Autor: 15 mayo 2009

Mario Levrero
La novela luminosa
Mondadori, Barcelona, 2008

Durante el año que viví en Chicago, entre 2001 y 2002, apenas pude leer. Las horas se me iban en transportes públicos donde difícilmente habría podido abrir un libro porque siempre estaban atestados, y dando clases a jóvenes sin ningún interés en aprender lenguas extranjeras. Cuando llegaba el fin de semana, apenas me quedaba energía para poder concentrarme. Aun así, los sábados solía ir a la biblioteca municipal en busca de novelas y poemarios que luego nunca terminaba. Al devolverlos a la semana siguiente, alguna vez sin siquiera haberlos ojeado, sentía que poco a poco estaba convirtiéndome en un individuo demasiado realista y eso me preocupaba. Las cosas cambiaron de forma accidental, haciendo fotografías en mi pequeño estudio. Como las posibilidades eran más bien escasas, ensayé con los libros. Primero los encuadré por separado, algo después juntos, y por último decidí agrupar fotografías que también fotografiaba, convirtiendo todo aquel torbellino de imágenes en una especie de biblioteca visual que me hizo pensar que en el fondo sólo estaba practicando un nuevo tipo de lectura.

Mientras intentaba leer La novela luminosa, de Mario Levrero, recordé lo anterior. Recordé lo anterior porque muy pronto el libro tomaba caminos inopinados, ajenos a lo que se espera de una novela al uso. Una nota introductoria advertía que el autor se había beneficiado de una beca de la Fundación Guggenheim para corregir algunos capítulos antes de dar por cerrado el proyecto. Con el dinero compró un par de sillones e hizo unos cuantos apaños en su casa. Acto seguido comenzó un diario que en la edición de Mondadori ocupa 450 de un total de 560 páginas. En él cuenta sus manías, sus lecturas, sus frustraciones, sus deseos; y se compara con cualquier persona inaguantable. Pierde el tiempo ante el ordenador, fascinado por las leyes aleatorias que rigen internet. Visita blogs que le remiten a otros blogs, en una secuencia infinita en la que las ideas concretas acaban desapareciendo, convertidas en ocurrencias o abstracciones. Si no está de humor, se limita a contar sus sueños. O alaba y ataca indistintamente la obra de Rosa Chacel. Cada página es una sorpresa, un avance y un retroceso, un sí y un no. Eso —claro— puede resultar frustrante. A mí, por ejemplo, me hizo abandonar la lectura en varias ocasiones. Pese a no estar aburrido, aunque tampoco interesado, algunas observaciones despertaban en mí una curiosidad que enseguida quería saciar leyendo cosas diferentes. De modo que iba y venía, como cuando uno va a ver una película de Alain Resnais y en mitad de la proyección sale a fumar un cigarro con la conciencia tranquila porque da por hecho que en el ínterin no sucederá nada trascendental que al final le impida entenderla. Incluso pensé que no llegaría a terminar aquella lectura jamás. Sentía una libertad inusual. Uno suele desear que los libros le atrapen, que le sometan, que le resulten irrenunciables una vez comenzados, pero La novela luminosa provoca todo lo contrario, no está diseñada para proteger a sus lectores, los expulsa aunque al mismo tiempo reclama su atención, tiene las propiedades de una droga de la cual uno quiere desengancharse sin acabar de conseguirlo. Más que una historia, narra los equívocos caminos que toma su autor durante el proceso de escritura. No omite, abrevia o idealiza la materia que normalmente elude la literatura. Repite y divaga a la manera de Walter Benjamin cuando utilizaba la deriva como método de investigación de la realidad.

