Autor: 8 mayo 2009

Antonio Rivero Taravillo

También ellas, como Amsterdam, cautivan con sus canales al viajero. Llegué a la primera, en tren, desde la capital de Holanda, y en ningún momento dejé de leer carteles en áspero neerlandés, y de escuchar la lengua, ya dulcificada, en boca de madres jóvenes y de rubicundos niños (no sé por qué el vagón transportaba un nutrido grupo, quizá camino de alguna celebración escolar).

La estación de ferrocarril de Brujas queda a un buen trecho del casco histórico, pero una vez que empieza este lo hace sin interrupción, sin intromisiones perceptibles de arquitectura contemporánea, de modo que uno se siente recompensado por el trayecto. Brujas es particularmente hermosa, especialmente en día laborable (es decir, cuando solo funciona a medio gas la industria del turismo), y a ser posible fuera de temporada alta que, por utilizar un símil veneciano (Brujas se mira en el espejo de la Serenissima), de primavera a otoño inunda con su acqua alta calles y plazas. En ellas, por todas partes, casas con sus tejados de dos aguas, la mayoría con frontones escalonados.

Aquí nació Felipe el Hermoso en 1478, primero de la dinastía de los Habsburgo. Y su esplendor antiguo se manifiesta en lo civil en el Gerechtshof (Palacio de Justicia) o el Stadhuis (Ayuntamiento) del siglo xiv; en lo religioso, en la Heilig Bloed Basiliek (Basílica de la Santa Sangre), con su reliquia traída de las cruzadas, nada menos que unas gotas de la sangre de Cristo. Todo ello en la plaza del Burg, que por la calle Breidelstraat lleva a la otra plaza más principal, por grande y magnífica, del Mercado, con su lonja de tejidos y paños y sobre ella su torre, cuyo ascenso se hace interminable, no en vano tiene el mismo número de escalones que días un año, y no uno cualquiera, sino bisiesto. Posee la torre un carillón que más bien es populoso coro, en el que cantan cuarenta y siete campanas. Es esta plaza corazón que late enviando y recibiendo al paseante en su recorrido de un punto a otro de la ciudad. En una bocacalle, una tienda dedicada a Tintín, el más conocido belga. Relojes, tazas, bolígrafos… Echo de menos aquí a su admirador y entusiasta Luis Alberto de Cuenca; qué no daría yo por tomarme ahora unas cervezas con mi amigo.

Del dibujo a otras formas plásticas. No falta el arte en Brujas. Una Madonna con niño de Miguel Ángel, en la Iglesia de Nuestra Señora, escultura en mármol destinada originalmente a la catedral de Siena pero que dos comerciantes flamencos trajeron aquí, a principios del xvi. Aunque cerrada al tráfico en su mayor parte, esta ciudad de casi ciento veinte mil almas es apropiada sobre todo para el arte del flâneur, el callejeo sin propósito, el sorprender esquinas o placenteras rúas adoquinadas sin despreciar, si nos salen al paso, monumentos. Como el Museo del Hospital de San Juan, con su farmacia del siglo xvii, o la Iglesia de Jerusalén, que al lado acoge un centro artesano donde se puede ver cómo mujeres atávicamente ataviadas aún hacen encaje de bolillos.

En el número 26 de Walplein está la fábrica de cervezas De Halve Maan (La Media Luna), que se menciona desde al menos 1546 o 1564 (cuando nos remontamos a estas fechas, un baile de cifras apenas resta antigüedad). Se puede entrar en ella y degustar el líquido fermentado que elaboran. La marca que hoy comercializa esta cervecería se llama Brugse Zot. Se cuenta que los brujenses, para dar la bienvenida a Maximiliano de Austria a su ciudad, organizaron un vistoso desfile de parrandistas y bufones. Cuando al acabar el día le pidieron su contribución para un manicomio nuevo, Maximiliano contestó: «Pero si no he visto más que locos hoy. ¡Brujas ya es un inmenso manicomio!». Al parecer, por eso se conoce a los brujenses como Brugse Zotten (bufones de Brujas). Eso de construir manicomios, y casas de beneficencia, y asilos, fue un rasgo del carácter de los Países Bajos y señaladamente de Brujas, donde hubo una importante comunidad de beguinas (religiosas laicas dedicadas a este tipo de buena obras), cuyas casas aún se alzan en una zona particularmente tranquila de la ciudad. El poeta inglés William Wordsworth, que estuvo aquí en el curso de sus viajes por el continente europeo, dedicó dos sonetos a Brujas, el segundo de los cuales vierto aquí. Se refiere el poeta a esas religiosas (que con sus hábitos les recuerdan a los cisnes):

