Autor: 5 julio 2008

SU VIDA ESTÁ EN SUS CUENTOS

Inmaculada de la Fuente

«He vivido peligrosamente», afirmó Mercè Rodoreda, una de las autoras más secretas de de la literatura de posguerra, en una entrevista de televisión concedida a Joaquín Soler en 1980. Después, se lanzó a reír. Un risa irrepetible, estridente, nerviosa, de niña audaz, risueña, quizás algo malvada. No lo parecía. Flotaban, sin embargo, demasiados enigmas en aquella risa para considerarla un exponente de felicidad. En aquel momento parecía un gesto defensivo para contrarrestar la espontaneidad de su confesión, extraña en quien acostumbraba a blindar su intimidad. Pero la frase era real. Sabía lo que era correr riesgos. Estaba convencida, además, de que sólo se podía vivir así, peligrosamente. Desde la aventura. En su caso, vivida secretamente, y sólo visible en sus personajes.

Mercè Rodoreda (1908-1983) regresó definitivamente a España en los setenta con la dulzura de la edad y el corte de pelo impecable. Una apariencia sin edad que, sin embargo, no lograba detener el tiempo. Bajo aquella mirada apacible afloraba la aventurera que siempre quiso ser. Su gran aventura, desde muchos años atrás, eran las palabras. Este año se conmemora el centenario de su nacimiento y, entre homenajes y exposiciones, una obra de teatro representa su historia más universal, La plaza del Diamante.

No había logrado detener el tiempo, pero había condensado un estilo. Se había construido a sí misma, había creado una estética. Escribir, leer, corregir… Durante algún tiempo, en París, en Burdeos y sobre todo en Ginebra, su vida fue una titánica búsqueda de un estilo. Era una salvaje de la lectura, una hacendosa hormiga de la escritura. Lo mejor del exilio no sólo había sido vivir, sino encontrarse. Había arrebatado al silencio una voz, la suya propia. Más ángel que demonio, más ninfa que bruja —ella que decía que hay una edad en la mujer en que parece condenada a pasar de hada a vieja arpía— no era, sin embargo, tan ingenua como su insegura sonrisa podría anticipar.

«No conozco a nadie que la haya conocido bien, que pueda decir a ciencia cierta cómo era, y sus libros sólo permiten vislumbrar una sensibilidad casi enfermiza», escribió Gabriel García Márquez [El País, 18 de mayo de 1983], al poco de morir la escritora. «La vida privada de Mercè Rodoreda es uno de los misterios mejor guardados de la muy misteriosa ciudad de Barcelona», había escrito unas líneas antes el autor de Cien años de soledad. Este artículo de García Márquez ha sido citado con reiteración. Su perspicaz aproximación a una autora tan oculta e indefinible como Rodoreda, es una guía para atisbar que estamos ante una solitaria. Empujado por esa aureola de misterio, García Márquez la visitó en los sesenta, aprovechando que la escritora estaba de paso por Barcelona. «Fue la única vez que conversé con un creador literario que era una copia viva de sus personajes», sentenció.

Rodoreda imaginaba, y a la vez vivía. Hablaba con sus personajes. Y al crearlos se asemejaban a ella, eran su retrato. Así lo confesó en el magnífico prólogo con que presentó su novela Espejo roto (Mirall Trencat). En este prólogo está casi todo lo que podemos saber de Rodoreda. Lo que ella quiso que se supiera. «Mi vida para mí», decía. No hay misterio mayor que el que alimenta alguien determinado a vivir en secreto, a no dejarse exponer ni a que le miren.

Entre los años cincuenta y sesenta, en París o en Ginebra, atisbó o pergeñó gran parte de las novelas que luego terminó en Romanyà de la Selva, su retiro definitivo. Decidió construirse esta casa situada en la zona de Les Gavarres, al lado de la Costa Brava, y a la vez de espaldas a la multitud, a raíz de una visita que hizo en 1972 a una amiga de su juventud que residía allí.

