los escritos, sino también en las múltiples aventuras que corrió aquel escritor que se suicidó el 2 de julio de 1961, el mismo día en que estos hermanos hicieron la Primera Comunión. Muchos muchachos de entonces, con inquietudes, con ganas de evadirse de aquella grisura, admiraban tanto al Hemingway escritor como al aventurero, al arriesgado amante de la vida, de las juergas, de los peligros, del alcohol y de las mujeres hermosas, fumadoras e inquietantes, con aquella Ava Gardner que tanto color, sensualidad y diversión le ponía a la tristeza de aquel régimen franquista, dentro y fuera de la pantalla, a la cabeza. Mohamed Chukri y Jean Genet, emborrachándose en Tánger, con sus demonios y su divinidad, su talento y su autodestrucción, también formaban parte de los ídolos a admirar. Frank Kafka, otro estilo de escritor, era otra de sus filias. Y no olvidemos a la bella Claudia Cardinale, volcánica y mediterránea, otra fantasía. Otra más.
La vida cotidiana, los problemas del amor o de las parejas, con sus idas y venidas, con sus dimes y diretes, lo complicado de todas las relaciones y de la existencia en general, queda perfectamente narrado en esta historia, más de supervivientes que de perdedores, acaso de supervivientes inestables, como se menciona en el propio texto. Y el problema del tiempo, ¡cómo no!, del paso del tiempo, tan bien reflejado en apenas unas pocas palabras: «El tiempo transcurre con extrema lentitud durante la infancia y la adolescencia, sin embargo se precipita al llegar la madurez». Creo que no se puede expresar mejor.
Pacífico es, sin lugar a dudas —junto a Cielo nocturno, de Soledad Puértolas y Paraíso inhabitado, de Ana María Matute: sobrevolando, ambas, también infancias y juventudes—, con su estilo sencillo y directo, tan transparente como difícil de alcanzar, la mejor novela publicada en los últimos meses en este país. Por eso, por su indiscutible calidad, merece bien no ser arrinconada en el olvido. Descúbranla. O redescúbranla. Cuanto antes, eso sí.

Ovidio Parades


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