Autor: 1 julio 2008

Un hombre solitario camina por las calles de la ciudad donde vive. Va rumiando sus propios pensamientos, vagamente melancólicos. La condición humana y la inestabilidad del mundo favorecen esos silenciosos soliloquios que lleva consigo mismo. Como muchas ciudades, la suya la atraviesa un río. Podría ser una gran ciudad, populosa y magnífica. No hay una sola ciudad que no se haya levantado cerca del agua. Con frecuencia esa agua corre en forma de río. No es preciso que sea un gran río, pero suele ocurrir que la magnificencia de la ciudad se corresponde con el paso amplificado de un río caudaloso. Ese hombre solitario podría estar paseando, pues, por el moderno París y tropezarse con el siempre hipnótico transcurrir del Sena; o por Londres, y detenerse ante el turbulento e inquietante Támesis; quizá se haya sentado para contemplar en la mansa corriente del Tíber el reflejo del Castillo del Santo Ángel.

Sin embargo nuestro hombre solitario camina por el alfoz de una ciudad mucho más pequeña. Apenas se conservan hoy de ella unas prestigiosas ruinas, ninguna correspondiente a los tiempos, mucho más modestos, en los que ese hombre vivió. Pero nos queda de él, como si las hubiera pronunciado ayer mismo, un puñado de frases, sobre las que han reflexionado los más ilustres filósofos. Son frases que entiende cualquier persona, de una hondura y claridad incontestables. Quizá por eso no acaba de comprenderse la razón del mote con el que le conocen sus paisanos. No tendría por qué, pero tal apodo le mortifica lo indecible. En cuanto a sus célebres frases misteriosas, pudo habérselas dicho a alguno de los escasos amigos y discípulos que le resarcen de tantas misantropías: el pescador Porfirio, el tejedor Merodio, el boyero Critón. Paseando, ha llegado a las orillas del río Caístro, que un poco más abajo rinde sus aguas al mar Egeo. Es un río aceptablemente grande, más que la mayoría de los de su abrupto país. Y allí, a su orilla, el paseante solitario se ha quedado pensando muchas horas, a lo largo de muchos días, meses, años. Dos kilómetros más allá, hacia el oeste, en la desembocadura, se ha formado un abigarrado puerto, que se llena a menudo con la algarabía de los marineros. Llegan estos de todas las naciones conocidas y salen a recibirlos no menos ruidosos lugareños atraídos por sus mercaderías y sus fabulosas historias. Hemos dicho ya que a ese hombre no le gustan las multitudes, «el rebaño» las llamará, prefiere este rincón en el que ve cómo las aguas del río, dulces aún, avanzan sin amedrentarse ante las mareas saladas que tratan de frenarlas. La visión de la corriente le apacigua y serena sus turbulentos y desasosegados pensamientos. También le han llamado «El Melancólico». Ese lugar junto al Caístro es uno de sus preferidos. Crecen y sombrean su orilla unos grandes fresnos, de los que su amigo Critón obtiene aparejos para sus bueyes. Allí se han conocido. Nadie como ese hombre melancólico aprecia la soledad de ese rincón, ningún solitario valora como él a sus amigos. Ni siquiera le perturba el ruido de las olas que dos kilómetros más allá golpean las amuras de los barcos. Ese día está junto a Porfirio, pescador de caña, silenciosos los dos, para no asustar la pesca. Mirando la corriente mansa, aquel hombre con fama de esquivo y apesarado, piensa: «Todo fluye, todas las cosas de este mundo pasan y ninguna puede impedir que esto sea así. Nadie tampoco puede bañarse dos veces en el mismo río, porque sobre quien se sumerge en los mismos ríos fluyen siempre distintas aguas». Esas palabras se repetirán a lo largo de dos mil quinientos años, y se encontrarán lapidarias. Nadie ha dicho mejor lo que en ese panta rei, todo fluye, ha quedado dicho para toda la eternidad. Es uno de esos apotegmas que ruedan de generación en generación, sin que el paso del tiempo haya erosionado su médula de verdad profunda. El hombre solitario, a quien se conoce con el nombre de Héraclito, se ha levantado. Heráclito vive todavía con nosotros, sus palabras parecen haber sido pronunciadas ayer mismo. Deja pescando a su amigo Porfirio, y se vuelve a la ciudad. Han pasado desde entonces, sí, dos mil quinientos años y Heráclito mira asombrado sin comprender bien lo que ha sucedido: la ciudad, Éfeso, ha desaparecido. El pastoreo indiscriminado y abusivo la ha erosionado a lo largo de todo este tiempo, hasta colmatar la ensenada a cuya vera se levantó. La línea de la costa se ha ido desplazando desde entonces y lo que un día fue la populosa Éfeso, de famoso puerto en todo el Asia Menor, se encuentra hoy mismo, abandonada y desierta, como sus fantasmales ruinas, a ocho kilómetros y medio de la costa. Únicamente la curiosidad o el aburrimiento de algunos turistas la animan pasajeramente durante unas pocas horas de la mañana, cuando el calor no aprieta demasiado. Heráclito de Éfeso, contempla, pues, las ruinas de unos suntuosos templos y las de una fastuosa biblioteca que se erigió en la ciudad algún tiempo después de que él muriera. Y entonces, ese hombre a quien sus vecinos dieron el mote de O Ekoteinó, «El Oscuro», vuelve a decir con pesadumbre: panta rei, todo fluye. Y esa verdad a todo el mundo le resulta clara, seria, incontestable.