EL RETIRO DE ROMANYÀ DE LA SELVA

Rodoreda preparaba ya el regreso, tras haber perdido al que había sido su gran amor, su habitual compañero y su excepcional interlocutor, el poeta y traductor Joan Prats, conocido en el ambiente literario catalán como Armand Obiols. En aquella casa aislada Rodoreda levantó un jardín y reconstruyó su memoria. En cuatro años de soledad ensimismada terminó Mirall Trencat y Cuanta, cuanta guerra, y reescribió su obra más compleja, La muerte y la primavera. Esta obra, bastante avanzada pero inacabada, se considera el testamento de la escritora y fue publicada después de su desaparición.

Se sentía segura en esta casa de la Costa Brava, la casa conscientemente elegida tras décadas de provisionalidad, de pernoctar en chambres de bonne y alquileres más o menos duraderos. Habían pasado 70 largos años desde que vino al mundo en el pueblo de San Gervasio, tan próximo a Barcelona que la capital acabó engulléndolo.

Hija única de un contable empleado en una armería y amante del teatro y una madre lectora y tan reidora como su hija, Mercè Rodoreda creció en un ambiente popular y a la vez culto, aunque, imperativos de la época, dejó de ir a la escuela a los 12 años. Además de ayudar a su madre en casa, aprendió a coser, algo que le sería muy útil en el exilio. Y también empezó a escribir. ¿A quién podía molestar tal cosa?

La vuelta a Cataluña del hermano de su madre, Joan Gurguí, que había hecho fortuna en América, supuso una revolución familiar. Aquella joven que había crecido un tanto aislada, entre libros y representaciones teatrales en familia, se sintió seducida por ese tío al que su propia madre idolatraba y forzó un matrimonio que a la vez representaba una escalera hacia el arribismo social y el éxito. Lamentablemente, poco después descubrió, como la protagonista de Aloma, su primera novela reconocida (las anteriores fueron desestimadas por la autora como meras pruebas), que el amor «es un asco» y el matrimonio hizo aguas.

En poco tiempo el príncipe que creyó ver en Joan Gurguí se le antojó más bien una rana. Rico, pero tacaño, con él tuvo Mercè Rodoreda su único hijo, Jordi. Pronto, Rodoreda empezó a alternar el domicilio conyugal con escapadas a su casa materna para encerrarse a escribir en el palomar. El palomar que guardaba en su imaginación y que en La plaza del Diamante se convertiría en el delirante escenario donde el Quimet guardaba sus palomas. Liberada del yugo conyugal, sin separarse legalmente, surgió una Rodoreda lanzada a las colaboraciones periodísticas y a hacer de la escritura una opción vital.

Eran los inicios de la II República y el aire de renovación y libertad exterior favoreció la conquista de su propia autonomía. Entrevistadora estelar del momento, en la preguerra publicó también sus primeros cuentos y novelas. Algunos de ellos para niños, publicados entre 1935 y 1936 en la sección infantil de La Publicitat. Carme Arnau, estudiosa de Rodoreda, localizó estos relatos en el legado de la escritora. Rodoreda ya le pidió en cierta ocasión a su editor, Joan Sales, que quería verlos editados. Uno de los relatos, El noiet i casona, se lo dedicó a su hijo Jordi, entonces de seis años. Otro, La noieta daurada, iba dirigido a Irina Nin, una de las hijas del político y traductor Andreu Nin. La relación con Nin es uno de los secretos que jalonan la existencia de Rodoreda. Aunque no hay pruebas que atestigüen que vivieran una historia sentimental, ni siquiera que para él fuera una amistad significativa. Nin sí influyó en Rodoreda. Se cree que estuvo enamorada de él. La escritora esgrimió ante su marido una carta del líder del POUM para exigirle una separación definitiva. ¿Qué decía esa carta? Es un misterio. Pudo ser sólo una estratagema o una excusa para conseguir una mayor libertad. Pudo ser el comienzo de algo que no cuajó, entre otras razones porque la guerra civil y la cruenta muerte de Nin en 1937 a manos de agentes soviéticos se interpuso entre ellos. Lo curioso es que Nin tenía con Olga Tareeva, su esposa rusa, dos hijas gemelas. No deja de ser llamativo que dedicara el cuento sólo a una de ellas, Irina.

La guerra civil acrecentó su compromiso con el gobierno de la Generalitat y con la causa republicana. Época de pérdidas y ganancias, su padre murió en unos de los bombardeos de Barcelona durante la guerra civil, aunque no a causa de las bombas, sino del susto.

