Autor: 21 marzo 2009

Eugenio Fuentes

A pesar de no ser muy conocida, Cuando el durmiente despierta es una de las obras más interesantes de H. G. Wells. Escrita en 1899, pertenece al ciclo de sus novelas de ciencia-ficción. Ha resistido bien el paso del tiempo y muchos de sus comentarios conservan humor, frescura y actualidad.

Su argumento es muy sencillo: después de seis días de insomnio, un hombre llamado Graham entra en un extraño estado de catalepsia que lo mantiene con vida durante doscientos años, hasta que despierta en el siglo xxi, más o menos en la época actual. Todas las personas a quienes conocía, amaba o temía están muertas. La sociedad ha avanzado mucho en tecnología, pero muy poco hacia la igualdad entre los poderosos y los humildes, entre ricos y pobres.

En la novela, el mundo del futuro ofrece aspectos muy curiosos, donde la imaginación, el compromiso ideológico y la perspicacia de Wells brillan con más lucidez que en otros de sus libros más divulgados. Ya no se utiliza el sistema métrico decimal. El inglés es «el idioma de dos terceras partes de la tierra» (pág. 765) y apenas se escribe poesía, que ha quedado reducida a una de esas rancias tradiciones de algún club londinense (pág. 779). El rey de Inglaterra, «desheredado, alcoholizado e idiota, trabajaba en un cabaret de segunda categoría» (pág. 774). «La costumbre de fumar había casi desaparecido de la tierra» (pág. 807). También han desaparecido los periódicos y toda la información es emitida —y manipulada— mediante algo muy parecido a la televisión de hoy mismo. La gente ha emigrado a las ciudades, que se han vuelto urbes inmensas, y vivir en el campo «fuera del alcance de los cables eléctricos era vivir como un salvaje aislado» (pág. 764).

Sin embargo, Wells sigue fiel a sus ideas socialistas al afirmar que, a pesar de tantos avances, el dolor y la pobreza no habían cambiado y «las masas seguían siendo masas indefensas en las manos del demagogo» (pág. 768).

No faltan, incluso, detalles irónicos, como el del siguiente diálogo (pág. 784):

—¿Hay aquí alguno de vuestros grandes artistas o escritores?

—Escritores, ninguno. Generalmente se trata de gente muy rara. ¡Se preocupan tanto de sí mismos! Discuten y riñen de forma insoportable. Algunos de ellos hasta se pelean por quién debe tener la preferencia en una escalera. ¿No es horroroso?

En esta novela, escrita a finales del siglo xix, imaginó muchas de las cosas que existen ahora, en el siglo xxi. Pero el aspecto que aquí interesa destacar es el relativo a los libros, que han sido sustituidos por unos cilindros donde están grabados los textos, que ya no son impresos en papel. Los libros se oyen en lugar de ser leídos y Wells lo llama «escritura fonética». Lo cuenta así (pág. 680):

Después notó que no había libros, ni periódicos, ni materiales de escritorio.

—Efectivamente, el mundo ha cambiado —murmuró.

En otro momento, Graham habla con un anciano, que, sin conocer su identidad, le dice con nostalgia (pág. 732):

—… Siempre me gustaron las historias. Cuando yo era niño solía leer libros impresos, aunque tal vez no me crea, porque probablemente usted no había visto ninguno. Se estropean y se llenan de polvo y la Compañía Sanitaria los quema para hacer aslarita. Pero, en cierto modo, eran bastante útiles, porque gracias a ellos se aprendían muchas cosas. Estas modernas máquinas parlantes (…) se oyen con facilidad y se olvidan con facilidad.

A comienzos de este año 2009 varias editoriales han anunciado el lanzamiento comercial de sus libros electrónicos. Su tecnología ha mejorado mucho y hay voces que anuncian que no está lejano el día en que su memoria casi infinita podrá almacenar toda la biblioteca de Babel que soñó Borges. Yo no creo que el libro en papel desaparezca, pero quizá con estos o con parecidos inventos fantásticos se reduzca la publicación tal como ahora la entendemos y termine el predominio de la palabra escrita e impresa en celulosa.

Por otra parte, una pantalla digital es lo primero que, al nacer, ven las nuevas generaciones y un ordenador es el primer juguete que encuentran en casa. Tal vez tengan otra concepción de lo que es la cultura y el ocio. Acostumbrados a guardar la máxima cantidad de información en el mínimo espacio, capaces de manejar datos ingentes que, sin embargo, apenas parecen tener soporte físico, con una fe ciega en que el mundo virtual del ciberespacio es tan seguro o más que el mundo de los objetos sujetos a contingencias, a incendios, a inundaciones, a la invasión de ácaros y al inevitable deterioro de la materia física, tal vez desdeñen la costumbre del libro y se resistan a emplear paredes enteras, de muchos metros cuadrados en casas cada vez más pequeñas, para conservar, limpiar el polvo, y mantener una biblioteca que bien podría encajarse en una tarjeta de memoria que ocuparía menos espacio que las páginas del Cántico espiritual.

Puede que dentro de cincuenta años todos los libros estén colgados en una futura Gran Biblioteca Cibernética Universal y no existan tal como ahora los frecuentamos y entendemos, reducido su prestigio y obsoleto su sistema. Tal vez sigan los pasos del BOE desde el primer día del año 2009: la venerable voz del Estado, la rígida palabra de la ley ya no habla en papel, sólo se publica en Internet. Las viejas bibliotecas, abandonadas, tal vez se llenen de polvo, como aquella que monseñor Bocamazza cedió al municipio en la novela de Luigi Pirandello, y que fue despreciada por el pueblo y arrinconada en una vieja iglesia, al único cuidado del difunto Matías Pascal, «más cazador de ratones que guardián de libros».