II

No sabemos si el panta rei de Heráclito fue consecuencia de las teorías de Parménides, para quien el ser era un acto puro, sin principio ni fin ni sucesión, en un mundo en el cual Aquiles, de pies ligeros, jamás daría alcance a la tortuga. Hay quienes creen que por el contrario fue Heráclito anterior a Parménides. Han pasado veinticinco siglos y tras Heráclito y Parménides se han sucedido las doctrinas filosóficas. Unas veces los filósofos y los tiempos parecían inclinarse y darle la razón a uno, otras se la daban al otro, otras más surgía alguien, como Aristóteles, que trataba de dársela a los dos haciéndolos compatibles. El país que les vio nacer a todos ellos, desapareció poco tiempo después y muchos siglos después también renació de nuevo. Diríamos que doctrinas, países y épocas fluyeron sin detenerse, y el río de Heráclito se reencarnó en todos y cada uno de los ríos del mundo. Desde entonces no hay ni un solo río, por pequeño que sea, que no recuerde al río de Heráclito.

Han transcurrido veinticinco siglos y no hay tampoco ni un solo hombre a quien lo fugitivo de las cosas no melancolice, y que no sea la reencarnación de Heráclito. El Heráclito moderno ha nacido en Portugal. Podríamos llamarle también El Oscuro, pese a que las no muy abundantes palabras que de él conservamos son espontáneas y sencillas, pero no por ello menos misteriosas: «He visto que hay Naturaleza / que Naturaleza no existe / que hay montes, valles, llanuras / que hay árboles, flores, hierbas / pero que no hay un todo al que esto pertenezca». Viene a decirnos, pues, lo mismo que Heráclito: todo huye, nada permanece, todo está y no está en la naturaleza y al hombre sólo le ha sido dado ejercer su melancólico oficio de testigo, unas veces paseando él un espejo a la orilla del camino, y otras viendo, desde la orilla, el espejo de un río, que es siempre un camino que anda.

Ese hombre a quien su discípulo, Fernando Pessoa, ha dado el nombre de O guardador de rebanhos es también un hombre solitario, como todos los pastores. No fue un guardador de rebaños, sin embargo, porque su hacienda le permitió llevar vida contemplativa y de hidalgo, pero tenía, como don Quijote al volverse a su aldea derrotado de las playas de Barcelona, el alma de los pastores. De las muchas horas que pasó solo, pastoreando su grey, este hombre a quien conocemos como Alberto Caeiro, ha sacado su filosofía. No hay ningún solitario genuino que no sea descubridor y dueño de alguna verdad original y propia. Si Heráclito advirtió que ningún río era igual a sí mismo, Caeiro descubrió que había algo más fuerte que todos los ríos, algo que nada, ni el tiempo, podría vencer nunca: los nombres que llevan las cosas y la memoria que los guarda y todo lo que los nombres atesoran. Esa firmeza suya, elemental e intuitiva, le hará expresarlo de este modo: «El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea, / pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea / porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea».

Y desde entonces los ríos que pasan por todas las aldeas del mundo, por insignificantes que sean, son el Río Tajo, y tanto o más hermosos, porque así lo dijo aquel oscuro guardador de rebaños.

III

Abrumado por el colosal peso de sus arquitecturas teológicas, Agustín de Hipona se ha llegado a la playa. Necesita pensar. Es también un hombre solitario. El ruido de las olas que inquietaba y distraía a Heráclito, a Agustín le tranquiliza y le distrae igualmente, se mece en él, como mecen las olas con su vaivén las arenas infinitas. Ese monótono ruido del mar acompasa los batanes que en su mente le van adelgazando el pensamiento y le ayudan a conciliar la teoría que concibe el ser como una unidad absoluta e indivisible con la teoría que lo considera multiplicado y en movimiento perpetuo por la acción del amor. El amor, piensa Agustín, engendra el ser. La teoría de la Trinidad es, qué duda cabe, peliaguda, acaso la más abstracta de todas a cuantas se ha enfrentado. Cabalga sobre ella como el esquife sobre una ola gigante. No es fácil gobernarlo y al menor descuido o por impericia la ola acabará engullendo y devorando a la barquita y a su teólogo.