Pocas horas antes de que llegaran las tropas de Franco a Barcelona, cruzó la frontera con el núcleo de amigos poetas del llamado grupo de Sabadell. Entre ellos la poeta Anna Murià y Armand Obiols. Empezaba un exilio inicialmente privilegiado, al ser tratados como intelectuales y alojarse en un centro cedido por artistas y escritores franceses, en Roissy-en Brie, a 40 kilómetros de París. Una época de «juventud sin juventud», diría certeramente Rodoreda. Su relación extramatrimonial con Obiols, casado ya y con una hija, erosionó el grupo y marcó la división: con la ocupación alemana, la mayoría embarcó a América y la pareja Rodoreda-Obiols se mantuvo errante en Francia con diversas estancias en Burdeos, Limoges y finalmente París, donde habitaron sendas buhardillas. Entre medias, Obiols (Juan Prats) fue detenido e internado en un campo de concentración. Liberado, en París empezaron a recuperar cierta normalidad. Su principal mobiliario eran los centenares de libros que llegaron a reunir y devorar. El aliento que les daban fue su principal calefacción frente al frío parisino.

EL doble exilio

El doble exilio, primero tras la derrota republicana y luego huyendo de los bombardeos en la Francia ocupada, conformó su literatura. Autodidacta, si el periodismo le dio formación, sus lecturas posteriores, a veces al alimón con Obiols, sentaron las bases de su estilo.

Muchas de sus novelas se consideran obras de culto, pero aún más si cabe lo son sus cuentos. En ellos alterna lo poético y lo terrible, la pureza y la maldad. En los escritos o iniciados en Francia, reunidos la mayoría en Parecía de seda y Veintidós cuentos, está la vida de Rodoreda. Son en realidad su vida. No tanto porque sean todos estrictamente autobiográficos, sino porque están impregnados de biografía. Sus protagonistas pudieron ser otros exiliados, o sus vecinos, o ella misma. No importa. En esos cuentos late la llama de la escritora que quería ser y que no podía ser en esos momentos: escribir novelas era un lujo en los cuarenta: porque huía de las bombas, o porque sobrevivía a base de coser ropa ya cortada para una tienda; o porque cayó enferma y fue operada, o, sencillamente porque hacía demasiado frío en la habitación parisina que habitaba y necesitaba deambular por la calle y refugiarse en el Louvre o en los cafés existencialistas. Uno de ellos el célebre Aux deux Magots. Años de incertidumbre y bohemia en los que Rodoreda se inició en la pintura y en la poesía, dos jardines aún más secretos que los de su cuidada narrativa.

Sus cartas a Anna Murià, su confidente y amiga, son un testimonio esencial para conocer a la Rodoreda surperviviente, y a la lectora aplicada. En ellas le habla por igual de estrecheces económicas, vestidos, y sueños como de sus exploraciones literarias: Faulkner, desde luego, pero sobre todo Katherine Mansfield, uno de sus iconos literarios. Sorprende que esta correspondencia, publicada en catalán y traducida al italiano, no se haya editado en castellano.

DE ANNA MURIÀ A KATHERINE MANSFIELD

Lo que le gustó de Mansfield fue sobre todo su voz. Ahí estaba la clave: encontrar la voz propia y no falsificada. La encontró, desde luego. Sus personajes, en especial los femeninos, buscan un norte, una razón de vivir que no siempre encuentran. Algunos cortan amarras, forzados a elegir a veces entre sus hijos y su supervivencia. Otros se limitan a hablar, cuentan lo que les pasa, seres fronterizos y desorientados que parecen moverse en tierra de nadie. Rodoreda los hace confesar, o quizás soñar, les coloca en el diván. Los desengaños amorosos son habituales, pero cuando el amor se desmorona, no aparecen vencedores ni vencidos.

Su permanencia en Europa le salvó del aislamiento que aquejó a los exiliados en México o Argentina y le alejó, al mismo tiempo, de las obsesiones de los escritores españoles del interior. Sus protagonistas no están mediatizados por el peso de la posguerra sino de la propia vida con sus fracasos amorosos y vitales.