Aquí la Antigüedad, atesorada
en ricos edificios, melodiosa,
con lengua heroica habla como un cuadro.
Enlazada a devotas ceremonias,
se alza hasta la gracia de la mente:
formas que se deslizan como cisnes
se mueven, aun en medio del gentío,
confinadas a armónica decencia
tal si fueran las calles tierra santa,
la ciudad un gran templo, dedicado
al respeto que es obra y pensamiento,
al ocio y la tranquila tolerancia,
al cuidado del prójimo, sereno.
¡La paz que en los desiertos no se encuentra!

Wordsworth creía ver la huella española en el grave porte de los habitantes. Y, fino observador, mientras en Bruselas halló que el gusto moderno imperaba en los vestidos y la arquitectura, y en Gante se daba una lucha entre lo viejo y lo nuevo, en Brujas predominaban las imágenes de antaño (¡y esto era a principios del siglo xix!).

Como era obligado, di un paseo en una de esas lanchas que llevan por los canales, bajo los puentes y sorteando cisnes, pasando los parajes más hermosos. Tras dar debida cuenta de varias cervezas de abadía, en el tren me adormilo y aún no he dejado el sopor cuando ya estoy pisando Gante, tal que si un canal brujense hubiera desembocado, doblando un recodo, en otro de la ciudad vecina.

Gante tiene una belleza distinta a Brujas, quizá menos de cuento, pero con algunos lugares que dejan absolutamente boquiabierto, como el puente de San Miguel, con sus magníficas vistas: la catedral de San Bavón (donde contemplé «La adoración del Cordero Místico» de los Van Eyck), la iglesia de San Nicolás y el Belfor, que supera ligeramente en metros de altura y campanería sonante a su rival de Brujas. Desde el mismo puente se ven los contrapuestos muelles de las Hierbas y del Trigo, donde está la antiquísima cervecería Damberd. El gótico civil de estas casas gremiales tantas veces fotografiado no defrauda cuando es visto, piropeado, al natural. Otro edificio en el mismo estilo, pasmoso, es el Ayuntamiento, más arriba.

En Gante, de donde era natural nuestro Carlos V, se unen los ríos Lys y Escalda, y aquí también se puede navegar en barcas de recreo junto a los muelles de mercaderías antiguas, donde se estibaban quintales de grano y paño por varas, pero a estas alturas uno ya está algo mareado con tantas cervezas (aún tienen que caer más) y prefiere desentumecer los pies y perderlos por un barrio algo más retirado, el Patershol, que era en la Edad Media el barrio de los tejedores. Son calles que ya eran así en tiempos del rey Carlos, del emperador, que pocas veces se ha visto más flamenco, más de pulida y blanca piel y ojos acuosos, con barbilla que es proa de extraño esquife, que en el óleo de Bernaert van Orley en el que porta el collar de la Orden del Toisón de Oro.

En 1892 Ángel Ganivet fue nombrado cónsul en Amberes, donde residió cuatro años, y por supuesto estuvo aquí en Gante, donde escribió alguna hermosa página. Otro compatriota nuestro, Castelao, pasó por aquí en 1921 durante un periplo europeo, desde el que mandó sus crónicas a la revista Nós. Y no solo escribió. Un día dibujó con unos lápices de colores unos marineros borrachos sobre la mesa de una taberna de Gante. Cuando fueron a pagar, el tabernero rehusó cobrar al artista y al paisano de este. Años después, el gallego que acompañaba a Castelao volvió a pasar por Gante y entró en la misma taberna: colgada de la pared, enmarcada, estaba la tapa de la mesa con el dibujo de Castelao.

Es sabido que a las ostras se les atribuyen cualidades afrodisíacas; ignoro si también a los mejillones. Pero en Gante, sentado en una de las hosterías del centro, siendo infiel a las tostadas cervezas de abadía por una rubia y cítrica Hoegaarden, y ante una cazuela de mejillones hervidos, el paso de unas muchachas gantesas me suscitó ensoñaciones de poner una pica en Flandes (quizá todo fuera fruto no de los moluscos y el alcohol, sino de la presencia desleída en el ambiente del erotómano Pierre Luÿs, que nació aquí en 1870, aunque enseguida dejó la ciudad). Como un sauce llorón de los que flanquean el Lys, aboné la cuenta y me embarqué en el primer tranvía que me devolviera a la estación. ■ ■


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