Apenas ha pensado Agustín un sutil argumento, otro detrás, también como una ola, lo avasalla y borra, no dejando de él más que un tenue dibujo de espumas blancas. No, no es grano de anís la tarea que se trae entre manos. Escribir los quince tomos del tratado que ha consagrado a tal abstracta tarea le ha absorbido los últimos veintiún años. Está extenuado. El mar que lleva por dentro ha conocido en tanto tiempo galernas y tempestades que han arrasado inmisericordes y formidables andamiajes que creía bien firmes. Su vista está cansada. El mar baña sus pies descalzos. Lleva en una mano sus sandalias. Lo que al principio tomó por una minúscula roca que salía de la arena, cobra forma de muchacho cuando lo ha visto ponerse en pie. Al llegar a su altura, Agustín se ha detenido. Observa el paciente y afanoso trabajo de ese niño que ha practicado en la arena un pequeño hoyo. En él vacía el agua que ha traído en una venera del mar que tiene a dos pasos. Cada vez que la vacía, se acerca a donde rompen las olas, la llena y la trae con cuidado de no derramarla en el transporte; a continuación la vierte en aquel pocillo y se dirige de nuevo a llenar su concha. Agustín advierte que hay algo anómalo en la conducta de aquel misterioso muchacho porque nadie pone más lógica en sus juegos que un niño, y le pregunta. Este, de rodillas junto a su hoyo, levanta la vista de su pequeña obra hidráulica y le responde que será más sencillo para él meter toda el agua del mar en aquel hoyo que comprender nadie el misterio de la Trinidad. Cuando Agustín advierte que está hablando con un ángel enviado por el Altísimo, es ya demasiado tarde, y la visión se desvanece. De nuevo están él y sus abismados pensamientos solos frente a la inmensidad del mar. Vuelve a casa y ese mismo día da por cerrada la hasta entonces más abrumadora obra concebida por la mente humana, donde quedaban represadas las infinitas corrientes de las dudas. Su tratado De Trinitate no concluido, es abandonado para siempre, como esas abultadas novelas cuyo punto final lo ha decidido no el desarrollo de la trama, sino la fatiga de un autor que ve, con tristeza, cómo no hay historia verdadera que no acabe fluyendo y perdiéndose para siempre en la mar inmensa, ese mismo mar que un muchacho trataba de meter en un hoyo ante los ingenuos ojos de la Edad Media, que propagó tal leyenda.

No serán muchos desde luego los que lean todavía ese tratado, pero gracias a aquel niño, algunos hombres han probado, forzando la razón, que era posible meter mares enteros en un hoyo.

IV

En plena Edad Media un caballero escribe una elegía atosigado por la muerte de su padre. El triste desenlace le ha hecho pensar sobre la vida, la suya y la de aquellos que él conoce. Se rinde con tristeza, como el melancólico Heráclito, a la evidencia de la brevedad de todo lo mundano, su imparable decurso. El metro que ha buscado para su planto no podría haber sido más adecuado en esa hora triste. Se le conoce con el nombre de «pie quebrado», y parece sugerir el quebranto en el que han sido escritos sus elogios. Pensaríamos que han llegado a su pluma sin esfuerzo, con el ritmo pausado y natural de una corriente íntima de sentimiento y de sentido, y acaso ello le ha sugerido el comienzo de la tercera estrofa: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir…»

Si desde que Heráclito formuló su panta rei no hay un solo río que no sea el río de Heráclito, desde Jorge Manrique no hay una sola vida que no la sintamos como un río que acabará fundiéndose y perdiéndose en un mar inmenso, inabarcable y misterioso, y desde entonces, en nuestra lengua, ya nadie podrá expresar mejor ni con otras palabras que las empleadas por el caballero lo que son nuestras vidas y el paso inexorable que las va llevando hasta la muerte. Su misma expresividad las ha vuelto inalterables y esa misma cualidad las ha vuelto clásicas.

¿Qué ha visto el hombre en el agua que parece recurrir a ella siempre que ha de buscar explicaciones esenciales? Ninguno otro de los elementos —tierra, fuego, aire—, frecuentes igualmente en los mitos, parece tan versátil ni rico.