En el peor de los casos, estas y otras causas que no imagino o no quiero imaginar harían que dentro de unas décadas el libro quedara reducido a pequeños círculos de aficionados o coleccionistas, algo así como los apasionados de la música clásica, cuyos conciertos se celebran en salas de pequeño aforo, cuando cualquier grupo de rock con una mediana promoción audiovisual y cibernética llena una plaza de toros.

Tal vez sí desaparezcan los libros tal como ahora los vemos, los tocamos, los ojeamos y hojeamos, los olemos, los fichamos. Tal como ahora los leemos.

Sin embargo, contra los agoreros, mi impresión personal es que ambos soportes convivirán sin conflictos durante mucho tiempo. Los hombres que hemos nacido en el siglo xx aún llevamos en el alma los libros de papel, los hemos incorporado a nuestro genoma cultural y emocional y nada podrá arrancárnoslos de ahí dentro. Somos adictos a la lectura, convencidos de que en ninguna otra creación los hombres han depositado de un modo tan perfecto la expresión de sus sueños, sus recuerdos, sus terrores, su felicidad o su desdicha. Y que, en correspondencia, ninguna otra arte como la literatura ha sido una guardiana tan fiel, tan rigurosa y tan duradera de esa herencia. Creemos que el libro seguirá sobreviviendo a todo, como sobrevivió a los incendios con que los fanatismos del obispo Teófilo y de Omar, para acabar con la libertad de pensamiento, destruyeron la Biblioteca de Alejandría.

Personalmente, las consecuencias de su hipotética desaparición no me preocupan demasiado. Es algo que tendrían que resolver los que vienen tras de mí. Por suerte, aún me faltan por leer los Sonetos de Shakespeare, y las Elegías de Duino, y la biografía de Baroja, y el Guzmán de Alfarache, y el Amadís de Gaula, y Gargantúa y Pantagruel, y algún libro de la Biblia, y mucha filosofía, y… Con tantas obras que desconozco y con unos cuantos libros buenos que se escriben cada año, hay suficientes páginas pendientes para leer hasta quedarme ciego. Por otro lado, tengo la fortuna de haber ido creando una larga biblioteca de la cual muchos títulos me gritan que no los olvide, que vuelva a leerlos. Ellos durarán más de lo que durará mi vida. Y esa certeza me llena de felicidad.

De lo que sí estoy seguro es de que, mientras el hombre siga siendo hombre, nunca desaparecerá la necesidad de contar y de oír historias, de emocionarse con ellas, de descubrir o de recordar algo en cada página.

En sus Lecciones sobre la Estética, Hegel analiza la diferencia entre la belleza natural y la belleza del arte y afirma que el hombre es el único ser que tiene capacidad para emocionarse con tanta intensidad con la realidad como con su representación. Para ilustrarlo, puede servir este ejemplo de una imagen por desgracia frecuente: Un día, una persona que conducía por la autopista tuvo que esquivar a un pequeño perro abandonado que, ajeno a los coches que pasaban rozándolo, velaba el cadáver de otro perro atropellado. El conductor tuvo la certeza de que aquel animalillo pronto estaría muerto, como el otro, dos cadáveres en el asfalto. La pena, la rabia y la impotencia que sintió puede ser igualada a la pena y la rabia y la impotencia que sentiría con la representación de aquella misma imagen siempre que el lenguaje utilizado tuviera la suficiente sinceridad, precisión y fidelidad para reproducir lo ocurrido.

Estoy convencido de que el hombre primitivo dejó definitivamente atrás la barbarie cuando una noche, al caer las tinieblas, encendió el fuego de una hoguera y se puso a relatar a sus iguales el miedo que ese día había pasado al sentir en su nuca el aliento de la fiera que lo perseguía y otro le replicó con el miedo que sentirían al día siguiente cuando tuvieran que cazar esa misma fiera. Cuando el hombre primitivo se detuvo ante una fogata para narrar un relato del pasado, o para proyectar un relato hacia el futuro, dejó atrás la horda para organizarse en tribu y nació esa necesidad de contar historias que aún nos embriaga.

Porque es precisamente la escritura y la lectura lo que nos hace humanos, lo que nos asienta en nuestra condición de hombres al diferenciarnos, por abajo, de los animales, que se comunican y tienen sentimientos, sí, pero nunca podrán conmoverse con su relato, y, por arriba, de los dioses, a quienes siempre les ha gustado hablar, pero nunca han sabido escribir.

La necesidad de la literatura es aún mayor cuando el fuego se va apagando y no queda leña alrededor y hay que inventar algo para luchar contra el terror de las tinieblas. Es entonces cuando el relato, además de diversión o recuerdo, aporta su otra maravillosa y benéfica virtud: la de ofrecernos consuelo en los momentos de angustia o de dolor al demostrarnos que otros hombres sintieron lo mismo que nosotros y sobrevivieron para contarlo.

Que se apoye en un soporte de papel o en un soporte electrónico quizás, entonces, no tenga tanta importancia. ¿Qué importa que las letras estén fundidas en plomo, o trazadas con pluma sobre pergamino, o iluminadas sobre una pantalla por una red infinita de píxeles? Lo que importa es que sea emotivo el cuento, hermosos los versos y esclarecedor el ensayo. El talento y la belleza encontrarán el modo de expresarse, sea mediante la tinta, sea mediante la electricidad. Hasta ahora, el papel impreso ha sido casi en exclusiva el soporte de la sabiduría, pero a partir de ahora convivirá con el silicio de los chips de la placa base. ¿Qué importa el instrumento —oboe, piano o violín— con tal de que la música sea maravillosa? ■ ■


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