Lo más gracioso del caso es que, al escribir sobre esta novela de Mario Levrero, nadie en su sano juicio se atrevería a contar su argumento, porque no lo tiene o quizá porque resulta demasiado inverosímil. Sin embargo, es una novela realista pese a las excentricidades de su personaje principal, que también es su autor. No hay nada extraño en que alguien escriba, lo extraño es que esa sea finalmente la historia que se nos va a contar: que alguien escribe. ¿Acaso escribir se ha convertido en una especie de aventura? Puede. Levrero, desde luego, solía recordar sus primeros pasos como escritor, allá por los años sesenta, e insistía en sus esfuerzos por aprovechar el papel. Trabajaba casi sin márgenes y reduciendo el interlineado al máximo, la precariedad económica no le permitía hacer grandes derroches. Escribía a mano porque no tenía máquina, eran sus amigos oficinistas quienes más tarde le permitían usar sus Olivettis y sus Underwoods. Solo entonces dejaba doble espacio entre líneas pensando que lo necesitaría para incorporar correcciones o para reescribir frases imperfectas. El proceso de corrección a menudo era interminable. Según él, no se debía tanto a errores como al mero placer de escribir, a la necesidad imperiosa que tenía de hacerlo. Una coma le hacía dudar horas, días, la observaba con desconfianza, la quitaba y después, tras horas y días de más dudas, volvía a ponerla. Los sinónimos, las aposiciones, los paréntesis… Hacer la mínima elección no le resultaba fácil. Es preciso ser audaz para escribir algo y no arrepentirse. Pero la cobardía es peor.

Antonio López, en El sol del membrillo, intentaba pintar un cuadro al óleo. Quería representar un árbol tal como era, el problema es que cambiaba constantemente, obligándolo a empezar una y otra vez. Tras muchas semanas de esfuerzos infructuosos decidió hacer un dibujo a carboncillo porque le pareció una técnica más rápida, y ni así consiguió ser lo bastante rápido. El viento descolocaba las ramas del árbol que intentaba dibujar, y el otoño hacía que poco a poco perdiese sus hojas. Viendo aquella pugna absurda, es difícil entender que se hayan podido terminar tantas obras de arte. ¿A qué suplicios habrá sometido Antonio López a quienes ha retratado? ¿Qué suplicios habrá experimentado él mismo para dar por acabados sus paisajes y sus naturalezas muertas? ¿Serán esos también los suplicios que experimentó Mario Levrero para escribir La novela luminosa? ¿Será La novela luminosa una novela acabada o tan sólo un boceto, el acta de un fracaso? Cuando la comenzó, a comienzos de la década de los ochenta, no tenía un plan previo, a no ser la ligera idea de que determinados hechos nunca pueden llegar a ser escritos por mucho que uno pueda narrarlos de viva voz. Ni transcribiéndolos literalmente se consigue. Han de ser, a la fuerza, hechos que cobran su forma definitiva en un solo contexto, de una sola manera. Y Levrero creyó encontrar ese contexto y esa manera en la pantalla de un ordenador y en el teclado. Vio en los fogonazos de luz una posibilidad. Unos fogonazos muy similares llamaron la atención de Víctor Erice mientras rodaba El sol del membrillo, al pasar cada noche ante un edificio donde los televisores encendidos creaban la extraña impresión de estar ante un árbol tecnológico, un árbol que desaparecía por las mañanas, justo cuando Antonio López regresaba al cuadro que nunca llegaría a terminar pero en el cual puso todo su empeño y toda su obstinación.

En el fondo, sabemos que el fracaso de Antonio López fue el triunfo de Víctor Erice. Un cuadro que no vio la luz sirvió de fuente de inspiración para una gran película. De igual modo, sabemos que, aun considerando el libro de Levrero un fracaso como novela, estamos ante una fascinante meditación en torno a los desafíos que conlleva escribir en la era de Internet porque todavía es pronto para saber cuáles son sus límites (si es que los tiene) y porque, más que novelistas, ahora necesitamos aventureros que se arriesguen a fracasar y que nos demuestren sin miedo que quizás el arte no haya sido más que la crónica de un fracaso, intentar una cosa y conseguir otra, pretender ser novelista y acabar convertido en escritor a secas.

Hilario J. Rodríguez


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