No es sólo gratitud lo que el hombre siente hacia el agua de quien sabe que sin ella no es posible la vida. Sin aire no podríamos vivir, y no por ello encuentra el hombre la inspiración en él para ilustrar sus oscuras intuiciones. Hay algo más simbólico. No sólo vive el hombre gracias a que tiene agua, sino que busca su compañía: al lado de un surtidor, de un pozo, de un arroyo, del mar; detrás de los cristales, viendo llover, saliendo a pasear cuando baja la niebla y borra los contornos del mundo y hace de nosotros nada más que una sombra, o admirando cómo deja su escritura cuneiforme un gorrión en la nieve u oyendo los cristalinos arpegios que arranca el sol de unas flautas de hielo. En todos los casos, en cualquiera de los trajes con los que el agua se presenta a nosotros, parece llegar para decirnos algo, único y personal. Así lo vio igualmente el poeta anónimo del romancillo del Conde Arnaldos, que yendo a cazar con su halcón, vio a lo lejos una galera. «Quién hubiese tal ventura / sobre las aguas del mar», dice de Arnaldos el poeta. Viene en el barco un marinero cantando. La canción es tan hermosa que hace que el viento se detenga y que suban los peces desde el fondo y que se posen las aves en las jarcias del barco para oírla. Quiere entonces el conde sumarse a esa delicia y ruega al marinero que se la diga. Su respuesta no fue la de un simple marinero. Por su boca habla el agua misma, la de los ríos que nutren el mar y la del mar mismo: «Yo no digo esta canción / sino a quien conmigo va». Para bañarse dos veces en el mismo río habría que ir en el mismo río, a la par que él. Para vivir, hay que partir, viene a decirle el marinero, y sólo así llegará alguien a escuchar esa maravillosa canción que no es otra que la canción de la vida, aquella que seis siglos después completó Antonio Machado: «Caminante no hay camino (…) se hace camino al andar…»

V

¿De dónde proviene, pues, esa capacidad del agua para multiplicar los significados que parecen contenidos en ella en número infinito? ¿De la sospecha ancestral de que toda vida procede de ella o de que sin ella no le esperaría a este planeta sino la muerte?

Cuando Velázquez hace que el viejo aguador levante su copa de boca ancha, esbelta y limpia, y la ofrezca al mundo, nos está dando no sólo una metáfora de toda la realidad, lo más limpio, sutil y frágil de ella, sino también lo más fuerte e indestructible, la razón de ser del hombre junto a la razón de la sed. Si hermosa era el agua desnuda y libre en el manantial o en el río, tanto o más lo es viéndola sometida al ingenio del hombre. Y esa copa velazqueña es, de todas las posibles intervenciones del hombre en el agua, uno de los más bellos y elementales ingenios hidráulicos industriados por él.

Asombra siempre que al tratar el hombre de ordenar y dar razón a un elemento que parece haber nacido sin ella, ingobernable e imprevisible o retraído en sus profundos veneros, no haya agotado nunca el carácter simbólico y por tanto poético que parece ser consustancial a ella. ¿Podemos decir que es más hermoso un lago canadiense, en en medio de una naturaleza intonsa, que la copa que ese anciano ofrece en el popular barrio de Triana y cuyo fino cristal ha permanecido intacto hasta hoy? ¿No son la misma agua? ¿No está toda el agua del mundo metido en esa copa, como pretendía hacer el ángel? ¿Podríamos asegurar que las palabras del arroyo que baja desde las cumbres de Sierra Nevada por parajes solitarios son más elocuentes que esas mismas aguas al llegar a Granada y recorrer el laberinto de canalillos de La Alhambra, trazados no por utilitario uso, sino sólo por el placer de oírle confesar «sus cosas»? ¿No hay acaso algo sagrado en cualquiera de esos embalses majestuosos, levantados por el hombre, como algo sagrado hay en la coral de Bach, incluso para quien que no profesa la fe en Dios? ¿No diríamos que cualquier río, y su heracliteano sentido, queda subrayado y aun ampliado por el puente que lo cruza o el acueducto que lo desvía?

Desde que Heráclito formuló su panta rei, fatídico e imparable, ha tratado el hombre de frenar, conducir o racionalizar ese transcurso. Ha sido un modo, no menos melancólico, de alargar nuestras vidas. Bien porque el fluir de las corrientes y las mareas traían consigo la destrucción y la muerte, el hombre ingenió exclusas, canales y puertos; bien porque la ausencia de fluido devastaba una región necesidada y sedienta, pensó en los acueductos, estanques, depósitos, albercas y canales; e incluso, cuando estaba a salvo del tiempo ha querido el hombre medirlo con la clepsidra o, como hemos visto en La Alhambra, hospedarla en su casa por el solo gusto de oírla como surtidor o verla dormir en el estanque con el mundo arropando sus sueños.