Sabía de lo que hablaba. Había tocado fondo, había sentido el dolor, la pérdida, la rabia, los celos, y también había sufrido la envidia y la maledicencia. Sabía que el mal acecha junto a la bondad, que esta raramente permanece más allá de la infancia. Convertida en fugitiva al estallar la segunda guerra mundial, en Orleáns, 3 kilómetros narra su huida en tren y a campo través mezclada con soldados en retirada. Rodoreda y Obiols recalan en Limoges y luego en Burdeos. «Cambio de angustias como de vestido», le escribe a Murià, exiliada en América. El éxodo finaliza en 1946, y la pareja se instala en la capital francesa. Al mismo tiempo, la cercanía le mantiene atenta a lo que ocurre en su familia y en su ciudad natal. Entre 1944 y 1948 viaja a Barcelona para visitar a su madre y a Jordi.

En un periodo en el que se sentía incapaz de escribir, somatizó la angustia y no podía mover el brazo derecho. Vida y literatura eran ya inseparables. Y esa vida hacia dentro, la literaria, invadía la exterior. Se percibe en su relato Parálisis, magistral evocación de su vida a través de un alter ego que desgrana recuerdos en primera persona con la fluidez de una escritura existencialista y de corte psicoanalítico.

… Escribo. Escribo y no llego a poder comunicar la gran mezcla de sensaciones que querría poder comunicar. A la vida de verdad no llega nadie. Intentos, pruebas. Ensayos. Escaramuzas del indio sioux, que es el más astuto. Nada. ¡La sonata en el tocadiscos y a llenar hojas! Hablo de mí. Y no hablo de mí. Cuando alguien muy inteligente diga: ya la tenemos con todas sus astucias de escritor que quiere y no llega… Y cómo confiesa, señor… Se encontrará con las manos vacías. No daré nada. Hablaré sin parar de mí y no diré nada. Parálisis soy yo.

En otros cuentos, ambientados en Barcelona vuelve a filtrarse su infancia y juventud, como en Carnaval o Tarde de cine. En este último esboza ya el personaje femenino que reaparecerá en La plaza del Diamante como Natalia, La Colometa

La plaza del Diamante, su obra más traducida, se publicó en 1962. Una obra que le hizo sudar en la fría Ginebra en la que se instaló en 1954, al tener que recuperar una forma de hablar que le remitía a su juventud. Y en una lengua, la suya, que apenas tenía ocasión de hablar con nadie como no fuera Armand Obiols

Se dijo que Armand Obiols —es decir, Joan Prats— renunció a escribir como reconocimiento de que ella era mejor. Pero también se insinuó que ejerció de secreto Pygmallion, y que incluso le ayudó a rescribir la versión definitiva de Aloma (publicada por primera vez en 1938, la versión autorizada es de 1968). Lo que parece verosímil es que en más de una ocasión ella escribía para él, escribía a destajo en su ausencia esperando no sólo su vuelta, sino que él la leyera. Tal vez como crítico cualificado, o como representante de sus posibles lectores. Obiols viajaba bastante y su trabajo de traductor en la Unesco fue determinante en su traslado a Ginebra. Por eso mismo, cuando él murió y ya no tuvo que seguir siendo la señora Prats, como la conocían en Ginebra. A pesar de que él viajaba cada vez más y pasaba algún tiempo en Viena, donde murió. Rodoreda dejó Ginebra y acaso decidió que la aventura exterior había concluido, no así la íntima, y que necesitaba volver. En Romanyà empezó su etapa más plena, ni siquiera estaba ya el fantasma de Obiols. Por fin tenía una casa propia.

«Era una mezcla de hermetismo y espontaneidad, de orgullo y timidez, de independencia y soledad, de indefensión y fortaleza», escribe Jooaquin Molas en la presentación de sus Cuentos completos editados por la Fundación Santander. No sólo no tenía miedo de la soledad que la envolvía en Romanyà de la Selva, sino que allí se sentía tan salvajemente a sus anchas que en una ocasión que vio aparecer a un fotógrafo se alteró y cerró ventanas y bajó persianas para hacer creer que no estaba. Encarnaba a la vez la seguridad y el desvalimiento, el saber reírse de su sombra junto a ciertos tics de personaje huraño. No le interesaba la gente, o al menos gran parte de la gente. Le interesaba la escritura. ■ ■


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