Autor: 21 marzo 2009

Paul Brito Ramos

Párpados y escudos

La tortuga es ese lento ser interior que camina de espaldas a nosotros abriéndose paso en la oscuridad: ese arcaico animal del subconsciente, entre hombre y serpiente, que se vuelve lentamente al paraíso replegando el largo telón de los sueños. Aquiles a veces lo vislumbra después de una pesadilla, cuando la deslumbrante intemperie del miedo lo deja insomne, desnudo, sin caparazón.

El gran salto

Un poeta escribe miles de páginas en busca de un solo poema, de un solo verso que lo redima de la muerte. Un viejo policía se entrena toda la vida para un solo momento heroico. Un religioso desgrana el rosario todas las noches para hablar un segundo con Dios. Aquiles también persigue ese momento de epifanía en que pueda canjear la suma de sus pasos por la profundidad de uno solo.

Espejismo

Esperanzado en que la tortuga lo lleve a un oasis, Aquiles la sigue. Cuando el sol está justo en el cenit, ve que su sombra se ha escondido debajo de sus pies y que todas las visiones que antes bailaban a su alrededor han cedido bajo la gravedad del día. Como ya no ve la tortuga, piensa que también ella se ha escondido debajo de sus pies. Él, en cambio, no puede esconderse: no puede ser un espejismo para sí mismo.

Amor a primera vista

Hay una versión de la paradoja de Zenón que no ha llegado hasta nosotros, donde la tortuga era una medusa. Esa medusa tenía características mitológicas. Se decía que volvía de piedra a todo aquel que la mirara a los ojos. La primera víctima fue precisamente otra medusa, que quedó petrificada cuando se vieron por primera y última vez en un relámpago de amor eterno.

Desde entonces la tortuga está condenada a cargar con aquella costra de piedra que no es más que el escombro de su amante y el peso ineludible de su recuerdo, y a recorrer lentamente la extensión de lo que pudo haber sido su gran amor.

In-fracción

—Se ha ganado una infracción, señor Aquiles.

—¿Infracción por qué?

—Por exceso de velocidad, claro.

—Pero si ni siquiera puedo alcanzar la tortuga.

—¿De qué tortuga está hablando?

—De esa —respondió Aquiles.

El policía miró hacia delante y vio que la carretera estaba vacía. Se asomó al interior del vehículo en busca de latas de cerveza o algo por el estilo y vio que del parabrisas colgaba un adorno en forma de tortuga.

—¿Hace cuántas horas está manejando, señor Aquiles? Me parece que está desvariando. La única tortuga que veo es ese adorno.

Aquiles se quedó pensativo mirando el muñequito verde.

—De acuerdo, puede que tenga razón, pero yo le hago otra pregunta: ¿cómo puedo estar tan seguro de que yo no sea también un adorno colgando en el vidrio trasero de la tortuga?

El peso de la libertad

En una nueva carrera que instaura Zenón, la tortuga debe perseguir a Aquiles. El de los pies alados se siente dueño de una absoluta libertad, pues al fin puede correr sin la limitación infinita de la carrera original. Pero muy pronto se siente abrumado por esa libertad y comienza a sentir un extraño peso en su espalda.

Los muros del sueño

En su larga travesía por alcanzarla, cuando la noche no dejaba ver bien el camino, el griego se dormía en cualquier paraje y de pronto se sorprendía soñando con una amable tortuga que se devolvía para alentarlo. Aquiles la recibía con un abrazo efusivo y enseguida se ponían a hablar como viejos amigos, hasta que el griego sentía la cercanía del día y se apresuraba a despedirla.

Aquiles llegó a soñar lo mismo todas las noches hasta que su delirio se volvió más real que aquella absurda carrera donde él y la tortuga permanecían distantes y separados por los muros del sueño.

Las piedras de regreso

Aquiles iba dejando piedrecitas para no perder el camino de regreso. Cada piedrecita era la pieza de un rompecabezas que lo devolvería al pasado. Pero se daba cuenta de que la carrera se estaba tornando infinita y que si algún día regresaba, encontraría solamente ruinas, es decir, la suma dispersa de todas esas piedras.

La perfección

La madre de Aquiles, Tetis, lo había sumergido en la corriente del río Estigia para volverlo invencible. Al sostenerlo del talón derecho ese preciso punto había quedado vulnerable. Por esa razón, la pisada derecha del héroe no era perfecta y dejaba pequeños tramos incompletos. Esa imperfección iba sumando carencias hasta completar un abismo. El infinito no es más que una suma de deficiencias. Sólo alcanzando la perfección, Aquiles podía llegar a la meta.

Un mundo de ventaja

Para darle ventaja a la tortuga, Aquiles dejó que ella lo soñara primero. Cuando el griego quiso despertar, la tortuga ya estaba instalada en la realidad. Aquiles nunca debió darle ventaja a su contrincante, pues esa ventaja era nada menos que el mundo.

El héroe

Aburrido de esa carrera infinita, Zenón quiso invertirla. Ahora la tortuga debe perseguir a Aquiles. El griego es libre de correr todo lo rápido que quiera, pero muy pronto se siente absurdo y empieza a envidiar la suerte del reptil que, a diferencia de él, tiene un objetivo definido.

Aquel sentimiento de infinita libertad se vuelve tan agobiante como el de infinita impotencia de la carrera original. De ahí deduce que el poder infinito de Dios es igual de estéril que la impotencia infinita del hombre. Entonces decide ser un punto intermedio entre ambos: ser el héroe que describe La Ilíada. ■ ■


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