En todos los casos advertimos que cuando la razón trata de geometrizar el agua, esta, ordenada, parece rendirse a la belleza de los números, del cálculo, a la infinita armonía de su música: nunca el agua guardó más asombroso silencio que en un aljibe, generoso en ecos y resonancias, nunca ha cantado mejor que en la azuda del sembrado. Se trate de la piedra del acueducto o del barro del aljibe, del hormigón de la presa o del mármol de la taza de la fuente, el agua acaba elevándose a símbolo de realidad, es realidad en estado puro, cambiante e imprevisible.

VI

Cada hombre que se detiene junto al agua parece estar detenido ante sí mismo, tanto el viajero que contempla las cataratas del Niágara como aquel que en una solitaria hospedería de Castilla ha pedido un humilde vaso de agua, para calmar la sed, y se abisma en su contemplación. Al cantarla bajo mil formas los poetas han pensado quizás en las mil formas que a ellos les gustaría fluir, fuir, también. Por eso desde antiguo ha sabido el hombre que quien haya podido detener el curso de las aguas, se igualará a los dioses, pues habrá evitado que se pierdan en «la mar, que es el morir». Hoy más que nunca tratan los hombres de vencer a la muerte deteniendo los ríos y no dejando llegar al mar más que la justa cantidad de agua, para que no se nos mueran los mares. La paradoja es esta: el que huye será tanto como aquellos dioses que, por serlo, no necesitan moverse de su sitio. ¿No es significativo que la inmortalidad la proporcionaran los dioses a los hombres en la fuente Castalia, que mana todavía, a los pies del Olimpo, o en agua convertida en vino, en un oscuro bodegón de Judea?

Desde el principio de los tiempos, hasta hoy mismo, ha sentido el hombre que detener «la corriente infinita» era tanto como vencer a la muerte. La corriente infinita tituló bellamente uno de sus libros Juan Ramón Jiménez, que había llamado en otra ocasión al octosílavo del romance español, el río natural de la poesía. La poesía está, sí, para fluir en ella hacia ese estadio último del ser que se basta a sí mismo. Como si todo conocer, que no es otra cosa que un desplazarse, estuviera llamado, en su más elevado grado, a detenerse para siempre, cumplido como el ser. Razón y ser, razón y sed, razón de ser. Y la fotografía es, como todo lo que vale algo, cuando lo vale, poesía. Así lo vemos en este libro al que sirven de preámbulo estas líneas.

Ningún elemento sugiere de forma más poderosa lo efímero de todo como lo sugiere el agua. Puede llegar a tener todos los rostros y a no tener ninguno. Nada de lo creado es capaz de adquirir como lo hace el agua cualquier forma sin dolor, maleable como la memoria y el olvido; nada ni nadie ha pasado por tan diferentes estados con menos esfuerzo sin perder su naturaleza, de agua a hielo, a nieve, a niebla. Nada tan manso puede causar tanto daño, nada tan débil como el vapor puede alcanzar tan colosales fuerzas… Y su inestabilidad es su poder y su misterio, lo que ha hecho de ella algo tan fascinante desde siempre, y su reposo y su sueño, en la cumbre nevada o en el oscuro pozo de un desierto, ha llegado a ser expresión de tantas esperanzas.

Cuando los fotógrafos adviertieron, y eso bien desde el principio, desde la invención de la fotografía, que su rudimentaria caja oscura tenía la facultad de apresar el instante decisivo, quisieron meditirse justamente con aquello que, como el agua, no era sino eso, instante en estado puro, en fuga perpetua. Resulta llamativo que la mayor parte de las fotografías que se incluyen en este libro, de fotógrafos tan diferentes entre sí y sin que en ellos hubiera un previo acuerdo, siempre que aparece el agua… aparece detenida, incluso la que se nos da en algún canal o acequia, la creeríamos… dormida, o mejor aún, soñada. Parecería que han buscado también ellos una noble correspondencia para su oficio, y lo han buscado, como no podía ser de otro modo si querían encontrarlo allí, más que poéticamente.

Cierto que cada uno de estos fotógrafos, Chema Madoz, Ana Müller, Díaz Burgos, Castro Prieto, Paco Gómez, Martí Llorens se ha aproximado al tema propuesto desde su propia y definida personalidad.

Que hay poesía en Chema Madoz es cosa indubitable, porque es la poesía el cimiento de toda su obra. Al igual que los clásicos, que tratan de encontrar en una imagen la perdurable explicación del mundo, en esta ocasión ha sabido encontrar Chema Madoz la suya. En ella parecen estar indisociablemente unidos el agua y la ingeniería, naturaleza y razón. La fuerza de una metáfora es tanto más poderosa cuanto más extraños entre sí son los elementos que se comparan y cuanto más naturalmente aparecen unidos. Encontramos en todas las fotografías de Madoz la mayor de las sofisticaciones, la más difícil: la naturalidad. No hay ninguna afectación, por más que la asociación nos resulte a menudo insólita, aventurada. Y por eso en sus fotografías, tan modernas, hallamos esa serenidad de los clásicos,o sea la manera más corta de decir algo, como en sus dos palabras lo consiguió Heráclito. Así sucede en la imagen con la que se abre este libro. También a partir de ahora, cada vez que veamos sobre la tersa superficie de un estanque el círculo perfecto irradiado desde un centro, arrancado al agua por un designio, advertiremos sobrevolando la metáfora invisible, secreta y misteriosa que rige el mundo, la ordenación de lo aleatorio, la poesía de un compás, pues que el número y el orden están detrás de los astros tanto como de una pequeña gota que cayendo sobre la superficie tersa propaga órbitas perfectas. Y de pocas de sus fotografías podrá decirse tanto como de ésta que ha logrado su autor detener el instante decisivo.

De naturaleza opuesta son las fotos de Ana Müller. En cierto modo esta fotógrafa ha acudido allí donde parecía todo detenido. Advertimos en sus abrumadoras obras hidráulicas una belleza wagneriana y teatral, hay algo en ellas de escenarios, algo así como las bambalinas del agua, como la tramoya de ese fastuoso auto sacramental para el que fueron pensadas. Son imponentes, tienen esa belleza un tanto desolada de la modernidad, y al mismo tiempo remiten a aquellos trabajos de los albores de la fotografía en la que los modestos grandes hombres, como Laurent o Clifford, plantaban sus cámaras ante parecidos ciclópeos monumentos. Todo en esas construcciones está detenido, como abandonadas ciudades a medio construir. Modernidad es siempre desolación, el supremo desplazamiento. Pero son «obras en marcha» las que la fotógrafa está mirando. En ellas el agua todavía está ausente, y sin embargo parecen participar ya de la quietud para la que están siendo construidas. Muchas de esas fotos, sin agua, tienen algo de teatros vacíos, de imponentes escenarios, que esperan la verdadera epifanía. Nos preguntamos dónde están los hombres que han construido tales moles, y hemos de admitir que eso será acaso lo que esta fotógrafa ha querido decirnos, ella también, una imagen poderosa de nuestro vertiginoso tiempo, de revolucionados panta rei, en el que a menudo lo que se está costruyendo se parece mucho a aquello que sólo es ruina. Le basta, pues, para que pensemos, dejárnoslo como metáfora, como aterradora posibilidad: ¿hay algo más aterrador que un embalse sin agua?

Por fortuna cada época ha sabido darnos visiones contrapuestas. Ocurrió entre Heráclito y Parménides, y ha vuelto a suceder de nuevo, a nuestra modesta escala. ¿Qué sería un teatro vacío sin actores? Una vez más ha sido la humanidad de Díaz Burgos la que ha querido llevarnos por los caminos a buscar a los actores. Pocos fotógrafos habrá hoy en España que hayan mirado con más hondura los rostros de la gente. Díaz Burgos ha encontrado a sus actores aquí y allá. Son gentes comunes, casi siempre humildes, como humilde es también, acabamos de decir, el oficio de fotógrafo, el oficio de poeta. Aunque sean actores profesionales, quiero decir, trabajadores, en la fotografías de Díaz Burgos parecen actores aficionados. ¿En qué lo notamos? Díaz Burgos, de la estirpe cervantina, procura enseñárnoslos instalados en la felicidad. Hasta el que lleva detrás una dura jornada parece, en sus fotos, que haya detenido el tiempo para darnos lo mejor de sí. Pero eso no suele darlo la gente, a menos que se le saque. Es mérito de este fotógrafo y de la dimensión moral de su trabajo. Les ha puesto a todos ellos junto al agua, para que descubran cada uno por su cuenta su propio panta rei, y lo esperan sin prisas y conformes. Uno lee, otros miran abrazados el agua, otros pescan a caña, como Porfirio de Éfeso, otros sestean a la orilla como ociosos domingueros, otros incluso parecen poner en duda el panta rei de Heráclito, como esos niños, que viven una de esas horas suyas de aburrimiento que sólo en la infancia son eternas… Qué poca prisa tienen siempre los personajes de Díaz Burgos. Se parecen en eso mucho a los personajes del Quijote, que tienen por delante mañanas, tardes, noches, semanas enteras para la plática. Es el modo que ha tenido Díaz Burgos de hacernos más humano algo que como el agua es tan metafísica.

De todos estos fotógrafos es el más extraño, metafísico y puro, Paco Gómez, el único de ellos que a su condición de fotógrafo une la de ser ingeniero de caminos. Que no haya ejercido nunca esa carrera no quita para que la manera que ha tenido de acercarse a sus «temas» haya sido de una serenidad irrebatible. Son sus fotografías en cierto modo como uno de esos dificultosos cálculos que le han sido exigidos en su carrera de ingeniero: su simplicidad final en absoluto desvela el grado de complejidad y dificultad que encierran. La suya es una mirada del conjunto, del todo. Un problema no admite soluciones parciales, o está resuelto por entero o no lo está. Así cada una de sus fotografías parece un acorde completo, único, sencillo, complejo y natural. Sin el menor alarde. A menudo se le ha parodiado cierta presunción o suficiencia al ingeniero de caminos. No se crea. Hay en la mayor parte de ellos un fondo de desvalimiento y humildad, propiciado sin duda por el colosalismo inhumano de muchos de los proyectos a los que han de enfrentarse. Algo de ese desvalimiento parece asomar siempre en los trabajos de Paco Gómez, como un reconocimiento de la superioridad y belleza técnicas de tales obras, por encima incluso del hombre que las ha creado, como así nos lo sugiere esa en la que se ve, de espaldas, a un hombre, tocado con una romántica levita, frente a la imponente muralla de una presa. Ese viajero («El viajero y su sombra», podríamos decir con Nietzsche) representa a todos aquellos que reconocen que la obra que ha salido de sus manos es mejor que ellos mismos, y de ese modo en la mayor parte de las fotografías de Paco Gómez que aquí se muestran, parece la realidad como un problema resuelto, con su aparente sencillez y la modestia de no traslucir toda la complejidad y dificultad, disfraces de la belleza, que llevan dentro.

La belleza en las fotografías de Martí Llorens, sin embargo, va por fuera, lo que no quiere decir que esté únicamente en la superficie. La belleza tiene muchas maneras de declararse. Cuántas veces lo hondo está en la superficie. Es, de todos los fotógrafos que aquí comparecen, el más paisajista. No sólo porque el formato elegido para sus fotografías recuerde tanto los trabajos del paisajista Sudek en Praga y de otros fotógrafos arcaizantes. En todos sus temas, tan corotianos, la naturaleza puede tanto como la obra hidráulica. El agua, digamos, está en ellas como testigo de un coloquio. A menudo la obra hidráulica en estas vistas es una ruina, y la ruina habla paradójicamente, como se sabe, el lenguaje del paraíso perdido y de la utopía: los tiempos gloriosos existieron, vienen a recordarnos, y es posible volver a ellos, a aquel esplendor y aquel presente. Ha mirado Martí Llorens algunas construcciones hidráulicas del pasado, a veces incluso muy remoto. Durante ese tiempo la naturaleza ha aprendido a hermanarse con acueductos y depósitos, en las llagas de los muros crecieron los jaramagos y el musgo, y los líquenes verdean secamente su porosa majestad de piedra. Del mismo modo que el mar se retiró de la ciudad de Éfeso, hace ya muchos siglos que esos acueductos ya no llevan el agua.Tanto como del agua, son analogía estas fotos de la aridez de nuestras pobres y ásperas tierras españolas. El puente, el viaducto, la presa, el depósito han venido a traer un poco de humanidad a lo que no eran sino abruptas soledades, yermos serranos, inaccesibles cerros para cabreros. En cierto modo estas fotografías nos recuerdan aquel siglo xix en el que los ingenieros de caminos, a los que Galdós dio protagonismos mesiánicos en sus novelas, encarnaban el papel regenerador de una España abrasada por la sed y por el cerrilismo. Martí Llorens se ha acercado a tales escenarios con nostalgia y reconocimiento, muy galdosianamente, haciéndonos recordar, cosa tan necesaria, de dónde venimos, para no olvidar a dónde hemos de llegar todavía. Y eso tienen sus paisajes, un sentimiento de profundo regeneracionismo, como el de aquellos hombres del 98 que, aleccionados por Costa, pedían agua para nuestros pueblos y pan en nuestras despensas.

Mientras llega ese día (y no olvidemos que las obras que hoy hacemos, melancolizarán alguna vez a quienes dentro de cien años se lleguen a ellas como ha hecho Martí Llorens), sigue el hombre donde acaso ha estado siempre, junto al agua, interrogándose tanto por lo que fluye fuera de él, como por dentro. De lo que pasa por dentro hablan casi todas las fotografías de Castro Prieto. Él tiene siempre algo delicado y lírico. A los delicados y líricos como él, tan baqueteados por la vida y circulados, suelen inquietarles estos dos adjetivos, por contaminación de una época que ha querido ver en el lirismo una… debilidad, y no la tarea suprema de los héroes. Ha ido a buscar en sus fotografías estados del alma. Todas las que aquí se publican lo son. Son obra también de un solitario. Podrían haberse titulado todas ellas «El agua y yo». Pero su yo, como delicado y lírico, está sesgado siempre, a un lado. Viendo correr el agua. Es un hombre discreto, silencioso, verdadero. Unas veces se vela a sí mismo con un traje de niebla, otras moviendo la cámara, otras quedándose en la orilla. También esa delicadeza la tiene el agua: la niebla maquilla las ciudades, decía Doisneau. Al final, como estados del alma, estas fotografías, contagiándose de ella, se quedan como en vilo, ausentes, intemporales. El alma del hombre no tiene edad, y estas bellísimas fotografías tampoco. Podrían tener todas las edades y haber sido hechas hace cien años. El tiempo apenas cuenta en ellas. Así lo sugiere el vago aire oriental que tienen algunas, a veces, en forma de un haikú, como esa extraña foto en la que se ve una conducción de agua sumergida en agua con sus burbujas, como flores de loto, o la superficie tersa de un pantano del que emergen tres piedras negras como si estuvieran plantadas en medio de uno de esos jardines zen hechos de rastrillada arena… No es fácil alcanzar ese grado de reposo. Pues si estas fotos son un estado del alma, los paisajes que en ellas se nos dan son el alma misma de la fotografía. Como en la meditación de un hombre, al rato es difícil saber qué parte somos nosotros de la naturaleza: si la que vive contemplando o la parte contemplada.

VII

El amigo Heráclito ha venido a España. Estos últimos han sido años de sequías. El tiempo que le arrebató su ciudad de Éfeso, alejándola del mar, ha convertido estos confines nuestros en un erial. Muchos ríos se han secado, los aljibes, faltos de agua, se han venido abajo, el limo de los embalses se ha cuarteado, y el ganado y sus pastores han de emprender extenuantes caminatas hasta los pozos y abrevaderos. En las casas atesoran el agua en botellas, damajuanas y bujetas. Si en su tiempo fue el pastoreo indiscriminado el que colmató la ensenada de Éfeso, muchas y diversas han sido las causas que agotaron los veneros, desecaron albuferas y marismas y secaron los ríos. A la orilla de uno bien minúsculo se ha sentado ese hombre a quien llaman El Oscuro. No puede dársele el nombre de río sin embargo a esa pequeña charca entre piedras vestidas de verdín seco. Al llegar él han saltado unas ranas que han colgado en el aire su arpegio desolado. El mundo sueña también en su edad dorada y recuerda los tiempos en los que por allí bajaba poderoso el caudal. Mirando el agua estancada y verdinosa se comprende por qué también le han llamado sus paisanos El Melancólico. Todo fluye, dice con tristeza, acaso con ironía. La ironía es el lenguaje de los melancólicos. Sí, repite, todo fluye, ¿pero adónde? El mar está lejos, y los espacios entre los continentes se han colmatado también. Se han muerto los ríos, se han muerto los mares y se diría que la muerte ha subido por ese cauce seco y pedregoso a encontrarse con la poca agua que aún queda en ese yermo. Pero sucede entonces algo extraordinario. Un hilillo de agua nueva y fresca roza la sandalia de ese hombre y baña los dedos de sus pies. Heráclito es un hombre viejo, de dos mil quinientos años. Ya ni siquiera puede fiarse de su vista, muy cansada, pero ha sentido el tacto de aquel agua en el día ardoroso de verano. Al principio se asustó, creyéndolo una víbora. El hilillo ha crecido en un minuto de caudal, y ahora fluye alegremente humedeciendo las piedras secas. Corre, todavía con dificultades, buscando al mar, por instinto diríamos, como ese ánsar que sale del cascarón y busca desconcertado a su madre por todos lados. No se le alcanza a Heráclito, desde luego, la naturaleza del prodigio. Levanta la vista y descubre un poco más arriba a un niño. Parece ocupado éste en un pequeño hoyo, de donde mana sin la menor duda aquel reguero. Y Heráclito, El Oscuro, comprende oscuramente. Sabe que cuanto sucede, sucede en el plano de lo simbólico: que el mito es logos y que el logos (razón) es mito (sed), y que acaso él no es otro que el personaje de una ingenua leyenda medieval cursada en la modernidad.Y empieza entonces a levantar una pequeña presa con los cantos rodados y la arcilla, tosca fábrica de piedra, esperanzado todavía porque podrá decir de nuevo panta rei. ■ ■


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